LA INAPLICABILIDAD DEL FACTOR OBJETIVO EN LAS OBLIGACIONES DE RESULTADO A CARGO DE LOS ADMINISTRADORES SOCIETARIOS


Por: Fernando Javier MARCOS
 (Publicado en Revista de Derecho 
Comercial  y de las Obligaciones,  Ed. AbeledoPerrot
 -Thomson Reuters, nº 301 Feb-Mar. 2020)

Sumario: I. Introducción y presentación de la cuestión a tratar. Aclaraciones previas. II. La evolución y desarrollo de la responsabilidad objetiva. III. Las obligaciones de medios y de resultado. Breves consideraciones conceptuales. IV. Las obligaciones de resultado: sus clases y matices. V. La responsabilidad de los administradores y representantes de sociedades, y el factor de atribución aplicable. VI. Los administradores de sociedades y las obligaciones de resultado. VII. El criterio a seguir: La prevalencia del factor de atribución de responsabilidad subjetivo y el desplazamiento del factor objetivo. VIII. Algunas conclusiones.



I. Introducción y presentación de la cuestión a tratar. Aclaraciones previas

1. La discusión sobre si los administradores y representantes de sociedades tienen a su cargo, en algunos casos, obligaciones de resultados o si solo asumen obligaciones de medio, nada tiene de nuevo en nuestro derecho societario, salvo por un aspecto que reavivó el debate luego de la sanción del Código Civil y Comercial de la Nación.
Hasta que tal cuerpo normativo fue conocido —como anteproyecto, proyecto y luego como ley vigente—, entre los variados temas que fueron dando de qué hablar, surgió uno que, si bien para la mayoritaria doctrina civilista especializada en el derecho de daños no representaba, en principio, nada que mereciera su especial atención, en cambio, no pasó desapercibido para los integrantes del otro gran sector del derecho privado, es decir, el derecho mercantil, particularmente para los especialistas en derecho societario y también concursal, por las implicancias que ello podría tener en estas sensibles áreas.
Ese dato que reactivó la discusión al que me he referido en al comienzo fue causado por el texto del artículo 1723 del CCyCo., norma que expresamente estableció sin excepción alguna, la aplicación del factor de atribución de responsabilidad objetiva para todos aquellos supuestos donde “de las circunstancias de la obligación, o de lo convenido por las partes”, surja que la prestación —o el objeto, según el criterio que se siga sobre qué elementos o componentes lo integran— de la obligación a satisfacer por el deudor es “un resultado determinado”.
Tal postura definida ahora por el Código citado, concretamente impide la aplicación del criterio subjetivo a estas obligaciones llamadas “de resultado”, limitando toda posibilidad defensa para el agente alcanzado, a la prueba de la causa ajena, algo que resulta invariablemente justificado cuando se trata de los casos regidos por los factores de atribución objetivos que, a esta altura, podemos denominar como “tradicionales” —riesgo, vicio, garantía, obligación de seguridad, equidad—, pero que trasladado a secas al tipo o clase de obligaciones a las que hace mención el citado artículo 1723 sin atender a  sus diversas manifestaciones y contextos donde deben ser cumplidas —como pasa con las sociedades—,  puede resultar complejo y dar lugar a consecuencias potencialmente injustas, seguramente no perseguidas y, menos aún, pensadas por el legislador quien, no dudo en afirmar, solo percibió este tópico desde una óptica civilista, no comprensiva del fenómeno societario en su total extensión como se verá en este trabajo, donde intentaré presentar con la mayor claridad que sea posible mi visión del tema.
Desde esta perspectiva, el debate se centra hoy —en lo que a sociedades se refiere— en determinar cuál es el camino que se debe tomar cuando el administrador societario no cumple alguna obligación de resultado que se encuentre a su cargo; el que prevé el artículo 1723 del Código u otro, a tenor de lo que dispone sobre la materia de responsabilidad la ley 19.550.
Ello no sin antes considerar un aspecto no menos trascendente y que es previo al que expresé anteriormente, cual es, si es posible reconocer la existencia —como lo ha manifestado un sector de la doctrina desde mucho antes que el actual Código se conociera— de diversas clases o sub especies de obligaciones de resultado que permita sostener, en todos o en ciertos casos, que el factor de atribución sigue siendo subjetivo, cuanto menos, desde el campo del derecho societario al que se limita este trabajo.
Pues bien, todo esto abordaré seguidamente en esta ponencia, que incluyen también una visión distinta, en algunos aspectos, de otras anteriores en las que he tratado parcialmente estos temas.

2. Antes de continuar, cabe aquí formular tres importantes aclaraciones para luego poder ir de lleno al objeto de estas líneas.
2.1. En algún anterior ensayo sobre la temática aquí planteada[1] expuse mi preocupación por la eventual aplicación del artículo 1723 del Código Unificado a la responsabilidad de los administradores y representantes de sociedades, llegando a entender en aquellas primeras aproximaciones, que la regla contenida en el precepto antes citado podía tener vigencia respecto de aquellos[2], dando ello lugar a la aplicación de las reglas propias de la responsabilidad objetiva cuando estos incumplieran obligaciones cuyo objeto exigiera alcanzar un resultado concreto.
No obstante, el tiempo y lo debates que se han sucedido desde que se conociera el texto del actual Código Civil y Comercial, me han llevado a la necesidad de replantear algunos puntos  y dar una nueva vuelta de tuerca a esta cuestión tan particular, porque en mi opinión,  permitir que se invoque y aplique la norma del citado artículo 1723, no solo podría dar lugar a soluciones desarticuladas con la índole, características y alcances de las obligaciones a cargo de quienes administran una sociedad —con independencia de que se trate de obligaciones de medios o de resultado—, sino que además, importaría una directa transgresión al régimen legal especial que prevé la ley 19.550 para regular la responsabilidad de estos administradores y representantes, cuyas normas especiales, en particular, las que definen el factor de atribución —subjetivo exclusivamente—,  deben ser consideradas  inexorablemente  al evaluar su  obrar (artículos 59 y 274, ley 19.550, artículos 150 inc. a) y 1709 inc. a) del CCyCo.).
Entiendo, aun a riesgo de las críticas y embates que la postura que aquí se asume pueda recibir, que es necesario este replanteo encaminado a dar un cauce adecuado a la responsabilidad de los administradores y representantes de sociedades, ámbito, como adelanté, al que están limitados los argumentos y conclusiones que se volcarán en este ensayo.

2.2. La segunda aclaración tiene que ver con otro importante punto, como es el orden de prelación normativa que se debe aplicar entre las normas del Código Civil y Comercial en materia de responsabilidad y las reglas propias que establecen las leyes especiales en materia societaria.
Sobre el particular, el análisis que aquí realizaré, reivindica la vigencia de la regla hermenéutica que establece la prelación de la “lex specialis sobre la lex generalis” (la ley especial prevalece o se aplica sobre la ley general) y “lex posterior generalis non derogat legi priori speciali” (la nueva ley general no deroga a la antigua anterior ley especial)[3].
Esto determina la vigencia y aplicación en primer término, de las reglas sobre responsabilidad que contiene la ley 19.550 —incluso, la ley 27.349 para las sociedades por acciones simplificadas y la ley 24.522 en materia concursal—, y recién luego las del Código Civil y Comercial, siempre  que se de  un conflicto normativo o de concurrencia de normas sobre un caso concreto, o para atender a la regulación de institutos que la ley especial no trata, como por ejemplo, el deber de reparar, la antijuridicidad, los factores de atribución —en los aspectos no regidos por la ley societaria—, relación de causalidad, el daño resarcible, entre otros aspectos de la materia de daños.

2.3. La última aclaración, necesaria para considerar el objeto de este trabajo y que da origen su título —el cual por sí solo anuncia la conclusión a la que se arribará promediando estas líneas–, es la relacionada con el factor o criterio de atribución de responsabilidad que sostiene la Ley General de Sociedades que fue confirmado por la reforma de la ley 26.994, siendo este un dato a destacar.
Como ya lo he planteado en otras oportunidades, la responsabilidad de los administradores que regula la Ley 19.550 es esencial y estrictamente de base subjetiva[4], conclusión que se deriva indiscutiblemente de texto de los artículos 59 y 274 de la ley 19.550 que rigen como ley especial —según fue señalado—,   esta parcela de la responsabilidad, o sea, la societaria.
En la misma línea se expresa el artículo 160 del CCyCo. cuando tratar la responsabilidad de los administradores de las personas jurídicas privadas, al decir que estos “responden en forma solidaria e ilimitada frente a la persona jurídica, sus miembros y terceros, por los daños que ha casados por su culpa en el ejercicio de o con ocasión de sus funciones, por acción u omisión”.
No es menor el camino que siguió el legislador de la ley 26.994, porque a pesar que esta norma sancionó el Código Unificado que nos rige, también produjo sustanciales modificaciones al régimen legal de las sociedades, por lo que una interpretación de la ley y de sus fines, de modo coherente con el resto del ordenamiento jurídico —tal como manda hacerlo el artículo 2º del CCyCo.—, no deja margen de error a la hora de entender que, tanto para las personas jurídicas privadas en general, pero para las sociedades en concreto, se optó definitivamente por la responsabilidad subjetiva.
Lo afirmo, porque no fueron modificadas las normas especiales sobre responsabilidad de los administradores y representantes, decisión que solo puede ser interpretada razonablemente como una ratificación de la aplicación de la mentada responsabilidad subjetiva para las sociedades, que desplaza las normas generales que fija el Código citado (artículos 150 y 1709, CCyCo.).
 De ello se sigue que, para hacer responsable al agente generador del perjuicio injustificado —administrador y/o representante una sociedad—, será necesario acreditar que aquél es autor de una conducta —por acción u omisión— culpable o dolosa (artículo 1724, CCyCo.) generadora de un daño injustificado (artículo 1717, CCyCo.), que se ha producido como consecuencia de la violación del deber jurídico de no dañar —neminem laedere— o del incumplimiento de una obligación —incumplimiento obligacional, el cual implica la existencia de una obligación preexistente de origen contractual o legal— (artículo 1716, CCyCo.), criterio que no es obstáculo para reconocer, como luego se indicará, la existencia de presunciones de culpabilidad —iuris tantum— que favorezcan al sujeto dañado, por colocar —invertir— la carga de la prueba de la no culpa en cabeza del agente al que se le pretende imputar la causación del daño.
Pero ello no es todo, porque el daño cuya reparación se persigue debe encontrarse en relación de causalidad adecuada con el hecho productor de dicho menoscabo (artículo 1726, CCyCo.),  de manera tal,  que los perjuicios van a ser resarcidos por quien los causo por un hecho propio, o de las personas que se encuentran bajo su autoridad o control (dependientes, hijos menores, tutores, curadores), por las cosas de las que es dueño o guardián, o de las actividades riesgosas o peligrosas que realiza o que lo benefician[5].
Este el esquema legal general que debe tener presente todo el tiempo para tratar las cuestiones que dan origen al presente análisis.

