Primeras reflexiones sobre la materia comercial en general, en el texto del nuevo Código Civil y Comercial

Por: Fernando Javier MARCOS

1.  La sanción de la ley 26.994 y, con ella, del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación (CCCN) que comenzará a regir a partir del 1° de enero de 2016, presenta importantes desafíos para la comunidad jurídica en general.
En  esta  breve ponencia,   pretendo  dejar plasmados solo algunos  disparadores de futuros análisis,  sobre distintos temas que se presentan como relevantes,   en cuanto están directamente vinculados a la materia propia del Derecho Comercial.

2.  Si algo caracteriza a este nuevo cuerpo normativo,  es que en su afán por unificarlo todo,   omitió  considerar temas importantes de  la materia mercantil ,  que eran  y  que  siguen  perteneciendo —a pesar de haber sido desterrados—   a este campo del derecho,  o sea, al  ámbito de lo comercial y  de las relaciones que le son propias.
No se trata aquí de discutir  en favor o en contra de la unificación,  pues esta es un hecho ya consumado. Pero  se entiende como necesario, dar  debate, sobre la suerte que, a raíz de la unificación de ambos regímenes legales,  corrieron institutos  que  cimentados en una rica cultura jurídica,  integraron   esta vital y dinámica área del  derecho. 
Como lo recordaba  Malagarriga, “no hay diferencias sustanciales entre la relación jurídicamercantil y la relación jurídicocivil”[1]. Sin embargo —agrego—, esto no significa que no existan instituciones típicas del derecho mercantil que merezcan ser atendidas especialmente, pues sus propios contenidos y  características así lo exigen.  Es el caso de los comerciantes (o empresarios, si se quiere, para  dar una noción más acabada y moderna del concepto),  de los agentes auxiliares del comercio,  de la empresa,  de la propiedad industrial,  del fondo de comercio,   de  onerosidad  y la solidaridad en los contratos celebrados entre empresas,  entre tantos otros.
Sucede que  una  cosa es regular de manera uniforme situaciones  que lo son y, otra muy distinta, es  pretender  tratar a todos los  supuestos que se dan en el campo jurídico como si fuesen  iguales.  Concretamente hoy,  nos encontramos ante un  código que se presenta  desarticulado en muchos de sus  tramos, que se ha olvidado de la  “comercialidad” y de todo lo específico que de ella se deriva, como ser, la empresa y el empresario que es su titular. 

3.   Antes de seguir, se debe  aclarar  que no se trata aquí  de defender a toda costa un área del derecho  solo porque nos resulta afín,  sino  de advertir que nuestros legisladores,  quienes  aprobaron  a las apuradas  (como siempre pensé que iba a suceder)   una norma de tanta importancia  y trascendencia  para la sociedad argentina  como es el Código Civil y Comercial,  pasaron por alto   o se olvidaron —vaya uno a saber— de varios siglos de tradición y desarrollo del derecho mercantil, el cual,  allende la unificación,  nos enseñó  sobre la importancia de contar con  reglas  propias,  que  tengan en cuenta las relaciones que se dan  entre  los comerciantes  profesionales (empresarios), distintas   por sus alcances y efectos, de las que se  aplican entre estos y los consumidores. Es obvio que, por ejemplo,   el deber de obrar con prudencia y  pleno conocimiento de las cosas adquiere una dimensión diferenciada (véanse  artículos  902 del C. Civ. y 1725 del CCCN).


4.  El comerciante,  el empresario y la empresa.
A hora bien, hace muchos años y,  en referencia  a  la unificación del derecho civil y comercial, Zavala Rodríguez  señalaba que  esta  “no hará desaparecer al comerciante. No interesaría,  entonces,  si el acto ha sido realizado por comerciantes o por civiles o si se trata de un acto mixto: la ley será siempre la misma, pero el concepto subjetivo del comerciante seguirá imperando, no ya para determinar la extensión del derecho comercial, sino para determinar la profesión comercial”[2]
Esa clásica noción de comerciante que aún contiene el artículo 1°, del por ahora vigente Código de Comercio,  de la mano de antecedentes tales como el Código Civil  italiano de 1942,  se fue enriqueciendo  y dio paso a la noción de  empresario,    es decir,  aquel  sujeto  que en forma profesional,  lleva adelante una actividad económica organizada, de producción e intercambio de bienes o servicios.  Se distinguió  así, a   la  empresa  (como objeto)  y  al empresario,  este último, como titular (dueño) de aquella, “con derecho a organizarla, dirigirla y disponer de ella a voluntad y quien asume  los riesgos, generalmente con propósito de lucro, aunque ello no es esencial”[3].   
Y si bien es cierto que  la índole de la noción de empresa  y de empresario   no  es  necesariamente comercial[4], ciertamente  se debe aceptar,  que  casi  la totalidad de las organizaciones empresarias tienen por fin último  obtener ganancias (fin de lucro). 

Ahora bien, a tal punto  la figura de la empresa  tiene relevancia,  que el mencionado Código Civil Italiano,  como código unificado, igualmente   receptó la materia comercial, legislando a partir de quien se transformó en “el eje del sistema: el empresario mercantil (arts. 2082 y 2195)”[5].
En esa línea y, más cerca de nuestro País,  se encuentra el  Código Civil de Brasil[6]corpus legal que posee un libro dedicado al “Derecho de la Empresa”  (Parte Especial, Libro II) y que en su artículo 966 define al empresario como “quien ejerce profesionalmente actividad económica organizada para la producción o circulación de bienes o servicios”[7].
La naturaleza mercantil del empresario y de  la empresa regulada en el código del vecino país,  se puede apreciar  en su  artículo 967,  norma que establece la  obligatoriedad de la inscripción del empresario en el Registro Público de Empresas Mercantiles antes del inicio de sus actividades[8].
 En resumen, la empresa  como tal,  si bien es mencionada  en algunos artículos del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación (por ejemplo: artículos 1093 —relaciones de consumo—,  artículos 2333 —indivisión forzosa—, 2377 —partición—), no es  regulada en forma expresa  por la reforma, lo que no  encuentra justificativo alguno, especialmente cuando se contaba con un rico debate en la doctrina nacional e internacional  sobre este tema.
Insisto en esto, porque  hace décadas,  más precisamente en 1947, Garrigues  ya  se refería a la empresa, como “el tema central del Derecho Mercantil moderno”[9].   Sin embargo,   por estas partes del globo,  esta recomendación parece que pasó de largo.
Como se puede ver, el “nuevo código” atrasa casi  un siglo, o más, si tenemos en cuenta  el contenido del inciso 5 del artículo 8 del Código de Comercio aún vigente. 
Reitero, no se  define, ni se caracteriza a la empresa y, ninguna pista se da sobre ella en el Código.  Es más,  hasta se hace uso del concepto de  forma   confusa, como cuando en el artículo  320  del CCCN,  que se ocupa de los sujetos obligados a llevar contabilidad,  se  mencionan a  “… todas las personas jurídicas privadas y quienes realizan una actividad económica organizada  o son titulares de una empresa o establecimiento comercial, industrial, agropecuario o de servicios…”.
Hago hincapié en la falta de precisión terminológica,  porque  una empresa, básicamente es “una actividad económica organizada”[10], por lo que no se comprende  la disyunción “o” contenida en el artículo que fue anteriormente citado,  que da a entender una diferenciación entre ambos conceptos.   Insisto en esto,  porque sin desconocer lo ardua que es la discusión en torno al concepto de empresa, el cual  hizo decir a Le Pera, que  “la idea de conceptualizar o definir a la empresa era  una tarea condenada al fracaso, porque no  hay tal noción absoluta por captar”[11];  existen ciertos acuerdos entre los especialistas sobre estos tópicos que la identifican.  Por lo pronto,  “es  una actividad: a) económica; b) profesional;  c) organizada: d) destinada a la producción o al cambio de bienes o de servicios”[12].
Anaya  destacaba que “toda referencia jurídica a la empresa requiere necesariamente, por consiguiente:  a) un empresario; b) una actividad productiva; c) un resultado en bienes o servicios;   d)  un destino de mercado. El soporte instrumental estará constituido por la organización de los factores productivos”[13].
De esta forma, se puede apreciar, que  nada impedía al legislador intentar una regulación básica de esta figura,  especialmente en una época donde se plantea la complejidad  y la trascendencia de la organización empresarial en distintos ámbitos de discusión  (jurídico, económico, tributario, ambiental, social).  Sin dudas,  otra  oportunidad interesante que se perdió. 
Como lo destacó  Alegría, “la empresa ocupa hoy un lugar central en el desarrollo de las distintas comunidades, del Estado y de los estamentos de la sociedad. Desde ese punto de vista ya no puede verse sólo como una emanación de la personalidad de un individuo (empresario) sino que también es el centro de generación, de potenciación y, en alguna proporción, de medios para el desarrollo individual y colectivo. Hemos comprendido hoy —pues— que la empresa no es sólo una propiedad o una fuente de renta. Es asimismo un centro de optimización de recursos, una fuente de riqueza social y un eslabón imprescindible en la cadena de los valores plurales de la sociedad en su conjunto y de los grupos e individuos que la componen. Por eso y con razón se habla de la dimensión social, ética y económica de la empresa”[14]. Evidentemente, todo esto pasó desapercibido en la reforma.
Era un momento ideal para dar un marco jurídico apropiado a la gran empresa y, en particular, al sector “pyme” (micro, pequeña y mediana empresa)  que representa el 80 % (aproximadamente) de las empresas en nuestro País; sentando las bases de un moderno derecho empresarial que permita la adecuación de las distintas normas mercantiles, como por ejemplo, la Ley de Sociedades y  la Ley de Concursos. 
Se evitaría de esta manera, dejar en manos de la Administración, establecer con resoluciones  más o menos acertadas, más o menos caprichosas o interesadas,  qué es una  pyme, tal como sucede  hoy.