3. Dicho esto, iniciaré estas indagaciones dedicando unos pocos párrafos al contexto propio donde opera la responsabilidad objetiva, porque entiendo que metodológicamente permitirá seguir un camino crítico y ordenado para poder exponer con la mayor claridad posible a la posición que intentaré justificar, al margen, que se coincida o no con esta.
Posteriormente haré lo propio con la obligación de medios y de resultado, para dar el marco necesario para poder exponer los argumentos que sustentan esta postura.


II. La evolución y desarrollo de la responsabilidad objetiva

1. Una característica saliente del marco normativo que actualmente regula en Argentina la responsabilidad civil en general —derecho de daños—, es la evidente y marcada expansión del factor de atribución de responsabilidad objetivo, el cual ha cobrado un protagonismo fundamental, reduciendo el ámbito de utilización de los factores subjetivos —culpa y dolo— a aquellos casos donde por la naturaleza y características de las relaciones jurídicas, situaciones y sus consecuencias, el análisis del factor conductual del sujeto imputado no puede ser soslayado sin que ello de lugar a una conclusión jurídicamente irrazonable e injusta.
Su aplicación a casos que en otros tiempos eran áreas propias de la responsabilidad subjetiva se aprecia claramente y se encuentra justificada por la necesidad que el Derecho tuvo y tiene de contener, tratar y de dar cobertura, a una realidad totalmente distinta a la que existía cuando el derogado Código Civil había sido redactado, que son propias del avance de los tiempos.
Desde hace ya varias décadas las personas son expuestas cada vez más, incluso, involuntariamente, a un sinnúmero de posibilidades de ser víctimas de daños injustificados, principalmente a causa de los potenciales mayores riesgos que el mercado crea y, en gran medida, a los que se derivan de los procesos de industrialización y de comercialización general, como así también, de la tecnología que les sirve de soporte, que muta constante y rápidamente, dejando muchas veces en el camino también al ordenamiento legal, el cual históricamente, nunca produjo cambió a la misma velocidad de los acontecimientos humanos, básicamente por su propia dinámica que involucra inevitables tiempos de reflexión y estudio de los fenómenos que se van sucediendo para luego legislar.  
Ejemplo palpable de esto es la relación de consumo, que sacudió con su marcada transversalidad a todo el derecho privado, particularmente la materia de la responsabilidad civil, así como también lo es, ese otro gran campo que desvela al derecho de este nuevo siglo representado por la temática vinculada al medio ambiente y a su sustentabilidad, ambos especialmente visualizados de manera objetiva y positiva por el derecho argentino con la reforma constitucional del año 1994.
Pues bien, este verdadero proceso expansivo de la responsabilidad objetiva se inició esencialmente en el siglo XIX, cuando los efectos de los nuevos procesos de fabricación que se fueron gestando y dieron origen a la Revolución Industrial nacida en las últimas décadas del siglo XVIII, fueron consolidando un sistema económico donde la industrialización de bienes pasó a ocupar, en gran medida, el lugar que otrora había desempeñado la agricultura y la ganadería —y sus derivados— de manera preponderante, con la apoyatura de la actividad artesanal.
La nueva realidad además dio lugar, entre otras cosas, “al único orden burgués: el ordenamiento jurídico del Estado”. Fue así como “un acusado proceso de “juridificación” acabó entonces con el ius mercatorum y engendró el naciente Derecho mercantil. El saber comercial mutó en código, la disciplina doméstica se hizo economía política y la religión pasó a ser, olvidada su vocación ordenante, simple y llana cuestión de libertad: una opción individual”[6].
Sin embargo, tal estado de cosas que se fue afianzando durante el siglo XIX, presentó nuevos desafíos a los juristas, quienes comenzaron a percibir que un sistema de responsabilidad solo basado en la culpa dejaba muchos blancos que llenar y, fundamentalmente, provocaba un real e injusto estado de desamparo a muchas víctimas de daños que, bajo el régimen jurídico propio de la imputabilidad subjetiva, no podían obtener la reparación de tales perjuicios.
Sucedió que las personas comenzaron a verse enfrentadas a nuevas actividades y cosas, potencialmente dañinas que, por su esencia, no dependían únicamente de la conducta de una persona humana para dañar a otro, dado que intervenían en ello factores intrínsecos, como por ejemplo, el riesgo propio de la cosa o sus vicios.
Con el tiempo también fue integrado este electo con otro factor “el peligro” que podría entrañar la realización de ciertas actividades, criterio que se puede ver hoy integrado al texto del artículo 1757 del CCyCo.
A ello se sumó otra cuestión para nada menor. Este nuevo escenario era —y es— una consecuencia directa e ineludible para el desarrollo de las personas, de la  sociedad y su economía, por lo que además, el uso de nuevos procesos, cosas y actividades que podían causar por su propia índole contingencias dañosas, era —y es— en general lícito, con lo cual, encontrar un camino justo para contener y dar solución desde el ámbito de la responsabilidad civil a las consecuencias que estos causaban, demostró la insuficiencia del criterio o factor subjetivo para enfrentar el problema, pues este siempre requería —y hoy también— de un sujeto inicialmente imputable a quien atribuir la conducta antijurídica —si tuvo discernimiento—, para luego, si obró con intención y libertad ser considerado culpable —culpabilidad— .
Ello, porque la imputabilidad siempre constituyó  un presupuesto de la culpabilidad[7], de lo que se sigue que, no acreditada aquella  efectivamente,  nunca se podrá atribuir a un sujeto un  obrar —por acción u omisión— antijurídico y, menos aún, sus consecuencias —deber de responder— por el daño causado.

2. No obstante, en mi opinión, la culpa continúa siendo la base de sustentación del sistema legal de responsabilidad, (artículo 1721, in fine, CCyCo.), esencialmente porque dada su naturaleza y permeabilidad, permite siempre reclamar el resarcimiento del daño injustificado a quien omite obrar con la diligencia debida y exigible, y porque es la referencia básica e insustituible para analizar los alcances de las funciones preventiva y resarcitorias que el Código Civil y Comercial reconoce.
Precisamente por sus propias características y, más allá de su real crecimiento, la responsabilidad objetiva siempre es excepcional y debe estar prevista por el ordenamiento legal[8] —criterio que no ha variado con la unificación del derecho privado nacional—, lo que no podría ser de otra forma, dado que va a imponer a una persona el deber de reparar el daño injusto sin considerar, ni siquiera mínimamente su conducta, para determinar cómo obró o no en el caso concreto (artículo 1722, CCyCo.).
Para nada cambia esta necesaria y previa admisión expresa por parte de la ley del factor objetivo la existencia de normas generales en esta particular materia. Es que, aunque se refieran a supuestos genéricos —pero, en alguna medida, específicos a la vez— como, por ejemplo, el riesgo o vicio de las cosas, estos nunca pueden asumir el rol conceptual que sí tiene la culpa como sustento normativo suficientemente amplio, y jurídicamente eficiente y seguro del régimen legal de responsabilidad.
De esta manera, la culpa como criterio básico para hacer exigible la obligación de resarcitoria (artículo 1716, CCyCo.), posibilita hacer responsable —culpable— a un sujeto por el daño injustificado que ha causado —por acción u omisión— su negligencia, impericia o imprudencia,  conductas que para ser consideradas antijurídicas deben ser medidas dentro de los parámetros que brinda la propia norma, es decir, la naturaleza de la obligación de que se trate, y las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar, según lo manda el artículo 1724, primera parte, del CCyCo., que reconoce como antecedente normativo el artículo 512 del Código Civil.

3. Ahora bien, esta suerte de ensanchamiento del deber de resarcir que es una nota relevante y propia de los actuales tiempos jurídicos, donde el Derecho dirige definitivamente su mirada hacia la víctima del daño injusto buscando una mejor y más eficaz tutela de estos damnificados,  encontró en la responsabilidad objetiva una aliada indiscutida, porque en su marco contextual, a partir de una presunción de causalidad que se construye jurídicamente por efecto del desplazamiento del análisis y consideración de la conducta del agente dañador, se favorece la satisfacción de ese objetivo de justicia que el ordenamiento legal persigue y posibilita mediante el resarcimiento de los daños.
Al resultar “irrelevante la culpa del agente” (artículo 1722, CCyCo.) por “prescindir de la persona”[9] la imputabilidad subjetiva se hace a un lado, cobrando importancia la atribución de esa responsabilidad sobre la base de diversos presupuestos que la propia ley fija, razón por la cual, acreditados estos por el damnificado, colocan en cabeza de aquel a quien se estima responsable la prueba de la causa ajena, excluyendo toda posibilidad defensiva que lo libere de la obligación de responder con sustento en la prueba de haber obrado con la diligencia debida —falta de culpa—, o sin dolo, según sea el caso.
Este apartamiento de la regla del factor subjetivo que siempre representó la piedra basal  del sistema de responsabilidad porque obligaba y obliga a reparar el daño injusto a quien lo ha causado  con culpa o dolo, se relaciona y encuentra su merecida justificación en aquellas nuevas realidades, como fue señalado, que arribaron, según se describió antes,  de la mano de los avances de la tecnología y de su impacto, directo o indirecto, en los procesos de producción y comercialización, como así también, en el consumo, que cada vez más dejaron a las personas enfrentadas a situaciones, circunstancias, actividades y cosas de las que se valen lícitamente otras personas —humanas o jurídicas— para su beneficio o provecho pero que son potencialmente generadoras de daños y perjuicios, que podrían quedar injustamente sin reparar si solo se tuviera que recurrir a los parámetros propios de la responsabilidad subjetiva.

4. Es por estas razones que surgieron estos factores o criterios de atribución objetivos, tales como, el riesgo creado y el vicio de las cosas —responsabilidad por el riesgo o vicio de las cosas—, complementados ahora por la responsabilidad derivada de actividades riesgosas o peligrosas, de acuerdo al texto expreso del 1757 del CCyCo.
Este precepto, como lo recuerda Ossola, recepta la interpretación extensiva que la doctrina y la jurisprudencia habían hecho del texto del artículo 1113 del Código Civil[10].
Cuando se refiere a los sujetos obligados de cumplir con la obligación de resarcitoria, el artículo 1758 del CCyCo. indica que son responsables concurrentes el dueño y el guardián de las cosas.
Pero si se trata de un actividad riesgosa o peligrosa, va a responder quien la realiza, se sirve u obtiene provecho de ella, por sí o por terceros, excepto lo dispuesto por la legislación especial.
La cuestión es bastante simple: quien genera o crea algo —cosa o actividad— riesgosa —riesgo creado—  o peligrosa, debe asumir la obligación de reparar el daño que estos pueden provocar, con independencia de su accionar porque su conducta es irrelevante.  
Por ello se dice que el eje del problema “se desplaza de la culpabilidad del autor a la causalidad, esto es, a la determinación de cuál hecho fue, materialmente, causa del daño; y de su aplicación resulta que, cuando no se puede determinar quién causó el daño (autor no identificado), el deber de reparar a la víctima pesa igualmente sobre el titular de la cosas o de la actividad”[11].

Además del riesgo, se deben mencionar entre los factores de atribución objetivos más importantes: la equidad, el abuso de derecho, la obligación de seguridad y la garantía.
El primero de los mencionados en el párrafo anterior, o sea, la equidad, tutela a la víctima frente a los daños involuntarios (artículos 1742 y 1750, CCyCo.)[12], siendo su antecedente normativo fue el artículo 907 del Código Civil (texto conf. ley 17.711).
Queda a la vista que ante la imposibilidad de imputar subjetivamente a quien no obró voluntariamente —con discernimiento, intención y libertad (artículo 260, CCyCo.)—, la única posibilidad jurídica de obtener la reparación del daño sufrido solo podría encontrar su cauce a través de la aplicación del factor objetivo.

En cuanto al abuso de derecho, si bien puede ser generador de responsabilidad objetiva, coincido con Ossola[13] en que no es un factor objetivo autónomo, por lo que deberá analizarse en cada caso si tal abuso es consecuencia de una actividad riesgosa o, si por el contrario, el factor de atribución es subjetivo[14].   
Sin embargo, la ilicitud derivada del abuso una vez acreditado el mismo, siempre es de naturaleza objetiva, pues demostrado el ejercicio irregular del derecho la prueba de la diligencia no exime de responsabilidad al agente, sino la acreditación de la causa ajena.

Otro factor objetivo es la obligación de seguridad, cuya área de actuación es la contractual —obligacional— y que integra la actualmente legislada función preventiva de la responsabilidad, porque impone al deudor un mayor deber de obrar con cuidado y prevención del daño.
Ejemplos de esta obligación de seguridad es aquella que se encuentra cargo del empleador en relación a sus dependientes (artículo 75, ley 20.744), la que nace del contrato de transporte (artículo 1289, inc. c, CCyCo.), la obligación derivada del contrato de cajas de seguridad (artículo 1413, CCyCo.), la que nace de las relaciones de consumo, entre otros tantos supuestos.
Comprende para un sector de la doctrina la denominada obligación tácita de seguridad que se encuentra implícita en diversos contratos[15], aunque para algunos autores esta ha dejado de ser tal, para transformarse en una obligación expresa que rige para todas las relaciones jurídicas, encontrando fundamento legal para sustentarlo en el artículo 1710 del CCyCo.[16].

También representa un factor objetivo la garantía, que se puede apreciar en los casos de responsabilidad por el hecho de terceros (dependientes, hijos, incapaces), como así también en las obligaciones de resultado[17] (artículos 774, incs. “b” y “c” y 1723, CCyCo.).

5. Esta simple reseña tiene una sola finalidad práctica, al menos para el avance de esta ponencia, y esta es, presentar brevemente el ámbito  de actuación de los factores o criterios de atribución de responsabilidad objetivos, para poder luego comparar las particulares características y alcances de estos con las obligaciones que se derivan de la gestión de los negocios sociales que la Ley General de Sociedades pone en cabeza de quienes van a integrar el órgano de administración (artículos 59 y 274, ley 19.550).


III. Las obligaciones de medios y de resultado. Breves consideraciones conceptuales

1. A pesar su utilidad y que su importancia es actualmente reconocida —más allá de las distintas posiciones desde las que son abordadas por la doctrina—, las obligaciones de medios, también llamadas “de diligencia” y las obligaciones de resultado, o “de fines”—, no fueron incluidas como tales en la clasificación de las obligaciones que contiene el actual Código Civil y Comercial, aunque su vigencia y trascendencia jurídica se advierte implícitamente en el texto de los artículos 774 y 775 que se ocupan de las obligaciones de hacer, pero principalmente en el capítulo de la responsabilidad civil, donde su cita se hace expresa en el ya referido 1.723 de dicho cuerpo legal, precepto este que define de manera categórica que en los casos que el deudor debe obtener un resultado determinado, el factor es objetivo.
El Código toma esta dirección, determinante para establecer los elementos que componen el factor o criterio de atribución mismo, distribuir la carga de la prueba y  para identificar cuáles son las causas que posibilitan liberar o eximir de responsabilidad al agente, sin hacer una distinción realista de las diversas caras que estas obligaciones —de resultado— pueden asumir según las características y contenido del vínculo obligacional —contractual o legal— que resulte ser su causa fuente inmediata.
Las obligaciones de medios y de resultado, como se sabe, fueron objeto de interesantes debates doctrinarios dirigidos a establecer si existían diferencias ontológicas entre ambas, lo que dio lugar a diversos criterios y desarrollos, que se pueden sintetizar de la siguiente forma:   quienes no advierten tal distinción y solo describen sus matices destacando, que en las de resultado el cumplimiento del objeto de la  obligación depende casi o totalmente de la conducta del deudor[18], y quienes sí perciben sus diferencias, partiendo de una visión del objeto de la obligación que identifica a este con la prestación y el interés del acreedor[19], orientación esta última que pareciera haber seguido el artículo 724 del CCyCo.  
La diferencia indudable entre ambos tipos de obligaciones radica en la prestación u objeto —según el criterio que se adopte de acuerdo a lo señalado antes— que se encuentra a cargo del deudor.
Vale resaltar que también su utilidad se aprecia a la hora de establecer si la obligación fue o no efectivamente cumplida, si hubo o no pago (artículo 865, CCyCo.), el cual se va a configurar cuando el plan prestacional efectivamente se lleve a cabo ejecutándose el mismo de acuerdo a lo acordado con el acreedor o de acuerdo a lo que disponga la ley —o el estatuto y su reglamentación en materia societaria—, y cuyo contenido va a variar según se trate de una obligación de medios o de resultado.

2. Otro punto a tener presente es que nos encontramos en terrenos propios del cumplimiento —o incumplimiento— obligacional (artículo 1716, CCyCo.), por lo que indefectiblemente se debe contar con una obligación preexistente que puede ser de origen o convencional —contrato— o legal —obligaciones ex lege—, y en el campo de las sociedades, como se indicó en el párrafo precedente, también puede ser su fuente el estatuto y su reglamento, de existir este último.
El papel de la ley como fuente no es menor, especialmente en materia societaria, porque parte importante de esas obligaciones reconocen esta última como causa, que se activa cuando el sujeto obligado asume la calidad que la propia norma tiene en cuenta como presupuesto para su exigibilidad, como por ejemplo, la de aceptar el cargo para integrar el órgano de administración de una sociedad u otra persona jurídica, ser contribuyente porque se verificó el hecho imponible, ser  padre o madre, entre tantas otras.
En resumidas cuentas, el hecho de tratarse de obligaciones de origen legal nada cambia.
Al respecto Messineo señaló que, cuando se habla de obligaciones legales o ex lege, “se quiere hacer referencia a los casos en que la obligación, considerada en sí, nace exclusivamente por voluntad de la ley, que es por lo tanto, fuente directa”[20].
No representa tampoco un obstáculo sostener que las nacidas de un precepto de este tipo no son obligaciones sino deberes, porque “la obligación es una subespecie del concepto de deber jurídico; y antes, se ha entendido a la obligación, no como relación en su totalidad, sino como lado positivo del derecho de crédito (débito)”[21].
Ello es así, atento a que la obligación en un sentido amplio, es un ”deber de dar, hacer o no hacer que viene impuesto por una ley, un contrato o una resolución administrativa, arbitral o judicial”[22].
A su vez,  la diferenciación entre ambas clases de obligaciones es por demás relevante en materia probatoria, según fue destacado antes, especialmente si se parte de cómo han quedado hoy reguladas en el Código, porque mientras que en las de medios el acreedor debe probar que el incumplimiento fue consecuencia de la culpa del deudor, “en las obligaciones de “resultado” o de “fines” o “determinadas”, al acreedor le basta con establecer que no se obtuvo el resultado debido y nada más; correspondiendo en todo caso al deudor, para poder liberarse, la acreditación de que cumplió o bien de que medió una causal de exoneración de responsabilidad: un caso fortuito o que el incumplimiento provino de una causa ajena a él”[23]. O sea, que “para liberarse tendrá que probar la concurrencia de una causal de inimputabilidad”[24].

3. Bajo estas premisas, es posible hallar numerosas obligaciones entre las que asumen los administradores y los representantes de una sociedad desde el momento en que aceptan el cargo que califican como de resultado.
Tal es el caso de la obligación de llevar registros contables (artículos 320 del CCyCo.), la de confeccionar la memoria para su tratamiento en la asamblea (artículo 66, ley 19.550), la de constituir la reserva legal en el caso de las sociedades de responsabilidad limitada y accionarias (artículo 70, ley 19.550), la de llevar libro de actas de asamblea o de reuniones de socios, de directorio (artículo 73, ley 19.550), entre tantas otras.
Ya volveré sobre este aspecto, definitivamente trascendente para el tratamiento de la cuestión que pretendo desarrollar.

4. En ese entendimiento, el artículo 774, inciso a) del CCyCo., aunque no la denomine expresamente, se refiere a la obligación de medios, es decir, aquellas en las que la prestación, o sea, el contenido de la relación jurídica, que no es otra cosa que la conducta del sujeto dirigida a satisfacer el interés del acreedor[25] consiste en “realizar una actividad, con diligencia apropiada, independientemente de su éxito”, alcanzando además,  a “las cláusulas que comprometen a los buenos oficios, o a aplicar los mejores esfuerzos”.
Como se advierte, la conducta diligente que se espera del obligado también tiene como fin lograr un resultado, dado que sería absurdo pensar que alguien puede esperar que su deudor despliegue una conducta diligente sin que la misma esté dirigida a un fin determinado esperado por el acreedor.
Lo que sucede es que ese fin o interés del acreedor no es asegurado por el deudor en las obligaciones de medios, porque la naturaleza de estas prestaciones hace que influyan otras circunstancias cuyo desarrollo no dependen del accionar del último.
Un típico ejemplo de estas es la que asume el abogado cuando acepta la defensa en juicio de una persona, donde alcanzar el resultado esperado por el defendido no depende solo de la pericia y eficiencia profesional del letrado, sino de otros acontecimientos y hechos, como la propia decisión del juez.  
Así, el agente cumple la obligación de fuente convencional o legal —obligacional—, si obra o actúa diligentemente, de acuerdo a la naturaleza de dicha relación jurídica, y a las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar.
Esto significa que corresponde al acreedor demostrar la existencia de la relación obligacional y la culpa del deudor (artículo 1734, CCyCo.) para imputarle responsabilidad, mientras que el deudor quedará exculpado y, por lo tanto, liberado de la obligación de resarcir los daños, si demuestra que obró diligentemente o alguna de las causas de justificación enumeradas por el Código en su artículo 1718.  De ello se sigue que, en este tipo de obligaciones el cumplimiento se va a dar si el sujeto obligado no incurre en culpa.