5.  Otras cuestiones. 
También se puede apreciar  en la materia que nos ocupa, cierta falta de precisión y claridad en el texto de este nuevo cuerpo legal.
El   concepto de lo “comercial”  es objeto de un reduccionismo innecesario: Se lo utiliza en diversos casos,  como sinónimo de  operaciones de intercambio (operaciones de compra y venta, p.e.), cuando hasta ahora, todas las actividades mencionadas en esa norma representaban actividades comerciales (en general), a la luz del viejo Código.
En este sentido,  el citado  artículo 320 del CCCN  hace referencia a “empresa o establecimiento comercial, industrial o de servicios”.
También en el artículo 470 del CCCN (que reemplaza al actual 1277 del C. Civ.), se hace referencia a “… d) los establecimientos comerciales, industriales o agropecuarios”,  que para ser enajenados o gravados requerirán el asentimiento conyugal.
La figura del  comerciante (en sentido amplio y conceptual,  o sea, como profesional de la actividad mercantil  —como lo trata el artículo 1° del Cód. de Com. —),  lisa y llanamente  es eliminado.
Se  cita al “empresario”, sin definirlo, mencionándoselo por ejemplo,   cuando se  regula el contrato de agencia (artículos 1479-1501) y concesión (artículos 1502-1511).
Entre otras, se presenta de manera poco clara el término “empresarial y comercial” (artículo 2073 —conjuntos inmobiliarios—), además de referirse  allí a  “parque industrial y empresarial”,  como si las  “industrias”  no fueran a su vez “empresas”.
Otro tanto sucede cuando se hace referencia  a “establecimiento comercial” y a “empresa”, conceptos que se confunden.  También se  los asimila,  a pesar que   establecimiento comercial  es sinónimo de fondo de comercio[15], de acuerdo a lo que establece la ley 11.867.  Ello, sin olvidar el concepto  que de aquel da el artículo 5 de la ley 20.744, que considera al establecimiento  como “unidad técnica o unidad de ejecución destinada al logro de los fines de la empresa, a través de una o más explotaciones”.
Vale resaltar que el debate en relación a los alcances, similitudes y diferencias  que pueden o no presentar estos conceptos no son nuevos y, por ello, es que esperábamos que se tuviera algo más de cuidado[16].
Un último dato a tener presente,  es que la   ley 11.867 de  Fondo de Comercio  solo contempla la transmisión de un establecimiento comercial  o industrial, “hecho que por sí excluye de sus disposiciones la actividad civil” y todos  los casos de “transferencia  por cualquier título de los  establecimientos por los que dicha actividad se canalice”[17].
Frente a esta particular situación,   la  ausencia de normas que establezcan parámetros para  diferenciar lo comercial de lo civil  (cuando ello tenga relevancia), seguramente traerá  también problemas de interpretación  sobre la aplicación de la citada ley. Recordemos que el código recientemente sancionado, no cuenta con normas tales como los artículos 1, 2, 3,  4, 5, 6, 7 y 8 del Código de Comercio.
En definitiva, qué  corresponde a la materia comercial y qué no, va a depender básicamente de la discrecionalidad judicial, tema este que va a traer dolores de cabeza en jurisdicción de la Capital Federal, por la existencia de fueros diferenciados.  
 En conclusión,  imprecisiones terminológicas, desarmonías,  y problemas semánticos,  pueden encontrarse a lo largo del texto. 

6. Algunas consideraciones sobre la Ley General de Sociedades.
Antes de concluir, solo algunas reflexiones sobre  algunas de las modificaciones propuestas.
Cuando la abrumadora  mayoría de las sociedades son de naturaleza comercial, porque su objeto es comercial (en sentido amplio, o sea, comprensivo de toda actividad económica que persiga fin de lucro),  ¿tenía sentido  eliminar la comercialidad por el tipo, tal como sucede ahora con la reforma del artículo 1° de la ley 19.550?  Creo que no, pero el tiempo lo dirá.
Hago notar que esta  importante modificación,  significa  que en adelante,  el carácter comercial de aquella,  va a estar  determinado por el “objeto social”.  Curiosamente, vamos a tener que acudir a las reglas que contenía el derogado artículo 298 del  Código de Comercio Acevedo-Vélez,  entre otras,    para establecer si una sociedad es o no comercial.

Me pregunto, si  al unificar el régimen de sociedades,  fue razonable establecer como principio la responsabilidad simplemente mancomunada   en la sociedad irregular,  premiando  a los socios que optan por este camino  y desprotegiendo a los terceros, cuando estos últimos merecen la especial tutela del régimen legal societario.   La respuesta es negativa.
¿Por qué se favoreció  la informalidad  (véanse los nuevos textos de los artículos  21 a 26 de la, ahora,  Ley General de Sociedades) y se colocó  en una posición más vulnerable no solo a dichos  terceros,  sino también, a quienes contraten con la sociedad irregular?, tampoco queda claro.
Tampoco se menciona más en el artículo 21 de la LS (nuevo) a la sociedad de hecho,  que representa una realidad insoslayable de nuestra actividad económica, aunque una interpretación generosa podría sostener que están incluidas en la nueva redacción.
 
Se insistió en la mal denominada  —a mi entender—  “sociedad unipersonal”,  concepto que representa en sí mismo una contradicción semántica inconcebible a esta altura de los tiempos y de los debates que se han dado en torno a ello,  básicamente porque se trata de regular al empresario individual con responsabilidad limitada.
Pero en lugar de ocuparse del tema, se acude a una solución  que solo generará mayor inseguridad jurídica. Es que se hace una genérica  remisión a las reglas sobre sociedades anónimas, pensadas para la pluralidad de socios y  con una normativa propuesta por el legislador societario para una de mayor complejidad en su composición, integración y operatividad  (véase la exposición de motivos de la ley 19550).
Pregunto: como las SAU quedan sometida a fiscalización estatal permanente (se incorpora un inciso  7mo. al artículo 299 de la L.S.),  ¿van a tener que contar con sindicatura colegiada? (conf. artículo 284 L.C.). Algo esencialmente ilógico si se piensa en un “empresario unipersonal” o pyme al que se dijo que básicamente estaba orientada la figura (según el discurso de promulgación de la Presidenta).