3. Por su parte, en las obligaciones de resultado, el deudor debe cumplir con el objetivo final comprometido, por ejemplo, la entrega de la cosa cierta comprometida, la vivienda construida, la obligación del transportista de llevar la carga a su destino en tiempo y sin dañarla, la obligación de seguridad que deben brindar los bancos que alquilan una caja de seguridad, entre muchas otras.
En esta clase de obligaciones, “el deudor se compromete al cumplimiento de un determinado objetivo, consecuencia o resultado (opus)”[26], que no depende como en las de medios, de la posibilidad o no de lograr el éxito esperado, por lo que “está obligado a asegurar un efecto determinado”[27].
Dadas estas particulares características, al acreedor le basta con probar la existencia de la obligación y su incumplimiento, mientras que al deudor le incumbe la prueba que lo exima de responsabilidad que, a la luz de los que actualmente prevé el artículo 1723 del CCyCo. donde el legislador optó por el factor de atribución objetivo para estos casos, solo podrá consistir en la causa ajena —caso fortuito, imposibilidad objetiva y absoluta, hecho de la víctima, hecho de un tercero por quien no se debe responder—, aunque como expondré cuando se analice la responsabilidad de los administradores societarios en particular, en mi opinión, la solución y los caminos a seguir son otros, por lo menos el supuesto que motiva este ensayo.
Específicamente se ocupan genéricamente de estas obligaciones los incisos b) y c) del artículo 774 del CCyCo., donde se tratan tres casos específicos.
El primero de ellos, cuando la prestación del servicio consiste “en procurar al acreedor cierto resultado concreto, con independencia de su eficacia”, o sea, que el deudor no asegura el éxito del resultado obtenido, y aquellas en las que el deudor garantiza al acreedor “el resultado eficaz prometido”, quedando incluida en este supuesto la cláusula llave en mano o producto en mano está comprendida en este inciso, importando esto que “el opus obtenido debe ser exitoso[28].
Culmina la norma que se viene comentando, ocupándose del supuesto donde “el resultado de la actividad del deudor consiste en una cosa”, disponiendo que para su entrega se van a aplicar aplican las reglas de las obligaciones de dar cosas ciertas para constituir derechos reales.

5.  Finalmente, el artículo 775 va a referirse no a servicios sino “hechos”, indicando concretamente que “[e]l obligado a realizar un hecho debe cumplirlo en tiempo y modo acordes con la intención de las partes o con la índole de la obligación. Si lo hace de otra manera, la prestación se tiene por incumplida, y el acreedor puede exigir la destrucción de lo mal hecho, siempre que tal exigencia no sea abusiva”.
Esto implica que el deudor deberá cumplir con los requisitos propios del objeto del pago —cumplimiento de la obligación— previstos por el propio Código en el artículo 867 que son la identidad, integridad, puntualidad y localización, principios estos que son exigibles no solo aquí sino para evaluar el pago de cualquier clase de obligación.


IV. Las obligaciones de resultado: sus clases y matices

1. En general, la doctrina suele simplificar el tema al tratar las obligaciones de resultado, limitándose a decir que en estos casos el objeto de la obligación se cumple si el deudor alcanzó el resultado concreto comprometido, señalando que el plan prestacional a su cargo se caracteriza porque aquél “garantiza” la satisfacción del mismo, por lo que la prueba de la diligencia carece de sentido a causa de ese afianzamiento del opus.
Recuérdese que quienes afirman esto a rajatabla, entienden que ese objeto está integrado por la conducta del obligado  y el interés del acreedor, y no admiten la existencia de distintas obligaciones de resultado[29].
Y si bien esta visión “binaria”[30] puede ser aplicable a muchos supuestos donde “el deudor debe obtener un resultado concreto” (artículo 1723, CCyCo.), no es lo suficientemente amplia como para atender todas la situaciones o casos que se pueden presentar en al campo obligacional, sumamente complejo, variado y amplio.
Esto puede ser aceptable en los casos que habitualmente se citan como ejemplos, como el contrato de transporte, la obligación de dar cosas, la de construir una inmueble —locación de obra—, el deber de seguridad cuando se asiste a un espectáculo, la obligación del escribano de confeccionar una escritura pública en lo que respecta al cumplimiento de las formalidades legales, la prestación de servicios públicos de energía eléctrica, gas, agua potable, la obligación preventiva de seguridad, particularmente en las relaciones de consumo, entre tantos otros;  donde ciertamente no resultaría admisible para liberarse de responsabilidad demostrar la debida diligencia, pues las características propias de estas obligaciones —de carácter convencional o legal— imponen la necesidad de alcanzar el resultado y aplicar un factor objetivo, en principio, que solo admita la causa ajena como eximente.

2.  En rigor de verdad, hasta que entró en vigencia el Código Civil y Comercial y, con él, su artículo 1723,  y al margen de las postulaciones doctrinarias sobre el tema, en toda la temática vinculada a las obligaciones de resultados, al igual que las de medios, el factor de atribución de responsabilidad genérico —salvo excepciones, como por ejemplo, la del artículo 184 del Código de Comercio para el transporte de personas— era subjetivo, modificándose solo la carga de la prueba a la hora de imputar la responsabilidad o de eximirse de esta, en función del tipo o clase de obligación de resultado, aplicándose para las de medios el mismo criterio que el actualmente vigente y que ha fue descripto en este capítulo.
Esto era así, porque como ya se mencionó, la responsabilidad objetiva se aplicó y aplica por excepción, es decir, siempre que la ley en forma expresa admita su utilización, pues de lo contrario, “[e]n ausencia de normativa, el factor de atribución es la culpa” (artículo 1721, CCyCo.).
Pero claramente todo se modificó con la nueva perspectiva que introdujo el citado artículo 1723 al establecer el factor objetivo para todas las obligaciones de resultado, sin efectuar ninguna distinción entre estas, impidiendo el análisis de la conducta del sujeto y solo permitiendo la invocación de la causa ajena para liberarse de la responsabilidad (artículo 1722, CCyCo.).
Como se puede ver, esta última norma siguió un criterio más amplio en lo que hace a la eximición de responsabilidad que el propuesto por Bueres[31], autor que solo admite que el deudor se libere de responsabilidad por incumplir una obligación de resultado, cuando ha mediado un acontecimiento extraordinario, ajeno a la voluntad del obligado e imprevisible (casus), algo que solo complicaría aún más el panorama en el campo de la responsabilidad societaria, como trataré de demostrarlo en el capítulo que sigue.
En lo que hace al tema que motiva este ensayo, la dirección que tomó el Código actual en esta materia es significativa.
Pero frente a aquellos que sostiene la aplicación del precepto contenido en el artículo 1723 en el ámbito propio de las sociedades —y de las demás personas jurídicas privadas— para encarar y decidir sobre la responsabilidad de los administradores y representantes de estos sujetos de derecho, considero que esa no es la solución sino apegarse a lo que establece la Ley General de Sociedades que admite como factor de atribución solo al subjetivo.

3. Ahora bien, sin perjuicio de volver sobre este último punto en el capítulo siguiente y contrariamente a quienes no admiten la existencia de distintos tipos de obligaciones de resultado, entiendo que esta diferenciación no solo es correcta, sino también necesaria para no caer en soluciones reduccionistas que se desentienda de la compleja realidad de los negocios que se da en el mercado, lugar natural en el que operan e interactúan las sociedades que, al igual que los integrantes de su órgano de administración, son quienes tienen la atención de estos párrafos.
Sucede que, si bien la clasificación de las obligaciones de medios y de resultado es importante y sumamente útil como ha sido expresado a lo largo de este artículo, “no creemos que constituya una summa divissio, ni que sea una varita de virtudes con poderes mágicos para resolver el universo de situaciones. En la vida negocial éstas son variables y multiformes, y presentan una gama de matices que no consienten el enrolamiento rígido en una o en otra categoría. Máxime que en los contratos típicos clásicos, y en especial en los contratos atípicos —que son característicos del complejo y cambiante mundo económico actual […]—, las obligaciones de las partes no se dan con una característica única, sino que integran un plexo que impone medios, o resultados, o ambos a la vez”[32].
Este esclarecedor párrafo que ha transcripto, se ajusta de manera absoluta a la realidad societaria y al complejo plan prestacional de obligaciones a cargo de los administradores y representantes de estos entes.
Antes de avanzar con este específico pero fundamental aspecto del tema cuyo análisis me he propuesto, entiendo necesario resaltar que no se trata aquí de desconocer el actual estado de la cuestión que se viene analizando y la dirección que ha tomado un sector importante de la doctrina —particularmente de la rama civil—, orientados en gran medida a partir de los enjundiosos estudios sobre estas obligaciones —de medios y de resultado— y la responsabilidad contractual objetiva elaborados desde hace mucho tiempo por el profesor Bueres; sino de repensar estos temas desde otra plataforma fáctica como es la que presentan las sociedades y la situación de aquellos que integran sus órganos de administración.
Es que los deberes contractuales, estatutarios y legales de estos administradores no se presentan como “juegos de suma cero” y requieren de una mirada distinta, que a su vez proponga otras soluciones jurídicamente apropiadas y justas, que tengan en cuenta el variado y complejo entramado de relaciones y situaciones que se dan en el contexto de las sociedades y su gestión.
Lo expresado sobre el particular no es una mera opinión en abstracto, sino que, muy por el contrario, es fruto de reflexionar sobre la realidad y dinamismo de los vínculos jurídicos que se dan el marco de la vida societaria, que razonablemente pueden dar origen a obligaciones de medios, o de resultado y otros, por su complejidad —tal es el caso de los administradores—, a relaciones jurídicas obligacionales de ambas clases[33] donde es dificultosa su calificación desde la perspectiva simplificadora —de resultado a secas— que trae el Código Civil y Comercial.

4. Por estas razones, considero que para las situaciones y relaciones jurídicas más complejas como son las que se dan en el ámbito de las sociedades, mantiene plena vigencia la diferenciación que la doctrina había hecho desde hace tiempo en obligaciones de resultado ordinarias y atenuadas, a la que algunos autores han sumado las agravadas, estas últimas caracterizadas porque “el sistema es aún más exigente ya que el caso fortuito interno a la actividad no exime (doct. Art. 774, CCyCN)[34]”.
La diferencia no solo radica en el factor de atribución, sino también en la prueba admisible para liberarse —cuando corresponda— de responsabilidad y la carga de su producción.
Específicamente, en las obligaciones de resultado ordinarias y, con mayor razón en las de resultado agravadas, la interrupción del nexo de causalidad adecuada, desde la perspectiva que brinda el artículo 1723 que les asigna expresamente el factor es objetivo, solo es posible mediante la acreditación de la causa ajena para eximirse de responsabilidad, encontrándose en cabeza del deudor la carga de su prueba (artículo 1734, CCyCo.).
 En cambio, en las obligaciones de resultado atenuadas[35], categoría dentro de las que caben las obligaciones de este clase que asumen los administradores y representantes de sociedades dentro del plan prestacional a su cargo, regido cardinalmente por los artículo 59 y 274 de la ley 19.550, funcionan de otra forma.
Estas últimas se diferencian de las  mencionadas antes —ordinarias y agravadas—, porque frente al inicial incumplimiento de la obligación —en las que también existe un objetivo, fin u opus comprometido—  y para tutelar los intereses del acreedor, dan nacimiento a una presunción de culpabilidadiuris tantum—, que permite al agente  liberar su responsabilidad si acredita su falta de culpa, o sea, que obró con la debida diligencia[36] impuesta por la naturaleza de la obligación y las circunstancias de personas, el tiempo y el lugar (culpa en concreto), que es lo mismo que decir, el contexto real y especial que hace a la administración de los negocios societarios.
Como se puede advertir, el acreedor no debe hacer mayores esfuerzos frente al incumplimiento de una obligación de resultado atenuada que aquellos que debe hacer en los otros supuestos —ordinarias y agravadas—, pues le basta con probar la existencia de la obligación y el incumplimiento, para que el deudor deba articular la prueba de la no culpa —obrar diligente— o de la causa ajena, según corresponda, si se quiere liberar.

5. De todas formas, no se puede perder de vista que la cuestión de las cargas probatorias ha dejado de ser también un aspecto formal y estricto. El propio Código Civil y Comercial contiene normas de índole procesal sobre tal punto.
Lo hace en su artículo 1734, al señalar que la prueba de los factores de atribución y de las eximentes deben ser acreditados, salvo excepción, por aquel que los alega, criterio que repite en el artículo 1736 para la prueba de la relación de causalidad, dejando a salvo que le ley la impute o presuma, agregando que la prueba de la causa ajena, o de la imposibilidad de cumplimiento está a cargo también de aquel que alega su existencia.
Pero en el artículo 1735 va más allá, porque faculta al juez a distribuir esa carga probatoria de la culpa o de haber actuado con la debida diligencia, de acuerdo a quien se encuentre en mejores condiciones de probarlo, importando esta norma la recepción de la teoría de las cargas dinámicas probatorias.
Se agrega en dicho precepto, que el magistrado podrá comunicar a las partes durante el proceso que aplicará este criterio para que puedan ofrecer y producir la prueba que consideren pertinente para la defensa de sus derechos.
Allende las críticas que puede merecer la inclusión de normas de naturaleza procesal en un código de fondo, como la facultad de dar aviso a las partes que mencionamos anteriormente, en términos jurídicamente prácticos posibilita una “adecuada tramitación de los procesos de daños, porque sale de las estructuras clásicas y se pone en consonancias con las exigencias constitucionales para proteger adecuadamente a las víctimas dejando de lado los rígidos criterios procesales sin descuidar, por cierto, el derecho de defensa y debido proceso que también tienen rango liminar”[37].
Reitero, para la tesis que se sostiene en esta exposición, es importante destacar que en lo relacionado a la carga probatoria la situación o posición del potencial damnificado no se ve alterada, pues éste, de la misma manera que debería hacerlo si el factor de atribución fuera objetivo —de resultado ordinarias y agravadas—, deberá acreditar la existencia de la obligación,  el incumplimiento material del resultado que no se obtuvo, la conducta antijurídica —el daño injustificado—, sus alcances y cuantificación, como así también, probar la relación de causalidad adecuada entre tal perjuicio y la conducta incumplida por el administrador o representante societario —obligación de resultado atenuada insatisfecha—, correspondiendo a estos últimos neutralizar  la presunción iuris tantum de culpabilidad que pesa sobre ellos por no haber realizado o cumplido con el resultado esperado, demostrando que obraron con la debida diligencia que les es exigida de acuerdo a lo que prevén los artículos 59 y 274 de la ley 19.550 y artículos 9º, 10º y 12º del CCyCo., sin perjuicio que puedan también invocar la causa ajena cuando esta hubiera sido la generadora del incumplimiento.  


V. La responsabilidad de los administradores y representantes de sociedades, y el factor de atribución aplicable

Ampliando los conceptos ya vertidos sobre responsabilidad de los administradores y representantes sociales —véase capítulo I, 2-2.2. —, es necesario recordar que la ley 26.994 mantuvo vigentes las pautas y estándares previstos por el artículo 59 y 274, ambos de la ley 19.550, preceptos de los que se desprende que el factor de atribución que se debe aplicar para evaluar la actuación de los sujetos antes mencionados, es esencial y exclusivamente subjetivo.
El referido artículo 59 de la Ley General de Sociedades,  “establece una pauta general a la cual debe adecuarse la conducta de los administradores sociales, sea cual fuere el tipo social”[38]. El paradigma que expresa esta norma, impone a los administradores o representantes de las sociedades, el deber y obligación —esta de fuente legal— de obrar con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios[39], responsabilizándolos en forma ilimitada y solidaria por los daños y perjuicios que se deriven del incumplimiento a lo allí estatuido, pero “no responden personalmente frente a terceros por los actos realizados en forma regular en nombre de la sociedad”[40] a la que, por otra parte, sí obligan (artículo 58 ley 19.550).
En rigor de verdad, la aceptación del cargo de administrador y representante,  activa para estos la obligación de desempeñar el cargo “persiguiendo los intereses de la sociedad, con debida diligencia y lealtad”[41]

Sin embargo, “no responden personalmente frente a terceros por los actos realizados en forma regular en nombre de la sociedad” [68] a la que, por otra parte, sí obligan (artículo 58 ley 19.550).
Halperín señaló en su momento sobre el artículo 59 de la ley 19.550 que, “con este criterio de apreciación la ley ha fijado un cartabón o estándar jurídico para apreciar la debida diligencia” de los administradores, para poder valorar adecuadamente su conducta y la previsibilidad de sus consecuencias.  
Pero se encargó también de aclarar que “este cartabón establece un criterio objetivo de comparación pero no una responsabilidad objetiva”[42].
A su vez, Otaegui destacó que, “el administrador societario, al desempeñar las funciones no regladas de gestión operativa empresaria, deberá obrar con la diligencia de un buen hombre de negocios (LS art. 59), tomado como modelo, diligencia que deberá apreciarse según las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar (Cód. Civ., art. 902). La omisión de tal diligencia […] hará responsable al administrador societario por los daños y perjuicios causados, lo que constituye la responsabilidad por la culpa leve in abstracto”, además de responder por culpa grave y dolo[43].
Este parámetro abstracto —en principio— del “buen hombre de negocios”, a la hora de apreciar la responsabilidad del administrador, se impone como un criterio objetivo de valoración, cuyo significado no es otro que reconocer que tales sujetos “se desenvuelven dentro de un mercado de riesgo constante”[44], circunstancia esta que no se puede se obviar a la hora de analizar la conducta de aquel.
De todo esto se puede colegir que, las norma societaria en este punto, no se apartan de lo que prevé el Código Civil y Comercial, que obliga a confrontar la diligencia debida por parte de ese administrador o representante societario, con la naturaleza de la obligación y las circunstancias de las personas, el tiempo y el lugar (artículo 1724 del Código Civil y Comercial), como así también, con el deber jurídico genérico de obrar con prudencia, pleno conocimiento de las cosas y la diligencia agravada por su condición de tales (artículo 1725 del Código Civil y Comercial).
Es decir, que para poder apreciar en su justo término la conducta obrada por el agente que se considera responsable (administrador o representante) a través del criterio objetivo que como paradigma fija el artículo 59 de la ley 19.550, es absolutamente indispensable determinar cuál era la conducta debida. 
Esto inexorablemente lleva a tener que considerar la naturaleza de la obligación y las circunstancias de las personas, el tiempo y el lugar, tal como lo prescribía el artículo 512 del Código de Vélez y hoy lo replica el artículo 1724 del Código Civil y Comercial.
Al respecto, la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires y antes de la entrada en vigencia del nuevo Código, ya había señalado que, “la responsabilidad de los directores de una sociedad anónima se encuentra regulada en los arts. 59 y 274 de la Ley de Sociedades Comerciales, 19.550, es decir que no hay responsabilidad de los directores si no puede atribuírsele un incumplimiento de origen contractual o un acto ilícito con dolo o culpa en el desempeño de su actividad. El factor de atribución es subjetivo”[45].
En resumen, como este parámetro sustancial de la responsabilidad subjetiva no ha variado —en lo que respecta a la responsabilidad de administradores y representantes de sociedades—, porque es evidente que se ajusta al marco contextual en el que estos sujetos se desempeñan y ejecutan el cúmulo de complejas e interrelacionadas obligaciones que integran el plan prestacional que tienen a su cargo, desplaza la aplicación del factor objetivo en esta materia, exclusión que comprende también al supuesto que prevé el artículo 1723 del CCyCo.
Todo lo expresado en los párrafos precedentes, muestra que las normas de la Ley General de Sociedades, particularmente los artículos 59 y 274 (que no fueron modificados por la ley 26.944), se complementan, en todo lo que no se encuentre previsto por la ley especial por las reglas del Código Civil y Comercial (artículos 150 y 1709, CCyCo.).
Para terminar con este punto,  dado que el referido artículo 59 menciona a administradores y representantes,  vale recordar que en  las sociedades anónimas —y también ahora en las sociedades por acciones simplificadas (SAS)— se  diferencia la “administración” de la “representación” (artículos 255 y 268 de la ley 19.550)[46], quedando la primera reservada exclusivamente al directorio, mientras que la representación , y la segunda al presidente de dicho órgano, de manera exclusiva, aunque permitiendo su reemplazo, en caso de ausencia o impedimento”[47].


VI. Los administradores de sociedades y las obligaciones de resultado

1. En cuanto al plexo de obligaciones a cargo de los administradores estos, al igual que sucede con otros sujetos —médicos, abogados, etc.—, tienen a su cargo tanto obligaciones de medios como de resultado. Sostener lo contrario, en mi opinión, carece de sentido y se opone a lo que exhibe esa misma realidad contextual a la que vengo haciendo referencia.
Por otra parte, esa misma complejidad y variabilidad de tareas y gestiones que debe llevar adelante, especialmente quien administra un patrimonio, necesariamente impone y comprende deberes de pura diligencia y deberes dirigidos a alcanzar objetivos y resultados concretos en interés del acreedor, que si bien pueden ser inicialmente “asegurados” o “garantizados”, no están exentos de ciertos avatares y circunstancias que escapan al accionar del obligado que justifican la defensa de la posibilidad de demostrar la diligencia o la no culpa por parte del administrador imputado.
 Ahora, si bien es correcto —parcialmente— sostener que la principal obligación que se activa cuando se acepta el cargo de administrador —y/o del representante, en su caso—, es decir, la de gestionar los negocios y demás asuntos de la sociedad, genéricamente califica como de medios, también lo es, que dentro de ese cúmulo de deberes que componen el plan prestacional que deben cumplir estos sujetos, existen otras obligaciones donde la prestación a cumplir exige alcanzar ciertos resultados o fines determinados, dado que su cumplimiento es, prima facie, posible y pudo ser previsto (artículo 1710, CCyCo.).  
Bajo estas premisas es posible hallar numerosas obligaciones que califican como de resultado, entre tantas que asumen los administradores y los representantes de una sociedad desde el momento en que aceptan el cargo.
Tal es el caso de la obligación de cumplir con las inscripciones registrales que correspondan (artículo 10, ley 19550), inscribir la designación o cesación de los administradores (artículo 60, ley 19.550), llevar contabilidad en legal forma (artículo 61 y ss., ley 19.550 y artículo 320, CCyCo.), la de confeccionar la memoria para su tratamiento en la asamblea (artículo 66, ley 19.550), la de constituir la reserva legal en el caso de las sociedades de responsabilidad limitada y accionarias (artículo 70, ley 19.550), la de llevar libro de actas de asamblea o de reuniones de socios, de directorio (artículo 73, ley 19.550), convocar a reuniones o asamblea de socios, según corresponda (artículos 234 y ss., ley 19.550), entre otras.
Las mencionadas anteriormente como ejemplo, encuentran su causa fuente en la ley —ex lege— y también en el estatuto —y su reglamentación de existir—, y por sus cualidades, exigen el despliegue de una conducta dirigida a obtener un resultado concreto.
Es necesario tener presente que la calificación como de medios o de resultado, en rigor de verdad, se define por el contenido de la prestación que integra el objeto de la obligación, el cual, por su naturaleza, permite que se pueda exigir al obligado la efectiva concreción de ese objetivo, fin u obra, algo que no se podría predicar de la gestión de los negocios y la obtención de resultados favorables que se encuentran alcanzados por riesgo propio de la actividad empresarial.