7. Estas y otras tantas,  contradicciones e imprecisiones, como sus aciertos,  ocuparán la atención de los estudiosos del derecho en los próximos tiempos.
En cuanto a  los temas que brevemente he presentado para el debate y, para concluir,  se puede afirmar que la   unificación que produjo el  nuevo Código, ha  omitido el tratamiento de instituciones típicamente comerciales, cuya  incorporación  al derecho positivo era necesaria. Asimismo,  ha generado,   modificaciones que significan un retroceso en materia legal,  pues se aplican reglas propias de las relaciones civiles a negocios  jurídicos de naturaleza mercantil,  apartándose de criterios jurídicos clásicos.   
De todos modos, será el tiempo y la aplicación de este Código en la vida cotidiana, lo que va a brindar las reales y principales respuestas a nuestros interrogantes.
***



[1] MALAGARRIGA, Carlos C., Tratado Elemental de Derecho Comercial, Buenos Aires, Tipográfica Editora Argentina, 1951, T. I, p. 39. 
[2] ZAVALA RODRÍGUEZ, Carlos A.,  Código de Comercio, Comentado,  Buenos Aires, Ediciones Depalma, 1964, T. I, p. 11.  
[3] FERNÁNDEZ, Raymundo L. y GÓMEZ LEO, Osvaldo R., Tratado Teórico-Práctico de Derecho Comercial,   Buenos Aires, Ed. Depalma, 1993, T. I, p. 267.
[4] Véase, por ejemplo, el artículo 5 de la ley 20.744, que admite bajo el rótulo de “empresa” a aquella con fines económicos o benéficos, ocupando el empresario,  el rol de dirección de esa organización.  
[5] ROUILLON, Adolfo A. N., Código de Comercio, Comentado y Anotado, Buenos Aires, Ed. La Ley, 2005, T. I, p. 15.
[6] ROUILLÓN, A. N., Ibíd., p. 15.
[7] Código Civil de Brasil: Art. 966. Considera-se empresário quem exerce profissionalmente atividade econômica organizada para a produção ou a circulação de bens ou de serviços.
Parágrafo único. Não se considera empresário quem exerce profissão intelectual, de natureza científica, literária ou artística, ainda com o concurso de auxiliares ou colaboradores, salvo se o exercício da profissão constituir elemento de empresa.
[8] Código Civil de Brasil: Art. 967. É obrigatória a inscrição do empresário no Registro Público de Empresas Mercantis da respectiva sede, antes do início de sua atividade.
[9] GARRIGUES, Joaquín,  Tratado de Derecho Mercantil,   Madrid, Revista de Derecho Mercantil, 1947, T. I, V. 1, p.210).       
[10]  FERRARA, Francisco, Teoría Jurídica de la Hacienda Mercantil, Madrid,  Ed. Revista de Derecho Privado,  1950, p. 94.
[11] LE PERA, Sergio, Cuestiones de Derecho Comercial Moderno,  Buenos Aires, Ed. Astrea. 1974, p. 77.
[12] FONTANARROSA, Rodolfo O., Derecho Comercial Argentino, Buenos Aires,  Ed. Zavalía, 1997, T. 1, p. 183.  
[13] ANAYA, Jaime L.,  “El Mito de la Empresa Inmortal”,  en El Derecho, T. 127,  p. 426.  
[14] ALEGRÍA, H., Reglas y Principios del Derecho Comercial, Buenos Aires, Editorial la Ley, 2008, p. 209.
[15] ZUNINO, Jorge O., Fondo de Comercio,  Buenos Aires, Ed. Astrea, 1990, p. 40.
[16] SATANOWSKY,  Marcos, Tratado de Derecho Comercial,  Buenos Aires, Tipográfica Editora Argentina S.A., 1957, t. 3,  pp. 22-24.
[17] ZUNINO, Jorge O., Fondo de Comercio,  Buenos Aires, Ed. Astrea, 1990, p. 93. 

El concepto de dolo en la acción de responsabilidad concursal del artículo 173 de la Ley 24.522 y las nuevas perspectivas que se derivan del Proyecto de Unificación

 Por  Fernando Javier Marcos

I. Introducción y planteo del problema
1.Como señalé en otra oportunidad[1], la reforma de los Códigos Civil y Comercial contenida inicialmente en el Proyecto del Poder Ejecutivo Nacional que fuera redactado por la Comisión de Reformas designada por decreto presidencial número 191/2011y que a fines de noviembre del año 2013 recibió  media sanción por parte de la Cámara Alta[2]; al proponer un tratamiento integral del derecho civil y comercial nacional, especialmente en materia patrimonial, difícilmente iba a resultar inocua para la materia concursal. El tiempo que ha transcurrido desde que se viene considerando la propuesta reformista en los distintos estamentos donde ha sido sometida a debate, dan muestra acabada de ello.
En el tópico que motiva esta ponencia, relacionada con la acción de responsabilidad reglada por el artículo 173 de la ley 24.522, las modificaciones propuestas al régimen de responsabilidad civil, en particular, a los alcances del concepto de dolo como factor subjetivo de atribución de responsabilidad (artículo 1724 PCCCN), si son sancionadas, producirán cambios importantes que darán mayor utilidad y efectividad a la acción antes referida, que como específica del derecho concursal, integra el menú de herramientas provistas por el legislador para recomponer el patrimonio del fallido, que no es otra cosa que la garantía común de la masa de acreedores.
Desde que fuera sancionada la ley 24.522, esta acción ha sido objeto de diversas observaciones y críticas. Uno de los temas que atrajo y atrae la atención de la doctrina, es el relacionado con el dolo como único factor de atribución de responsabilidad admitido por la norma contenida en el artículo 173 de la L.C. A diferencia de su antecedente inmediato, o sea, el artículo 166 de la ley 19.551[3], que permitía atribuir responsabilidad a partir del dolo o de la infracción a normas inderogables de la ley, la ley actualmente en vigencia —como fue adelantado—, solo permite imputar a los sujetos comprendidos, mediante este único factor subjetivo: el dolo directo.
Entendido como “el acto ilícito ejecutado a sabiendas y con intención de dañar a personas o los derechos de otro”, o sea, el delito civil previsto por el artículo 1072 del Código Civil; o como el incumplimiento deliberado de una obligación[4]; es la única manera de generar una imputación jurídicamente válida, cuando se trata de solicitar el resarcimiento de los daños ocasionados a partir de conductas deliberadamente desplegadas para generar o agravar la insolvencia o para alterar el activo o el pasivo del fallido.
Estos comportamientos merecedores de reproche legal, pueden materializarse tanto bajo la forma de una acción dolosa o de una omisión dolosa, conceptos que si bien no han sido explicitados por el codificador al referirse al dolo delictual u obligacional, no por ello son ajenos a nuestro ordenamiento jurídico, que contempla estas posibilidades en los artículos 931 y 933 del Código Civil cuando trata al dolo como vicio de la voluntad. Por ejemplo, se puede permitir, facilitar o agravar la situación patrimonial del deudor;  omitiendo el representante desplegar la conducta debida para evitar que se trasgreda el deber jurídico de no dañar o dejando de cumplir con el deber de lealtad y diligencia del buen hombre de negocios que la ley espera del administrador.
Destaqué anteriormente, que el dolo requerido por el artículo 173 de la ley 24.522 se puede manifestar tanto bajo los términos del dolo delictual (civil), como del dolo considerado en el artículo 506 del Código Civil. Si bien mayoritariamente la doctrina y la jurisprudencia hacen mención a la aplicación del citado artículo 1072 del Código de Vélez[5],  advierto que no es esta la única manera en que se puede presentar la acción dolosa necesaria para activar la imputabilidad del presunto responsable en el marco legal que propone la norma concursal.
Se dice habitualmente y con acierto, que el denominado dolo obligacional artículo 506 Cód. Civil tiene aplicación únicamente en el ámbito contractual, lo que se deduce no solo de la ubicación del precepto en el Código, sino también, porque la única manera de poder incumplir una obligación, es que esta sea preexistente a dicho incumplimiento; lo que naturalmente no se da en el caso de los actos ilícitos (artículos 1066 y ss. del Código Civil) donde la obligación resarcitoria nace con la provocación misma del daño, o sea, en el mismo momento que se produce la violación del deber jurídico de no dañar impuesto genéricamente para todas las personas.
Desde esta perspectiva, entiendo que es viable invocar  aquel dolo obligacional también en la acción de responsabilidad que ocupa nuestra atención, particularmente si en lugar de circunscribimos su campo de actuación a las obligaciones contractuales propiamente dichas, o sea, a aquellas cuya fuente es el contrato regulado en el libro II, Sección III del Código (prestaciones de dar, hacer o no hacer de contenido patrimonial —artículos 1167, 1168 y 1169 del Cód. Civil), lo extendemos al incumplimiento de obligaciones que tienen fuente en un acto lícito. Pasa que “la responsabilidad contractual rige también supuestos en los cuales no hay contrato, y sus normas deben serles aplicadas por argumento extraído del artículo 16 del Código Civil. Consiguientemente, denominar contractual a esa responsabilidad, atendiendo tan solo a la ubicación metodológica de los preceptos legales que la rigen, puede provocar equívocos”[6].
En ese orden se inscriben aquellas obligaciones que asumen los administradores al aceptar sus cargos. Estas, si bien no se originan en un contrato propiamente dicho celebrado con la sociedad y, generalmente surgen de la propia ley, solo pueden ser consideradas obligaciones (además de deberes jurídicos) que son exigibles a los sujetos pasivos, recién  cuando estos aceptan asumirlas —no antes—, lo que ocurre cuando se presta conformidad con la designación que el órgano de gobierno propone al futuro administrador o representante. Lo propio sucede con los mandatarios o gestores de negocios; los primeros cuando aceptan el mandato (dando lugar a las obligaciones que se derivan del contrato de mandato), y los otros, cuando asumen celebrar un negocio jurídico que directa o indirectamente se refiere al patrimonio de otro (artículo 2288 del Cód. Civil).
Viene también en apoyo de lo expresado, el concepto de la convención jurídica que es planteado por el propio Vélez en la nota al artículo 1137, que tiene un contenido mucho más amplio que el brindado por el contrato (“la palabra convención es un término genérico que se aplica a toda especie de negocio o de cláusula que las partes tengan en mira”, nota art. 1137 Cód. Civ.)[7].
En conclusión, la obligación preexistente asumida como tal, es lo que permite la aplicación del artículo 506 del Código Civil. Esto se da, cuando los sujetos que menciona el artículo 173 de la ley 24.522 aceptan asumir los cargos, mandatos o gestiones, posiciones estas que traen consigno deberes y obligaciones (legales, estatutarias y sociales[8]); cuyo incumplimiento intencional[9] y deliberado[10], está destinado a producir, facilitar, permitir o agravar la situación patrimonial del deudor o su insolvencia del cesante causa daños que deben ser reparados en beneficio de la masa.
Sin duda alguna, se puede dar el caso previsto, frente a la violación de las obligaciones impuestas al administrador por el artículo 59 de la ley 19.550 (obrar con lealtad y la diligencia de un buen hombre de negocios), como frente a tantos otros (la obligación de llevar registros contables (artículo 43, 44 y conc. del Código de Comercio y artículo 58, ley 19.550),de constituir la reserva legal (artículo 70, ley 19.550), de llevar libros sociales (artículo 73, ley 19.550), frente a la perdida de capital social[11], la obligación de informar a los socios sobre ello y proponer soluciones, inclusive la necesidad de solicitar el concurso de la sociedad (como derivación del deber de obrar con diligencia impuesto por el artículo 59, Ley 19.550), entre tantas otras.
Es evidente que si se produce la trasgresión de tales deberes impuestos por la ley, que fueron asumidos como obligaciones de manera expresa por el administrador al aceptar el cargo para el que fue designado por la asamblea (verdadero acuerdo de voluntades —convención, si se quiere— entre el director y la asamblea), se puede apelar al dolo obligacional (artículo 506, Cód. Civil) para atribuir responsabilidad.
Más allá de ello, no se ignora que el líneas generales, la doctrina y la jurisprudencia han hecho una aplicación severa y excesivamente restrictiva del concepto de dolo, dejando de lado situaciones que ciertamente hoy no están contempladas en las normas que se vienen comentando, como es el caso del llamado dolo indirecto o eventual, concepto que sí recoge la Reforma como más adelante se expondrá.

2. Efectuadas estas primeras aclaraciones que, en sí mismas,  importan una primera toma de posición frente al problema planteado, retomaré a continuación el análisis del precepto  (art. 173 L.C.).  Como ya se ha expresado, en su primera parte contempla la responsabilidad de los representantes, administradores, mandatarios o gestores de negocios, es decir, de “representantes con distinto grado de vinculación jurídica y aún gestores de negocios del fallido”[12]. Para activar su responsabilidad, estos debieron haber producido, facilitado, permitido o agravado la situación patrimonial del deudor o su insolvencia.
Además, se considera la responsabilidad de los terceros que hubiesen participado de cualquier manera, también dolosamente, en actos destinados a disminuir el activo o a exagerar el pasivo del insolvente. Como apunta Dasso,“la norma es novedosa y ha sido integrada en su totalidad en sustitución del régimen de la ley 19.551 que incluía para el tratamiento del cómplice los arts.240 y 246, correspondientes al capítulo dedicado a la calificación de conducta del fallido y del tercero”[13] el cual fue eliminado por la ley 24.522. Pero “los terceros a los que alude el  artículo 173, segunda parte, de la ley 24.522, no necesariamente deben ser cómplices del quebrado. En efecto, el sujeto pasivo que responsabiliza la ley concursal es aquel que “de cualquier manera” participa en los actos mencionados por el  aludido precepto”[14].
 Lo cierto es que la ley —anterior y la actual—, con matices y limitaciones como la que viene representando la imputabilidad subjetiva sólo en base al dolo, ha pretendido aunque con magros resultados, que aquellos casos no alcanzados por los supuestos de extensión de la quiebra (artículos 160 y ss. de la ley 24.522) que causen daños al patrimonio del fallido no queden necesariamente impunes. En esa dirección dice  la ley que, “cuando se configura un resultado (disminución de la responsabilidad patrimonial o, concretamente, la cesación de pagos), proveniente de actitudes reprochables de determinados sujetos que actuaron por el deudor, impone que tales personas reparen el daño ocasionado[15].
Comparándola con su antecesora, la eliminación del supuesto de la infracción a normas inderogables, consideradas así, por tener carácter de orden público; limitó sustancialmente la utilidad de esta típica acción concursal que ataca las responsabilidades de quienes han dado lugar a la situación de insolvencia del fallido.
No comparto aquí la posición de quienes ven necesariamente en la infracción a tales normas “una modalidad de conducta dolosa y que esta era la interpretación correcta que debía realizarse del artículo 166, ley 19.551”[16]. Claramente se podía incurrir en este tipo de trasgresiones de manera culposa, solo que por su trascendencia y gravedad, el legislador concursal de entonces, tipificó dicha conducta en forma expresa y colocándola en un plano similar a la del accionar doloso, aunque no asimilándola. De otra forma, tampoco se entiende el porqué de la diferenciación de ambos supuestos en una misma proposición.
Sobre este punto, en su momento aclararon Fassi y Gebhardt, que no había “equivalencia entre dolo e infracción” dado que funcionaban como categorías independientes, agregando que no era “imprescindible la concurrencia de dolo”[17], razón por la cual, puede afirmarse que “la ley 19.551 era más flexible al determinar los requisitos de la acción”[18].
Doy importancia a este tema, porque siempre entendí como un retroceso en perjuicio de los derechos de los acreedores concursales, la eliminación de la infracción a las normas inderogables como una conducta  específica que permitía no dejar fuera de reproche legal y, principalmente, de la debida reparación,  a distintos casos que quedaban sin cobertura normativa.
Señalo esto, porque debe entenderse que si bien el artículo 175 de la ley 24.522 permite articular las llamadas acciones de responsabilidad societarias; cuando los que se juzguen sean actos que produjeron, facilitaron, permitieron o agravaron la situación patrimonial del deudor o su insolvencia, como la responsabilidad de los terceros por su participación en actos que implicaron la disminución del activo o la exageración del pasivo; es la vía legal por excelencia la prevista por el artículo 173 de la L.C., que posibilita involucrar a los terceros partícipes de los actos daños —estos últimos, no podrán reclamar derecho alguno frente al concurso—;  agravando las consecuencias de las conductas ilícitas allí descriptas.
Esto último, porque si la imputación se funda en el dolo delictual, el resarcimiento comprenderá las consecuencias inmediatas, mediatas y casuales si debieron resultar según las miras que tuvo al ejecutar el hecho  (conf. artículos 903, 904 y 905, Cód. Civil), a lo que se debe sumar la solidaridad impuesta entre los autores del ilícito (artículo 1081 Cód. Civil). Por otra parte, si se hace aplicación del dolo obligacional (como fue planteado), el 521 del Cód. Civil dispone que la extensión del resarcimiento abarque no solo a las consecuencias inmediatas, sino también, a las mediatas (también el artículo 1728 del PCCCN prevé la extensión del resarcimiento cuando el incumplimiento es doloso).
Sin duda, el querer evitar la posibilidad de permitir que la culpa grave (criterio seguido por el artículo 274 de la ley 19.550) para los casos que refleja el artículo 173 de la L.C., ha llevado las cosas al otro extremo, al no permitir ampliar el espectro responsabilidad de quienes con su proceder (por acción o por omisión) causaron la insolvencia; optándose por proteger a los responsables cargando las consecuencias de su conducta en los acreedores. Una solución definitivamente injusta apoyada en dogmas de origen puramente economicistas que solo han servido para dar impunidad a conductas que se presentan como ostensiblemente antijurídicas.
Seguidamente y, antes de ingresar en la Reforma propiamente dicha, algunas breves consideraciones sobre el tratamiento que la legislación civil que nos rige da al dolo.