2. Dicho esto y, tal como se puede apreciar, todas las derivaciones que la actual regulación del Código trae sobre las obligaciones de resultado se han transformado en un verdadero centro de interés y de preocupación, a la vez, para el derecho societario, fundamentalmente a causa de esa visión simplificadora de aquellas que vino de la mano de la unificación nuestro derecho privado, al extremo de haberlas enmarcado bajo la órbita del factor objetivo, omitiendo totalmente el rol que la culpa efectivamente tienen en estas obligaciones, aunque con una apreciación más severa y limitada de sus contornos y alcances, precisamente para tutelar los intereses del acreedor de esta particular relación obligacional.
Ante tal escenario, la pregunta que finalmente se debe responder para dar cauce a la cuestión que aquí nos convoca es, si el artículo 1723 del CCyCo. puede ser invocado frente a los administradores y representantes de una sociedad o, si, por el contrario, el criterio subjetivo de la responsabilidad establecida por la ley 19.550 debe prevalecer y, en su caso, de qué forma y con qué alcances.
Por supuesto que esta definición tiene también impacto a la hora de evaluar cómo puede liberarse de responsabilidad el administrador en caso que ello corresponda, porque según fue presentado en el capítulo III, a la luz del artículo 1723 que viene comentando, solo tiene virtualidad jurídica para eximirlo la prueba del hecho ajeno o causa ajena, o sea, que no fue el autor del incumplimiento, en atención a que en el marco que brinda el Código, la presunción de culpa (o culpa objetiva) que posibilitaba al sujeto imputado demostrar que no había obrado con culpa, no es receptada[48].
El tema no es de fácil dilucidación, al extremo que en algún momento inicialmente sostuve en otros trabajos relacionados con la reforma de nuestro derecho privado —como lo adelanté en el capítulo I, 2, 2.1—, que el factor a aplicar frente al incumplimiento de una obligación de resultado era el objetivo, no sin dejar expresados mis reparos al respecto, fundados en las particulares características del ámbito o contexto en el que se desarrollan la gestión de los negocios y asuntos de una sociedad por parte de sus administradores y representantes de estos entes, donde indudablemente el riesgo empresario es un dato relevante que no se puede ignorar.  

3. Con todo, el tiempo que ha transcurrido y los diversos debates que se han suscitado en torno a este tema y a la responsabilidad de los administradores en general, me permite hoy proponer una salida o solución distinta y ajustada, a lo que entiendo es la realidad propia de los vínculos societarios y del mercado donde estas operan, dado que, al margen de la pretendida neutralidad que trató de brindar el nuevo título que lleva la ley 19.550 luego de ser reformada por la ley 26.994, en esencia, en su abrumadora mayoría, las sociedades persiguen un fin netamente mercantil, bastando para ello la relectura de su artículo 1º de la ley ut supra citada, donde se reitera que el aporte de capital es para aplicarlo a la producción o intercambio de bienes o servicios, participando de los beneficios y soportando las pérdidas.
 De acuerdo a lo que también se anunció en el capítulo precedente, entiendo que existen razones fundadas para sostener la inaplicabilidad del precepto contenido en el artículo 1723 del Código, principalmente por resultar este incompatible con la responsabilidad societaria en sí misma, pero sobre todo, porque el régimen de la Ley General de Sociedades a la que remite también el artículo 33 de la ley 27.349 (SAS), no admite otra posibilidad para estos casos —responsabilidad por la gestión como administradores y u o representantes de una sociedad— que acudir al factor de atribución de responsabilidad subjetivo, conclusión que, lejos está de ser fruto de una visión limitada o unidireccional de esta responsabilidad especial que regula le ley 19.550.


VII. El criterio a seguir: La prevalencia del factor de atribución de responsabilidad subjetivo y el desplazamiento del factor objetivo

 1. Después de todo lo que se ha expresado se puede extraer como una primera conclusión que, imponer sin más a los administradores y representantes de sociedades el régimen legal que prevé el Código en su artículo 1723, sus consecuencias y las cargas jurídicas que su texto determina, significaría desentenderse del contexto y de las características propias de actividad que estos sujetos llevan a cabo como encargados de representar, administrar y gestionar la sociedad, sus negocios, asuntos y el patrimonio del ente —patrimonio ajeno respecto de aquellos—, el cual es además es gobernado por los socios, calidad que los administradores y representantes pueden o no ostentar,  para agravar de manera innecesaria, artificial e injusta su responsabilidad.
Nótese, que aun cuando se quiera sostener  —casi dogmáticamente, me atrevo a decir— la vigencia de la responsabilidad y factor objetivos para las obligaciones de resultado en general sin prestar atención y tener presente la influencia que la culpa y, con ello, de la no culpa o de la demostración por el obligado de su accionar diligente para imputarle o no las consecuencias del incumplimiento (artículo 1722, CCyCo.);  su extensión a la responsabilidad de los administradores y representantes de sociedades no corresponde, ni es la solución adecuada a la naturaleza del plan prestacional asumidos por estos.
Empero, esta posición que asumo en base a los argumentos que vengo presentando y que completaré en los párrafos que siguen no es para nada pacífica y se topa con la de quienes, con válidos y atendibles argumentos, entienden que el artículo 1723 del CCyCo. es de aplicación directa y plena a los administradores societarios y, con ello, al factor de atribución objetivo[49], a partir de una visión que consideran integradora entre las normas del Código Civil y Comercial y las de la ley especial, por oposición a lo que se entiende como una “visión unidireccional del fenómeno de la administración societaria”[50].
En realidad, no veo que esto sea así. No se trata de un análisis sesgado, sino de tratar de ver el fenómeno de la administración social en su contexto real, no en abstracto, y desprovistos de todo prejuicio ideológico o de otro tipo de intenciones subrepticias.
Sin embargo, a pesar que esta visión doctrinal distinta de la que propongo entienda que ante la letra del artículo 1723 del CCyCo.  es aplicable sin más y directamente también a los administradores societarios, también reconoce y advierte que “la prueba de la no culpa debiera haberse mantenido como eximente a disposición del deudor”, al punto de entender como “un desacierto” el texto del artículo antes mencionado “en cuanto a la fijación del factor objetivo de imputación”[51].

2. Tampoco creo que el camino que siguió el Código sea el adecuado, incluso para el resto de las obligaciones de resultado, por lo menos, tal como está planteado en su texto.
Fue así, por ejemplo, que cuando hice mención al aseguramiento o garantía que “asume” el deudor por el resultado comprometido —característica que para la doctrina identifica a las obligaciones de resultado en general—, señalé que ello era así en principio, y no como un concepto definitivo y objetivamente inexpugnable, salvo la prueba de la causa ajena. Pero profundizar sobre todos estos tópicos va más allá de los estrechos límites que fueron previstos para este trabajo.
Reitero, estas obligaciones presentan diversas aristas, por lo que no deben ser estudiadas en forma aislada del resto de deberes que un sujeto habitualmente toma a su cargo, especialmente cuando se trata de un plan prestacional complejo y variado como el que se da en el ámbito de los negocios, en el de las sociedades y en las demás personas jurídicas privadas que poseen sus propias complejidades.
En definitiva, retomando el cauce de la responsabilidad de los administradores societarios y de acuerdo a lo que se viene describiendo, surge la necesidad de tener que analizar el entorno donde el incumplimiento eventualmente se verifique.
Y para ello, resulta esencial captar a fondo la naturaleza de la obligación u obligaciones en juego y las circunstancias de personas, el tiempo y el lugar (culpa en concreto) [52], como ya fue expuesto.

3. Fue descripto sintéticamente en el capítulo II, no solo el origen de la responsabilidad objetiva, sino también, los factores de tipo objetivo que reconoce nuestro ordenamiento en materia de derecho de daños, los que encuentran su justificación —como fue destacado— en la necesidad de tutelar a los eventuales damnificados ante situaciones que si no fueran consideradas desde la perspectiva de estos ofrecen —riesgo, vicio, actividades peligrosas o riesgosas, equidad, seguridad, garantía, abuso de derecho— quedarían fuera de toda cobertura, dejando en el camino muchos daños injustamente sin reparar, porque la imputación subjetiva sería de difícil o imposible concreción para el afectado que tienen el deber de probar la existencia de la obligación y el factor de atribución.
La evolución de la teoría general de la responsabilidad civil en este sentido fue y es, en general, auspiciosa, pero no transforma a la responsabilidad objetiva en la panacea del derecho de daños.
No se trata aquí de reemplazar un “dogma” por otro, sencillamente porque ni la culpa, ni los factores objetivos de atribución lo son.
Cada uno cumple un rol distinto para atender supuestos diferentes y han permitido al Derecho evolucionar y acompañar los cambios históricos, tecnológicos y de los procesos de industrialización y comercialización en general, aportando lo suyo en el vasto, intrincado y variado campo del derecho de daños.
Como fue descripto, la responsabilidad objetiva ha brindado y brinda la posibilidad de hacer efectiva la tutela de los legítimos derechos de personas dañadas que, difícilmente obtendrían alguna satisfacción a los perjuicios que han sufrido si quedaran solo librados a las reglas de la responsabilidad subjetiva, como sucede en los casos donde se puede invocar el riesgo o vicio de las cosas o la equidad, por ejemplo.
Pero el factor objetivo no puede aplicarse automáticamente a situaciones que, por sus características y la diversidad que pueden presentar, no permiten dejar de lado el análisis de la “no culpa” ante el incumplimiento de obligaciones de resultado, sin que ello menoscabe el derecho de defensa del virtual imputado, al dejarlo, como en el caso de las obligaciones de resultado bajo la órbita del artículo 1723 del CCyCo., sin posibilidad de demostrar que obró con la diligencia debida.
Menos aún puede ser extrapolado para regular la parcela específica de la responsabilidad de los administradores y representantes de sociedades, cuando la ley especial que rige la materia societaria expresamente optó —y el legislador del año 2015 lo ratificó— por factor de atribución subjetivo para esos casos.