II. El dolo en el Código de Vélez
Como simple reseña conceptual, solo señalar que el Código Civil actualmente vigente contempla la figura del dolo bajo tres acepciones por todos conocidas:
a) Como vicio de la voluntad, o sea, “toda aserción de lo que es falso o disimulación de lo verdadero, cualquier artificio, astucia o engaño que se emplee con ese fin” (dolo-engaño), que puede manifestarse como una acción dolosa (artículo 931, Cód. Civil) o como una omisión dolosa (artículo 933, Cód. Civil)[19].
b) Como elemento del delito civil (artículo 1072, Cód. Civil), que requiere para la su conformación de un obrar intencional o a sabiendas (elemento cognoscitivo) y de la intención de causar daño (elemento volitivo)[20].Esto significa que ambos elementos deben concurrir para “dar nacimiento a la acción dolosa”[21]. Llambías refiere que esta noción que fue tomada por el codificado de Aubry y Rau, “constituye una verdadera clave para identificar el delito civil, y es un concepto que no se superpone al dolo obligacional, ni al dolo vicio de la voluntad”[22], quienes a su vez, se basaron en el derecho romano y en el francés anterior al Código de Napoleón[23].
c) Por último, está el dolo en el incumplimiento de la obligación o, también llamado, dolo obligacional, que la mayoría de la doctrina caracteriza como “la deliberada intención de no cumplir pudiendo hacerlo. Es una inejecución consciente, deliberada, cuando el deudor no está impedido de cumplir”[24], es decir, no es necesario la intención de dañar[25].En conclusión, “el dolo obligacional se configura por la inejecución deliberada de la prestación; consiste en no querer cumplir pudiéndolo hacer, sin que interese que la inejecución persiga el perjuicio del acreedor. Para su configuración no basta la mera conciencia del incumplimiento, sino la deliberada inejecución, es decir, que se puede cumplir pero no se quiere”[26].

Fijados los limites actualmente impuestos por la legislación civil, pasaré a analizar los cambios que se pretenden introducir.

III. El tratamiento del dolo en el Proyecto de Reforma
1. Comenzaré por señalar que, entre otras, resultan especialmente relevantes para el tema bajo estudio las disposiciones contenidas en los artículos 1710,1716, 1717, 1721, 1724y 1725 del PCCCN, a las que me referiré brevemente a continuación.
El primero de ellos, establece el deber de prevención del daño, para evitar el daño injustificado[27], para que se produzca un daño o para disminuir su magnitud o, por último o  para no agravar el que se ha producido (véase artículo 1710 PCCCN).
Luego, se tratan sistemáticamente los cuatro presupuestos de la responsabilidad civil (incumplimiento objetivo, factor de atribución de responsabilidad —imputabilidad/atribución[28]—, daño y relación de causalidad adecuada).
Así, en el artículo 1716 del PCCCN se consagra en un texto expreso el deber jurídico de no dañar (neminen laedere) y el incumplimiento de la obligación, los que se erigen como primer presupuesto de la responsabilidad civil, sea obligaciones de origen extracontractual o contractual, respectivamente (en el sistema que aún nos rige), división esta que perderá toda trascendencia jurídica al unificarse el sistema de reparación de daños, pero que igualmente en algunos aspectos, va a mantener cierta vigencia, como sucederá a la hora de establecer cuál de los dos supuestos mencionados es aplicable a un caso concreto para justificar la existencia de este primer escalón hacia la responsabilidad que se pretenden enrostrar (incumplimiento objetivo o material)[29]. Esto inexorablemente lo determinará la trasgresión al deber jurídico de no dañar a otro o la preexistencia de una obligación incumplida, ambos requisitos que deberá acreditar  —al igual que los demás presupuestos— quien pretenda obtener el resarcimiento de los daños que le han sido causados.
Otra norma de importancia, es la propuesta en el artículo 1717 del PCCCN. Allí se expresa que “cualquier acción u omisión que causa un daño a otro es antijurídica”, superando conceptualmente el texto del actual artículo1.066 del Código de Vélez; lo que permite concluir que “todo daño o perjuicio implica, al menos como regla, un comportamiento contrario a derecho, una antijuridicidad”[30], significando que la ilicitud se deriva directamente de la provocación del daño mismo. Asimismo, “el acento en orden a la imputación aparece ahora puesto en la autoría y no en la culpabilidad. El causante del perjuicio es como regla el responsable de indemnizar a la víctima”[31], lo que no excluye la necesidad de demostrar la imputabilidad del pretenso responsable, sea a partir de la invocación de factor de atribución de responsabilidad subjetivo (culpa o dolo) y objetivo (cosas actividades riesgosas o peligrosas, la obligación de seguridad, la equidad, obligaciones de resultado —artículo 1723 PCCCN—).
El artículo 1721 del PCCCN estatuye que “la atribución de un daño al responsable puede basarse en factores objetivos o subjetivos. En ausencia normativa, el factor de atribución es la culpa”. Se debe destacar que el Proyecto no establece una “jerarquía ordenada legalmente” entre ambos factores (subjetivos y objetivos), lo que no significa “ignorar la práctica jurisprudencial, que revela que la mayoría de los casos tiene relación con factores objetivos”, siendo esta la razón por la que fueron regulados en primer lugar[32].Pero más allá de ello, se mantiene acertadamente la vigencia residual y subsidiaria del principio de la culpa como factor de atribución para las situaciones no regladas especialmente[33].

 2. En cuanto al tratamiento que el Proyecto dispensa al dolo (tema central de este trabajo), en su artículo 1724 in fine, se dice que aquel “se configura por la producción de un daño de manera intencional o con manifiesta indiferencia por los intereses ajenos”.
 Como puede apreciarse, se producen distintas modificaciones de importancia, fundamentalmente dejando de lado toda referencia a la intención de dañar y a la inejecución maliciosa, e incorporando bajo esta el factor subjetivo a la “manifiesta indiferencia por los intereses ajenos”, lo que representa el reconocimiento del dolo eventual o indirecto[34], es decir, aquel que se da “cuando el sujeto no tiene la voluntad concreta de dañar, pero no descarta que se pueda producir daño y, a pesar de ello, continúa adelante”[35], cuando “desdeña el daño que puede causar”[36].
Este cambio no es menor, porque a la fecha, el dolo regulado por los artículos 506 y 1072, ambos del Código Civil, es el llamado dolo directo. Si se sanciona el nuevo código, también el dolo eventual quedará comprendido dentro del concepto legal de dolo; lo que sumado a la eliminación del requisito de la “intención de dañar”, que tantas complicaciones traer a la hora de su acreditación por tratarse de una aspecto de índole esencialmente psicológico que opera en la faz interna del autor del hecho, cambia sustancialmente el marco de actuación real del mismo.
Y esto adquiere importancia, porque además de permitir juzgar en su justo término (como dolosas) a muchas conductas que hoy eluden esa calificación a raíz de la caracterización legal que se realiza en los artículos citados en el párrafo precedente; posibilitará incrementar la cuantía del daño por el  que deberán responder sus autores, pues no debe olvidarse que tanto la acción como la omisión dolosa, agravan las consecuencias por las que debe responder (artículos 521, 901, 902, 903, 904, 905, todos del Código Civil —según el caso—  y artículo 1728 del PCCCN).
La propia Comisión redactora expresó sobre esta importante modificación que trae el Proyecto, que “el dolo se configura por la producción de un daño de manera intencional o con manifiesta indiferencia por los intereses ajenos. Comprende “el incumplimiento intencional” (dolo obligacional), suprimiendo el requisito concurrente de la mala fe previsto en el Proyecto de 1998 que se refiere más bien al dolo calificado. Se reemplaza el “incumplimiento deliberado”, también previsto en el Proyecto de 1998, por el de “incumplimiento intencional” del Proyecto de 1992, receptando las observaciones de la doctrina y se añade la locución “manifiesta indiferencia” porque de este modo se incluye al dolo eventual”[37], cuyo empleo  en materia civil y comercial tiene mayores posibilidades que en el área del derecho represivo, limitado por el contenido del tipo penal específico que se legisle para cada delito criminal.
3. Por último, para cerrar el comentario sobre la reforma, se explicita en el texto del artículo 1726 del PCCCN la necesidad que exista “un nexo adecuado de causalidad con el hecho productor del daño”(teoría de la causalidad adecuada), que si bien no modifica el sistema actual en cuanto al criterio seguido sobre este punto por la doctrina y la jurisprudencia nacional, sí representa una innovación,  al darle un reconocimiento expreso en el texto de la norma, lo que actualmente no ocurre en el Código de Vélez.
Sobre los demás presupuestos exigibles para alcanzar el resarcimiento de los perjuicios, resta hacer mención al tratamiento que del “daño resarcible” hace el artículo 1737 del PCCCN, disposición que define al daño, como la lesión a “un derecho o un interés reprobado por el ordenamiento jurídico, que tenga por objeto, el patrimonio, o un derecho de incidencia colectiva”.
Hasta aquí, en una muy apretada síntesis, los principales conceptos que se desprenden de la reforma, cuya referencia entiendo necesaria para pasar poder inmediatamente, analizar cómo todo ello impacta en la acción de responsabilidad regulada por la legislación concursal.

IV. Otras consideraciones en torno a la acción de responsabilidad  concursal.
Como fue dicho al inicio, la ley 24.522 en su artículo 173 ha previsto una acción de responsabilidad típicamente concursal, que posee una aplicación específica, pues tiene como presupuestos dos conductas: “una productora de la insolvencia y otra tendiente a la disminución del activo o exageración del pasivo”[38].
En ambos casos, el factor para atribuir responsabilidad es exclusivamente el dolo (delictual y obligacional, según el caso, tal como lo he expresado ut supra)  y dicha “conducta antijurídica dolosamente ejecutada por alguno de los sujetos  pasivos de la acción debe tener relación de causalidad con el estado de cesación de pagos o con la disminución de la responsabilidad patrimonial del fallido”[39].

 Esta limitación es importante, especialmente si se tiene en cuenta la renuencia que, en líneas generales, han manifestado la doctrina y la jurisprudencia a la hora de aplicar el artículo 506 del Código Civil, a situaciones —agrego— que claramente y sin forzar la letra de la ley, lo habrían permitido.
Vale reiterar que la acción que es objeto de comentario en estas líneas, transita con independencia de las acciones de responsabilidad que tengan como punto de partida la actuación culpable o violatoria de la ley o del estatuto por parte de los administradores, que ocasione daños a la sociedad, a los accionistas o terceros (léase, artículos 276, 277, 278 y 279 de la ley 19.550). Estas últimas, no queda comprendidas por la acción concursal, cuyo único factor de atribución —insisto— es el dolo[40](véase artículo 175 ley 24.522).

2. Dado que del sistema establecido por el artículo 59 de la ley 19.550, se deduce que la responsabilidad de los administradores y representantes de la sociedad es subjetiva, la barrera que presenta el artículo 173 de la L.C. cuando  admite  únicamente la imputabilidad con base en el dolo, hace que tal caracterización no sea un tópico que pueda dejarse pasar sin  efectuar algunas reflexiones.
En punto a la naturaleza de la responsabilidad de los administradores, con el fin de explicitar mi punto de vista sobre el tema —pues su tratamiento excede ampliamente el marco de estas líneas—, solo  señalaré que nuestra legislación societaria acude a un doble estándar para calificar la conducta debida y esperada de aquellos que representan a la sociedad y de los que están llamados a integrar su órgano de administración, aun cuando no ostenten dicha representación legal.
Por un lado, el artículo 59 de la ley 19.550,como una reminiscencia del sistema de “apreciación de la culpa” propia del derecho romano y del antiguo derecho francés (anterior al Código de Napoleón), propone como modelo al buen hombre de negocios(criterio objetivo); pero sin apartarse del régimen general previsto por la legislación civil que obliga a analizar la diligencia debida por parte del administrador, teniendo en cuenta la naturaleza de la obligación y las circunstancias de las personas, el tiempo y el lugar (según la remozada redacción del actual artículo 512 del Cód. Civil que brinda el artículo 1724 del PCCCN), como así también,  el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas (artículo 902 del Cód. Civil), lo que evidencia  además  el empleo del criterio subjetivo (apreciación de la culpa en concreto).
Estas normas se integran con el artículo 274 de la ley 19.550, que si bien hace referencia a los directores de las sociedades por acciones, es de “aplicación analógica para los distintos tipos societarios”[41], por lo que responderán hacia la sociedad, los accionistas y terceros, por los daños ocasionados por su dolo, abuso de facultades o culpa grave (artículo 16 del Código Civil y Título Preliminar —conf. art. 384 de la ley 19.550).
Al respecto, explica Nissen que “la circunstancia de que la responsabilidad solidaria e ilimitada de los directores tenga su fundamento en la naturaleza colegiada del directorio, no significa que la responsabilidad prevista en los arts. 59 y 274 de la ley 19.550 debe considerarse objetiva, pues tratándose de obligaciones de medios y no de resultados, el deudor está obligado a prestar un conducta que razonable, pero no necesariamente, conducirá al resultado esperado por el acreedor”[42].
Más allá de ello, es necesario igualmente puntualizar, que no todas las obligaciones de un administrador societario deben considerarse de medios. Si por obligación de resultado se entiende a toda aquella en la cual “el deudor se compromete al cumplimiento de un determinado objetivo, consecuencia o resultado (opus)”[43];vamos a encontrar que muchas de estas son asumidas por los administradores y representantes de una sociedad desde el momento en que aceptan dicho cargo. Pasa por ejemplo, con la obligación de llevar registros contables (artículo 43, 44 y conc. del Código de Comercio y artículo 58, ley 19.550), de confeccionar la memoria para su tratamiento en la asamblea (artículo 66, ley 19.550), de constituir la reserva legal en el caso de las sociedades de responsabilidad limitada y accionarias (artículo 70, ley 19.550), de poner a disposición de los socios copia de la documentación contable que deberá ser considerada en la asamblea convocada (artículo 67, ley 19.550),de llevar libro de actas de asamblea o de reuniones de socios, de directorio(artículo 73, ley 19.550),de llevar otros libros sociales como el libro de depósito de acciones y registro de asistencia a asambleas (artículo 238, ley 19.550), de registro de acciones(artículo 213, ley 19.550), entre otras.
Sin embargo, considero que ni siquiera en estos casos puede sostenerse válidamente la existencia de un factor de atribución de responsabilidad objetivo, porque la circunstancia de que se trate de una obligación de resultado, el administrador imputado puede demostrar su ausencia de responsabilidad probando “o que cumplió, o que se liberó por caso fortuito, o que obró sin culpa”[44], siendo esta última una posibilidad defensiva solo aplicable cuando nos encontramos ante un supuesto de imputabilidad subjetiva.
Pero al margen de ello, se debe hacer notar que siguiendo la tendencia de la doctrina, en el artículo 1723 del PCCCN, se establece que la responsabilidad del deudor es objetiva “cuando las circunstancias de la obligación, o de lo convenido por las partes, surge que el deudor debe obtener un resultado determinado”, algo que es merecedor de atención desde el ámbito de la responsabilidad de los administradores y representantes de sociedades mercantiles y de personas jurídicas en general, cuando de obligaciones de resultado se trate.

3. Volviendo sobre la acción de responsabilidad, corresponde destacar que algunos pocos precedentes han intentado otros caminos para dar por cumplidos los requisitos de procedencia y admisibilidad de la acción de responsabilidad concursal.
En esa línea, se encuentra por ejemplo, el fallo “Industrias Plásticas S.A.” de la Sala E. de Excma. Cámara Nacional, donde se valoró como una conducta dolosa, bajo la figura del dolo eventual, el incumplimiento de la obligación de llevar los libros de comercio. Se sostuvo que ello “es determinante para juzgar el deber de los directores como irregular, siendo que una interpretación distinta conduciría a la insólita situación de que la omisión de presentar la documentación contable —por el motivo que fuere, intencional o no— obstaría atribuir responsabilidad a los administradores en supuestos como el examinado por el solo hecho de que la ausencia de la contabilidad —y demás elementos correlativos— ha devenido imposible la reconstrucción del patrimonio y de los negocios sociales, resultado que condena la interpretación” .
En uno de los pasajes de esa decisión prudencial que entiendo más interesantes, el tribunal anteriormente citado, avanzó sobre los alcances del concepto de dolo, señalando que aquel “al que alude la ley —ya sea en su antigua o actual redacción— puede ser también el de carácter eventual; máxime cuando la norma inherente no lo descarta en ninguna de sus dos versiones (Fassi, Santiago C. y Gebhardt, Marcelo, "Concursos y Quiebras", Ed. Astrea, 2004, pág., 450; CNCom., Sala A, "Ponce Nuri, Juan s/ quiebra c/ Ojeda, Alejandro", del 12-03-08). Una interpretación contraria del precepto, lo tornaría de difícil aplicación; máxime, teniendo en cuenta el carácter subjetivo del dolo” (véase fallo citado).
Sobre el particular, creo que el caso no debió ser resuelto bajo la modalidad del dolo eventual, el cual, considero no está comprendido dentro del marco conceptual que fijan los artículos 506 y, menos aún, el 1.072, ambos del Código Civil; sino precisamente mediante el empleo del dolo obligacional, pues las conductas que se reprochan en el citado fallo, representan incumplimientos a obligaciones preexistentes de los directores que fueron asumidas por estos al aceptar los cargos y, que como tales, debieron ser juzgadas bajo los términos de los artículos 506 y 521 del Código Civil.