4. Mi visión de la cuestión que he traído a debate tampoco reconoce la paternidad de dogmatismos de ninguna especie, ni busca generar mecanismos protectorios privilegiados para quienes integran el órgano de administración de una sociedad.
Muy por el contrario, responde a un concepto del Derecho como ciencia práctica destinada a ordenar la conducta de las personas desde una perspectiva cierta que, en todo momento, no se desentienda de la realidad de los hechos, fenómenos y las cosas que debe regular. De otra forma, en mi opinión, difícilmente se puedan brindar soluciones jurídicamente razonables y justas.
Esto no tienen nada que ver con una visión pragmática o interesada de los hechos que deben ser considerados, sino de abordar aquello que debe ser objeto de regulación por parte del ordenamiento legal con la mayor objetividad posible, efectuando un diagnóstico concreto y auténtico, alejado de toda abstracción y preconceptos.
Por todas estas razones, el Derecho debe dar lugar a salidas o alternativas  legales diferentes para encauzar aquello que tiene sus propias particularidades y, en la cuestión sub examine, lo ha hecho a través de la ley especial que funciona como microsistema autosuficiente —ley 19.550, ley 27.349 (SAS)— para resolver los temas de un área concreta y específica que, por sus cualidades propias no puede quedar sujeta al escrutinio del sistema legal en general, aunque igualmente este le sea aplicable para tratar aspectos que aquella lex specialis no consideró o decidió no regular de manera puntual, porque el ordenamiento es un todo que exige también coherencia en su análisis y aplicación, pero esencialmente al resolver cada caso (artículo 3º, CCyCo.).
Es importante destacar que la regulación instauración de estos microsistemas no es caprichosa. Su existencia como tales se justifica en el hecho que atienden situaciones y relaciones, fácticas y jurídicas, con caracteres y fines particulares propios de su objeto que no pueden ser tratados por la legislación general.
Su relevancia y utilidad es tal, que el respeto por los sistemas regulados por las leyes especiales fue el camino que eligió el codificador del año 2015, para lo cual, estableció normas de normas de prelación, fijando un orden de aplicación donde sistemáticamente el Código opta razonablemente por la ley especial en primer término y luego por las del Código, siempre que se trate de normas de igual jerarquía.
Y es en consonancia con ese criterio que reconoce el microsistema y la prelación de sus normas que deben ser entendidas las reglas que contienen los artículos 1º y 2º del Código, preceptos que tratan lo que se ha dado en llamar el “diálogo de fuentes e integración normativa” y las reglas de “interpretación de la ley”, respectivamente.
A pesar de ello, por momentos, esa integración normativa se ha transformado en una suerte de mezcla oportunista, donde cada operador jurídico suele hace decir a la ley —de buena fe, no lo dudo— aquello que es afín a sus ideas —del intérprete— aunque la letra de la norma no lo diga.
Se llega, incluso, al punto de cuestionar el análisis de los hechos y la ley aplicable desde la visión sistemática que impone la norma especial, en contra de lo que establece el propio Código, el cual, a su vez, es reivindicado para dar sustento a tal cuestionamiento, desnaturalizando los debates e impugnando las posturas que les son opuestas con argumentos ad hóminem.
 Pasa esto a menudo cuando se analiza la responsabilidad de los administradores, discusión en la que aparecen cada vez más sobre la mesa, prejuicios ideológicos de uno u otro lado, que solo oscurecen el debate real, útil y verídico.
También se suele decir que, al acudir a la plataforma jurídica que ofrece la culpa como factor de atribución se quiere, de alguna manera, entorpecer, encubrir o complicarle las cosas a un potencial damnificado, omitiendo un dato esencial, cual es, que aquella —la culpa—, tiene un carácter omnicomprensivo a la hora de imputar responsabilidad que los factores objetivos, por su naturaleza, no tienen.
Esto es lo que lleva a sostener que, a pesar del marcado crecimiento de la responsabilidad objetiva, el propio Código Civil y Comercial reivindique a la culpa como sustento esencial del derecho de daños, y no para dejar contentos a sus defensores.
Se trata de una conclusión lógica y también realista, basada en los fenómenos, sucesos, hechos, relaciones jurídicas, circunstancias y sus consecuencias, que deben ser abordados por la teoría general de la responsabilidad que, reitero, el factor objetivo no puede abarcar.
En definitiva, no es una cuestión de gustos o de preferencias, o si el factor subjetivo tiene menor, igual o mayor jerarquía que el factor objetivo, sino de hacer algo mucho más importante para que el Derecho sea razonable y justo: aplicar un factor de atribución u otro, cuando jurídicamente corresponda y en su justa medida, a casos que por su naturaleza puedan ser razonablemente sometidos a las reglas que los informan, tutelando los derechos de ambas partes de la relación obligacional, lo que no impide dar, en determinadas circunstancias que lo justifiquen  —riesgo creado, equidad,  garantía, seguridad— una atención prioritaria al damnificado.


VIII. Algunas conclusiones

1. La definición del tema bajo análisis en este ensayo admite dos conclusiones posibles, más allá de todo lo que se pueda describir, argumentar y asumir en torno a las obligaciones de medio y de resultado: o se está por la aplicación del artículo 1723 del CCyCo. —posición descripta por Moro, que he citado, basada en argumentos ciertamente atendibles, y que en otro momento también compartí en alguna medida— o, por el contrario, la inaplicabilidad de la norma antes mencionada a la responsabilidad de los administradores y representantes de sociedades, por entender que la ley 19.550 fija el criterio o factor de atribución —subjetivo— como regla ineludible para este caso, desplazando el régimen general de responsabilidad civil en este punto.
Como lo adelanté, un específico y nuevo análisis de estos temas a partir del panorama que brindan actualmente los distintos debates que se vienen dando en la doctrina especializada, me llevan a sostener que la inaplicabilidad del factor objetivo previsto por el artículo 1723 del CCyCo. es la decisión correcta, no solo porque la materia que nos ocupa y sus caracteres propios así lo determinan, sino porque es lo que expresamente han dispuesto normas imperativas de la Ley General de Sociedades para regular la responsabilidad de aquellos que integran el órgano de administración societario.
En efecto, esta relectura del sistema legal instituido por la ley 19.550 no deja margen de duda, especialmente cuando se consideran los puntuales textos de sus artículos 59 y 274, que fijan como pauta insoslayable a la hora de evaluar la responsabilidad de los sujetos a los que se dirigen, el factor de atribución subjetivo.
Dada la inobjetable posición jurídica que exhiben los textos de las normas antes mencionadas sobre este campo de la responsabilidad, sumado a que integran el microsistema legal societario, estas reglas deben ser aplicadas con prelación a cualquier otra contenida en el Código Civil y Comercial sobre estos tópicos (artículo 150, inciso “a” y 1709, inciso “a”, ambos del CCyCo.).
Y al hacerlo, queda en evidencia que la no aplicabilidad del factor objetivo en cualquier supuesto de responsabilidad de administradores y representantes societarios ante el incumplimiento de una obligación de resultado, sea esta de fuente contractual, estatutaria o legal, es la solución jurídicamente acertada porque se ajusta a la ley especial vigente.
Una conclusión distinta, sería contra legem e importaría una directa transgresión del principio de legalidad (artículo 19, Constitución de la Nación).
Esto significa que, el incumplimiento por parte del administrador o del representante de una obligación de resultado va a dar origen a una presunción de culpabilidad -iuris tantum— que favorecerá al acreedor, por lo que corresponderá al agente al que se imputa la acusación de un daño injustificado, demostrar que obró con la debida diligencia (artículos 59 y 274, ley 19.550) para liberarse de responsabilidad cuando se den las condiciones para que ello ocurra.  

2.  No desconozco que seguir el camino que he propuesto en los párrafos precedentes no va a ser tarea fácil, particularmente en tiempos como los que corren.
El legítimo interés por encontrar alguien que pague los daños, ha transformado a la responsabilidad objetiva en una suerte de mecanismo jurídico facilitador para que ello se materialice —ensanchamiento—.
Sin embargo, no se advierte la misma preocupación por asegurar que el que pague sea un justo responsable —más allá de la atribución que en abstracto y objetivamente le pueda caber—, ni por considerar acabadamente todas las consecuencias negativas que ello le pueda traer. 
Así, en ocasiones, la justificada y comprensible pretensión de reparar el daño injustificado, se ha tornado en una suerte de búsqueda poco reflexiva de un sujeto responsable —pagador—, a toda costa.
En el campo societario esto se lo ve cada vez más y, para lograrlo, se acude a argumentaciones dogmáticas y en abstracto, que encuentran en los factores de atribución objetivos —sumamente útiles y necesarios en ciertos casos, según fue señalado— una herramienta eficaz que no siempre se utiliza con la necesaria razonabilidad que la severidad de sus consecuencias exige, especialmente a la hora de resolver.
Lo demuestran diversos fallos vinculados a las materias laboral, tributaria y, en los últimos años, cada vez más, en el no menos complejo y variado ámbito de las relaciones de consumo, donde parece que el objetivo irreprochable de reparar el daño injusto causado a la víctima mediante un pronunciamiento razonable, en parte, se ha desnaturalizado.
Todo esto ha provocado serios perjuicios al empleo y a la actividad de las empresas —básicamente y en su mayoría pequeñas y medianas— organizadas como sociedades—, cuyo régimen legal es perforado sistemáticamente con planteos muchas veces arbitrarios, basados en interpretaciones que lo ignoran y se apartan de los principios y fines que lo sustentan, causando ello una gran inestabilidad e inseguridad en el sistema jurídico, perjudicando incluso, a aquellos que se supone quieren proteger.
Esa inestabilidad jurídica también ha transformado la tarea del abogado asesor de empresas en una labor casi ingrata, dado que el constante cambio de las reglas de juego ha hecho de la previsibilidad un concepto vacío de contenido.
No dudo que todo esto va a continuar   interpelándonos sobre los fundamentos de la responsabilidad societaria, que a la fecha y con matices, continúa estructurada sobre los postulados que brinda la Ley General de Sociedades.