También la misma Sala E en otra sentencia, reconociendo al dolo como factor de atribución, dispuso que “en los casos en los que logra vislumbrarse que no se ha custodiado el activo social ni se han suministrado respuestas idóneas sobre cuál fue su destino, se impone concluir que los demandados incumplieron su deber y que su accionar resulta asimilable al dolo exigido por el art. 173 de la ley 24.522”, agregando que “las abstenciones en las que incurrieron los accionados justifican la calificación de actuar doloso encuadrable en la norma concursal del artículo 173 de la ley 24522, pues no sólo medió falta de libros obligatorios exigidos por ley, sino también disposición de todo activo social, sin que se brindaran al respecto explicaciones atendibles, todo lo cual hace encuadrable su conducta en el concepto de dolo revisto por aquella norma legal” .

Corolario de todo lo que se viene exponiendo, es la evidente limitación que causa el restrictivo campo de imputación que se deriva del dolo, como único y exclusivo factor de atribución, que ante el marco legal vigente y la exageradamente —a mi entender—restrictiva interpretación que los tribunales han hecho de la norma (art.173 L.C.), han posibilitado la impunidad de muchos conductas que han sido determinantes para causar la insolvencia y que por su gravedad, exceden inclusive el ámbito de la culpa grave.

V. El proyectado concepto de dolo y sus implicancias en la acción del artículo 173 de la Ley Concursal
La modificación al concepto del dolo y la nueva calificación que la reforma propone, se presenta como una visión más actual, realista (menos dogmática) de lo que significa una conducta intencional, determinada a no cumplir deliberadamente, tanto el deber de no dañar o una obligación preexistente. Ello,  permitirá a la víctima del daño (en el caso del concurso, a la masa de acreedores) beneficiarse con un resarcimiento más extenso que es causa directa de un proceder que, por sus calidades y  cualidades, es merecedor de un mayor reproche legal, especialmente en orden a la previsibilidad de sus consecuencias que, básicamente un administrador societario no puede ignorar (artículo 902 del Código Civil y artículo 1725 —primer párrafo— del PCCCN).
Por otra parte, el Proyecto hace hincapié en el deber de prevención del daño (artículo 1710 del PCCCN),  lo que explícitamente genera un mayor deber de obrar con previsión y conocimiento de las cosas, por parte de aquellos que asumen funciones que pueden ser consideradas como calificadas  (administradores, representantes, mandatarios, gestores de negocios).
Esta actualizada visión del derecho de daños en la que viene trabajando la doctrina y la jurisprudencia desde hace años,  poniendo el acento no solamente en la reparación, sino también en la  prevención, más la incorporación del dolo indirecto o eventual que viene de la mano de la “manifiesta indiferencia por los intereses ajenos”, es indudablemente un soplo de aire fresco en materia de derecho de daños y de protección de los derechos de la parte damnificada.
Era hora de llamar las cosas por su nombre y reconocer simplemente que “el dolo consiste en no evitar el daño que se previó “ y que deben “entenderse dolosamente queridos los resultados que sin ser intencionalmente perseguidos, aparezcan como consecuencia necesaria de la acción”[45]. Así de simple.
Si bien también se propicia desde este ensayo, que en una futura reforma de la ley de concursos se incorpore nuevamente como un supuestos que por su relevancia merece ser tipificado a la “infracción a las normas inderogables de la ley” (conf. artículo 166 de la ley 19.551, texto según ley 20.315); entiendo que la modificación y, con ello, la razonable amplitud conceptual que el artículo 1724 in fine del Proyecto de Reformas trae, permitirá superar los debates sobre los alcances del dolo, tanto en lo que respecta a la aplicación del dolo delictual u obligacional, como también, sobre la viabilidad de acudir al dolo eventual para no dejar impunes un sinnúmero de conductas ilícitas que afectan a la masa y la credibilidad del proceso concursal como una alternativa válida para resolver equitativamente los efectos de la insolvencia.
Castelar, mayo de 2014.
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[1] Véase  “Límites al poder de agresión dela creedor en el Proyecto de Reforma”, en  el Diario La Ley, Buenos Aires, Ed. La Ley,  25/10/2013.  Véase también  ponencia presentada en “LVI Encuentro de Institutos de Derecho Comercial, Asociaciones y Colegios de Abogados de la Provincia de Buenos Aires,  Libro de ponencias, p. 287 y ss.
[2] En adelante también me referiré al  Proyecto de Código Civil y Comercial de la Nación como “PCCCN”. Asimismo,  para la realización de este trabajo se ha tenido en cuenta el texto del proyecto citado que recibiera media sanción  por  la Cámara de Senadores  el 27 de noviembre de 2013.
[3] Artículo 166, ley 19.551: Cuando con dolo o en infracción a normas inderogables de la ley se produjere, facilitare, permitiere, agravare o prolongare la disminución de la responsabilidad patrimonial del deudor o su insolvencia, quienes han practicado tales actos por el deudor, ya sea como representantes, administradores, mandatarios o gestores de negocios, deben indemnizar los daños y perjuicios por los que se les declare responsable en virtud de tales actos.
[4] Sucede que la acepción del dolo delictual no es la  única aplicable al supuesto legislado por el artículo 173 de la ley concursal. Pasa que existen casos en los que entiendo que existen obligaciones asumidas por los administradores, representantes o  mandatarios al aceptar su cargo, que son impuestas por la ley y/o el estatuto, por lo que resultan preexistentes al eventual incumplimiento, justificando ello la aplicación del dolo obligacional regulado por el artículo 506 del Cód. Civil.
[5] Dasso, Ariel Ángel, El Concurso Preventivo y la Quiebra, Buenos Aires, Ed. Ad-Hoc, 2000, T. II, p. 800. El autor señala que “se trata del dolo civil, esto es el acto ilícito ejecutado a sabiendas y con intención de dañar a las personas o los derechos de otro que conforme el art. 1072 del Cód. Civil se denomina delito”.  En igual sentido  Rouillón, A. A. N., en Régimen de Concursos y Quiebras, Bs. As., Ed. Astrea, 1997, p. 211. 
[6] Alterini, Atilio Aníbal, Ameal,  Oscar José,  López Cabana, Roberto  M., Derecho de Obligaciones Civiles y Comerciales, Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1996, p. 153.
[7] Véase en nota art. 1137 Cód. Civil:  Aubry y Rau:  “Convención es el acuerdo de dos a más personas sobre un objeto de interés jurídico, y contrato  es la convención  en que una o muchas se obligan hacia una o muchas personas a una prestación cualquiera”.
[8] Por ejemplo,  instrucción expresas impartidas al directorio  por la asamblea.
[9] Entendido como “determinación de la voluntad en orden a un fin” (definición de intención, Fuente: RAE. www.rae.es, bajado el 03/05/14). El concepto “intencional” es utilizado en el artículo 1724 del PCCCN para definir una de las acepciones del dolo como factor de atribución subjetivo.
[10] Adjetivo, que significa “voluntario, intencionado, hecho a propósito”. (Fuente: RAE. www.rae.es, bajado el 03/05/14).
[11] Rovira, Alfredo, Empresa en Crisis, Buenos Aires, Ed. Astrea,  2005, p. 355. El autor al referirse al deber de diligencia impuesto a los administradores societarios, señala  que aquel que “omite tomar las acciones necesarias para reclamar a los socios una acción efectiva para resolver tal deficiencia patrimonial  (pérdida de capital social) debe asumir la responsabilidad inherente a las consecuencias que marca el art. 99 de la LSC”. Cita los siguientes fallos: C.N.Com., Sala A, 26/11/98, “Estructura Elcora s/ Quiebra c/ Y. R., y otro s/ordinario” (ED, 182-519) y C.N.Com., Sala E, 29/8/91, “Ceram Loz S.A. s/ quiebra).  Aplicando al caso tratado en este trabajo, si se ha omitido deliberadamente desplegar las acciones necesarias para superar la pérdida de capital, agravando con ello la insolvencia, claramente se daría un caso que quedará bajo la órbita de la acción regulada por el artículo 173 de la L.C.
[12] Dasso, A. A., op. cit. T. II, p. 799.
[13] Dasso, A. A., op. cit., T. II, p. 800.
[14] C.N.Com., Sala D, 08/06/2010, autos “Dar Vida S.A. s/ Quiebra c/ Fundación Sanidad Ejército Argentino y otro s/ Ordinario”, citado por Daniel R. Vítolo,  en La Ley de Concursos y Quiebras y su interpretación en la jurisprudencia, Buenos Aires, Ed. Rubinzal-Culzoni, 2012, T.  II,  p. 225.
[15] Fassi, Santiago. C. y Gebhardt,  Marcelo, Concursos, Buenos Aires, Ed. Astrea, 1988, p. 359.
[16] Junyent Bas, Francisco y Molina Sandoval, Carlos  A., Ley de Concursos y Quiebras,  Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 2009, T. II, p. 337.
[17] Fassi, S. C. y Gebhardt, M., op. cit., p. 359.
[18] C.N.Com., Sala A, 19/09/2002, autos “Internacional Express S.A. c/ Obstein, Luis y otros s/ Ordinario”;  citado por Daniel R. Vítolo,  op. cit,  T.  II,  p. 224.
[19]Alterini, A. A., Ameal,  O. J., López Cabana, R. M., op. cit., p. 194. 
[20] Trigo Represas, F. A. y López  Mesa, M. J., Tratado de Responsabilidad Civil,  T. I,  pp. 660-662.
[21] Trigo Represas, F. A. y López  Mesa, M. J., op. cit.,  T. I,  p. 663.
[22] Llambías, Jorge Joaquín, Tratado de  Derecho Civil, Obligaciones,  Buenos Aires, Ed. LexisNexis, Abeledo-Perrot,  2005, T. IV-A, p. 8. 
[23]  Véase,  Pothier,  R. J.,  Tratado de las Obligaciones,  Buenos Aires, Ed. Heliasta, 2007,  p. 68. Allí el autor señala que “se llama delito al hecho por el cual una persona, por dolo o malignidad causa perjuicio o daño a otra”.
[24] Bustamante Alsina, J., Teoría General de la Responsabilidad Civil,  Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1987, p. 282. 
[25] Alterini, A. A., Ameal,  O. J., López Cabana, R. M., op. cit., p. 194-195. Los autores aclaran en relación al artículo 521 del Código Civil —texto según  ley 17.711—  los alcances del  concepto de inejecución maliciosa.  Sobre el particular, refieren que se trata “de la misma inejecución deliberada, configurativa del dolo en el incumplimiento contractual”. Es que si se exigiera la intención de dañar al igual que en el delito civil,   el incumplimiento intencional, es decir, aquel que es objeto de una decisión meditada y reflexiva, quedará en cuanto a  sus efectos y consecuencias, equiparado al incumplimiento culposo, lo que resultaría una  asimilación irrazonable e injusta.    
[26] Trigo Represas, F. A. y López  Mesa, M. J., op. cit.,  T. I,  p. 669.
[27] Véase artículo 1718 del PCCCN, donde se  justifican diversos hechos que causan daño (ejercicio regular de un derecho, legítima defensa y estado de necesidad).
[28] Bustamante Alsina, J., op. cit. P. 277. Seguimos al autor en este punto, quien utiliza la expresión imputabilidad  (para la autoría moral de un hecho, material)  y atribución (“relación puramente legal que, con sentido objetivo liga a una causa a cierto resultado, para imponer una responsabilidad especial con miras a amparar a la víctima de un daño”).
[29] Alterini, A. A., Ameal,  O. J. y López Cabana, R. M., op. cit.,  p. 159 y ss.  Allí los autores señalan que este incumplimiento “consiste en la infracción de un deber; su carácter objetivo deriva de que resulta de una observación previa y primaria del acto, ajena a toda consideración de la subjetividad del agente” […].  (ilicitud objetiva contractual —incumplimiento del contrato, art. 1197 Cód. Civ.—  e ilicitud objetiva extracontractual —ilicitud del acto, art. 1066 Cód. Civil).  
[30] Mosset  Iturraspe,  J.,  “Responsabilidad Civil en el Proyecto de 2012”, en Revista de Derecho Privado y Comunitario,  Santa Fe,  Ed. Rubinzal-Culzoni, 2013, p. 451.  
[31] Mosset Iturraspe, J., op. cit., p. 452. Sin embargo, no compartimos la opinión del prestigioso maestro, quien sostiene la necesidad de desplazar el concepto de culpa como fundamento del sistema de responsabilidad o de derecho de daños, como el citado autor  prefiere definirlo.  Si bien no puede ponerse en duda la trascendencia de los factores la objetivos a la hora de atribuir responsabilidad y su necesidad para dar soluciones justas y equitativas a un sinnúmero de  situaciones que se presentan a diario; considero que ello no es suficiente para  desplazar “el principio de la culpa”  en la manera que es propuesto, postura que también es seguida por otros exponentes de la materia. De todos modos, la referencia a ello, es solo conceptual y para situar al lector en la perspectiva desde la cual se elabora este ensayo; pues como es obvio, el tratamiento de un tema tan vasto  excede ampliamente el objetivo del presente.
[32] “Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y Comercial de la Nación” (Comisión creada por Decreto del PEN n°  191/2011), en Anteproyecto de Código Civil Unificado con el Código de Comercio, Buenos Aires, Ediciones Códice, 2012, p. 774.
[33] Mosset Iturraspe, J., op. cit., p. 454 y ss.  El autor ha sido crítico de esta solución que, en nuestro parecer se presenta como razonable.
[34] Mosset Iturraspe, J., op. cit., p. 664-665. El autor discrimina entre el dolo indirecto  (o directo de segundo grado   —“el autor asume que alcanzar la meta de su acción importa necesariamente la producción de otro resultado, que inclusive puede serle indiferente o no desear”.  P.e.: se coloca un explosivo en un barco para cobrar el seguro. Si bien no se tienen interés en causar la muerte de ningún tripulante, se sabe que ello es inevitable—)  y el dolo eventual (al que no llama indirecto, como otros autores), que caracteriza en la forma que ha sido expuesta en este trabajo.  
[35] Alterini, A. A., Ameal, O. J., López Cabanas,  R. M., op. cit., p. 195.
[36] Bustamante Alsina, J., op. cit.  p. 285.
[37] Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y Comercial de la Nación (Comisión creada por Decreto del PEN n°  191/2011), op. cit., p. 775.
[38] Junyent Bas, F. y Molina Sandoval, C. A., op. cit.,  T. II, p.332.
[39] Rouillón, Adolfo A. N., Régimen de Concursos y Quiebras, Buenos Aires, Ed. Astrea, 1997, p. 212.
[40] C.N.Com., Sala A, 22/11/2012, autos “Metalúrgica San Marcos S.A. s/ quiebra p/ v.Fortino, Julio E. y otro”:  “No acreditada la conducta “dolosa” por parte de los administradores de la sociedad,  no corresponde admitir la acción de responsabilidad prevista por el art. 173 del a LCQ, ello con fundamento en el hecho de ser la “culpa” insuficiente a dichos efectos” (Fuente: Abeledo-Perrot  on line, AP/Jur/4508/2012).  También,  C.N.Com., Sala A, 30/06/2008, autos “Editorial Revista River S.A. c/ vela, Abel D. y otros”: ”Para que la acción de responsabilidad de terceros (art. 173 Ver Texto, ley 24522) resulte viable se requiere inequívocamente el dolo como elemento subjetivo insoslayable” (Fuente Abeledo Perrot on line Nº: 1/70045234-3).
[41] Nissen, Ricardo Augusto, Ley de Sociedades Comerciales, Buenos Aires, Ed. Astrea, 2010, T. 1,  p. 654.
[42] Nissen, R. A., op. cit., T. 3 p. 265.
 [43] Alterini, A.A., Ameal, O. J. y López Cabana, R. M., Derecho de Obligaciones Civiles y Comerciales,  Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1996, p.  498.
[44] Alterini, A. A., Ameal, O. J. y López Cabana, R. M., op. cit., p. 188.
[45] Diez-Picazo, L. y Gullón, A., Sistema de Derecho Civil, Madrid, Ed. Tecnos, 1992, p. 609.