3.  En otros términos, de acuerdo a lo que se viene describiendo, es posible afirmar que la responsabilidad objetiva es ajena al ámbito propio de la responsabilidad de los administradores y representantes de sociedades, atento a que la naturaleza de las obligaciones que integran el plan prestacional a su cargo, sean estas de medios o de resultado, tienen un contenido desde su génesis y que se proyecta durante toda su ejecución, que dista sustancialmente de aquellas obligaciones de fines o de resultado que en general, se reconocen como ordinarias y agravadas.
La  principal obligación  del  administrador de una sociedad es, en primer lugar, la de gestionar los negocios y demás asuntos sociales, obligación genérica que comprende el deber de obrar con diligencia y lealtad de un buen hombre de negocios, cuyo incumplimiento  lo hace  responsable ilimitada y solidariamente de los daños y perjuicios que resultaren de su acción u omisión[53].
Esta gestión social, implica la asunción de una pluralidad de obligaciones de distinta clase que, como fue dicho, pueden ser de medios —principalmente—, pero también de resultado.
Según fue expuesto —véase capítulo IV—, estas obligaciones no se presentan con una característica o tipicidad única, pues integran un cúmulo de deberes y obligaciones diversos, donde también se dan ambas clases a la vez, por lo que deben ser medidas y evaluadas en su ejecución, especialmente ante a su incumplimiento material, desde la perspectiva que es propias del objeto de las obligaciones que asumen los integrantes del órganos de administración frente a la sociedad, sus socios y terceros, que no es  otra que la emanada de la imputabilidad subjetiva que fija expresamente la ley especial societaria.
Nótese que el artículo 59 de la ley 19.550 es preciso sobre ello al imponer un deber-obligación de origen legal, cual es, el de obrar con la diligencia y lealtad de un buen hombre de negocios.
Y lo hace, dando a entender con meridiana claridad que no se puede soslayar la naturaleza de las obligaciones a cargo de los administradores y representantes societarios, ni la circunstancia de las personas, del tiempo y el lugar donde se deben desempeñar, o sea, no se debe prescindir del análisis del contexto, caracterizado por una realidad compleja y por un factor implícito naturalmente en el ámbito de los negocios en general, cual es, el riesgo empresario.
Tener estos puntos en cuenta es determinante para no desnaturalizar el análisis de la responsabilidad que los sujetos mencionados en el artículo 59 de la ley 19550 y no arribar a soluciones extrañas al contenido de ese plan prestacional, algo que podría suceder si se aplica el factor objetivo.

4. Repárese, por ejemplo, en las consecuencias que la aplicación de dicho factor objetivo podría traer a los administradores y representantes frente a las obligaciones fiscales de las sociedades que gestionan.
Si bien es verdad que el contribuyente no es el administrador —director de una S.A., gerente de una S.R.L., etc.— sino que lo es la sociedad, las normas fiscales los transforman en responsables obligados solidarios de pago de tales tributos.
Así lo dispone para el ámbito nacional el artículo 6º de la ley 11.683 de Procedimiento Tributario, cuando impone la obligación de pagar el tributo al Fisco como “responsables por deuda ajena” y con los recursos que administran, perciben o disponen, entre otros, a los administradores de las sociedades, quienes en virtud de lo establecido por el artículo 8º de esa misma norma, responden con sus bienes propios y solidariamente con los deudores del tributo y, si los hubiere, con otros responsables del mismo gravamen.
En similar sentido se expresa el artículo 21 del Código Fiscal de la Provincia de Buenos Aires (ley 10.397, t.o. 2011) cuando dice que, “[s]e encuentran obligados al pago de los gravámenes, recargos e intereses, como responsables del cumplimiento de las obligaciones fiscales de los contribuyentes —en la misma forma y oportunidad que rija para éstos— las siguientes personas: … 2. Los integrantes de los órganos de administración, o quienes sean representantes legales, de personas jurídicas, civiles o comerciales; asociaciones, entidades y empresas, con o sin personería jurídica; como asimismo los de patrimonios destinados a un fin determinado, cuando unas y otros sean consideradas por las Leyes tributarias como unidades económicas para la atribución del hecho imponible…”, entre otros sujetos que refiere la norma.
Estos, de acuerdo a lo que estatuye el artículo 24 del referido código provincial, responden en forma solidaria, ilimitada y objetivamente con el contribuyente por el pago de los gravámenes.
Y si bien se les permiten eximirse de tal responsabilidad solidaria si acreditan haber exigido a los sujetos pasivos del tributo los fondos necesarios para el pago y que los éstos los colocaron en la imposibilidad de cumplimiento en forma correcta y tempestiva, esta posibilidad es remota y de no fácil acreditación, además de no cubrir muchas situaciones que razonablemente y sin culpa del administrador pueden impedir el pago de tributos.
Sobre el artículo 24 del Código Fiscal bonaerense, es oportuno recordar que la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires en autos  “Fisco de la Provincia de Buenos Aires c/ Raso, Francisco s/ Sucesión y otros s/ Apremio”[54] —ya mencionado—, objetó su aplicación al confirmar la sentencia de Cámara que había decretado la inconstitucionalidad de ese precepto por regular una materia reservada al legislador nacional  (con fundamento en los artículos 31 y 75, inciso 12, Constitución de la Nación y en la doctrina emanada del precedente “Filcrosa) y  destacó que la imputabilidad de tales sujetos es subjetiva, con cita de los artículos 59 y 274 de la ley 19.550. 
Lo cierto es que, la lectura de estas normas tributarias, que con matices se repiten en el resto de las normas fiscales locales, permiten apreciar desde la perspectiva actual del Código Civil y Comercial —guste o no—, que estas obligaciones fiscales que se asignan a los administradores de sociedades y a otros sujetos, de ser responsables por el pago los tributos de las sociedades que administran,  pueden ser catalogadas como obligaciones de resultado que podrían quedar sujetas a las normas de la responsabilidad objetiva —a tenor de lo que dispone el artículo 1723 del CCyCo.—, si no se reconociera la especialidad de la ley tributaria nacional y, en particular, de la ley 19.550, que para todos los casos determina  que la regla es responsabilidad subjetiva[55].  
Se debe tomar en consideración que, la falta de pago de estas obligaciones suele obedecer causas económicas y financieras que pueden estar  afectando  a la sociedad, cuyo origen se suele  encontrar en  el incremento de su cartera de créditos en mora, o en la caída de ventas por razones de orden micro o macroeconómico, o por una inversión o negocio  no exitoso que dejó  a la compañía sin flujo de fondos suficientes, o ante la necesidad de tener que priorizar unas deuda por sobre otras, como por ejemplo,  pago de salarios, servicios de energía para que la actividad empresarial que genera caja no se detenga —todos hechos y dificultades que diariamente enfrentan los administradores, propias del riesgo empresario y que no califican como causa ajena—, entre tantas otras causas propias del riesgo  empresarial.   
 Todo un tema que, al menos en el campo del derecho de sociedades, merece mayores reflexiones y no una simplificación de las cosas, como advierto, está ocurriendo.

Otro ejemplo de una situación que se da habitualmente —habitualidad que no es un mérito, por cierto— en las típicas sociedades cerradas o de familia que operan en nuestro país, que como se dijo antes, son principalmente Pymes, es el siguiente.
Muchas veces, sea por una decisión de administradores y socios no documentada, o solo de estos últimos,  o a causa de malas costumbres y prácticas en la gestión, desórdenes propios de la organización,  falta de profesionalismo o diligencia, o, directamente, también —en algunos casos— por cierta indiferencia frente al  cumplimiento de los deberes legales, estatutarios y convencionales, administradores y representantes —generalmente también socios, especialmente en las pymes, aunque pueden no serlo—,  omiten dar cumplimiento a diversas obligaciones de resultado a su cargo —llevar libros contables, sociales, convocar a asambleas, registrar ciertos actos,  entre otras que ha hemos mencionado—; algo que es tolerado,  “consentido” de hecho y hasta decidido de la misma forma por los socios que no integran el órgano de administración, quienes en ocasiones suelen oficiar de   administradores de hecho de la sociedad. 
Todo está bien hasta que, de pronto, surge un conflicto societario donde aquellos que otrora lo consentían todo, ahora “advierten” estos incumplimientos y los quieren utilizar en su propio beneficio, reclamando a los administradores los eventuales daños generados por el incumplimiento de tales obligaciones de resultado que la dinámica antes apuntada provocó.
En estos casos, ¿sería razonable aplicar el factor objetivo que prevé el artículo 1723 del CCyCo. sin más, prescindiendo del contexto y de lo tácitamente obrado por todos, para hacer responsable formalmente y en abstracto a un administrador por aquello que fue consecuencia de una decisión de todos o de la mayoría de los socios del ente?
 Evidentemente no, dado que se podría arribar, desde la perspectiva que se propone en estas líneas, a un resultado ficticio que irrazonablemente podría beneficiar a quien también participó de los hechos que provocaron el daño.
Imaginemos también por un momento la posición de un director que no es accionistas  y   se encuentra en relación de dependencia cierta con la sociedad, frente a una situación de incumplimiento de alguna de las obligaciones de resultado que hemos referido a lo largo  de este trabajo, gestado en el marco de una situación similar a la que se describió antes, el cual se ve impedido de exigir a los accionistas otro proceder o decisión estratégica en materia de negocios, sin que ello signifique para él entrar en conflicto con aquellos y la pérdida potencial de su empleo.   
Agrava tal estado de cosas, el hecho que difícilmente cualquiera de las circunstancias apuntadas podrían se invocadas por el director de una sociedad anónima —o un administrador de otra sociedad— como una causa ajena frene a un tercero o un accionista minoritario.
En resumen, los casos que he presentado a modo de ejemplo, dejan expuesta la complejidad del plan prestacional que deben cumplir los administradores y representes, de cuyas características y del contexto donde se deben ejecutar las obligaciones que lo conforman, no se puede prescindir para evaluar adecuadamente su responsabilidad.
Pero al margen de la casuística que se pueda relacionar, promovido un reclamo judicial mediante una acción de responsabilidad societaria —en sus diversas variantes— o de cualquier una acción de daños, en rigor de verdad, no será posible atribuir objetivamente responsabilidad a un administrador o representante de una sociedad por el incumplimiento de obligaciones de resultado, porque la plena vigencia y aplicación de los artículos 59 y 274 de la ley 19.550 lo impiden. 
Independientemente de ello,  el factor de atribución es solo uno de los presupuestos de la responsabilidad que deben ser acreditados, resultando esencial  —reitero— la prueba del daño injustificado,   el cual opera como una  conditio sine qua non para que se configure la antijuridicidad de la acción o de la omisión que lo causa (artículo 1717, CCyCo.), y de la relación de causalidad,  cuya  demostración  exige que  incumplimiento material objetivo  de la obligación —en nuestro caso—  sea  la causa adecuada de daño para que la obligación  de resarcir se torne exigible.

5.   Para complementar y reafirmar lo que se viene sosteniendo, es interesante traer a colación el contenido de uno de los principios de la responsabilidad civil elaborado por el prestigioso Grupo Europeo de Derecho de Daños —European Group on Tort Law—, que admite y justifica para un espectro más amplio de daños causados en el campo de la actividad empresarial, la prueba de la debida diligencia. 
Al referirse a la responsabilidad de la empresa, este grupo afirma que, si bien el empresario debe responder por “todo daño caudado por causado por un defecto de tal empresa o de lo que en ella se produzca”, puede eximirse de dicha responsabilidad si prueba “que ha cumplido con el estándar de conducta exigible”[56].
Ese estándar de conducta exigible es definido en el marco de estos principios, como “el de una persona razonable que se halle en las mismas circunstancias y depende, en particular, de la naturaleza y el valor del interés protegido de que se trate, de la peligrosidad de la actividad, de la pericia exigible a la persona que la lleva a cabo, de la previsibilidad del daño, de la relación de proximidad o de especial confianza entre las personas implicadas, así como de la disponibilidad y del coste de las medidas de precaución y de los métodos alternativos…”[57].
En materia de administración societaria, se puede colegir que ese estándar a tener presente es el que instituye el artículo 59 de la ley 19.550, o sea, la diligencia y lealtad del buen hombre de negocios.
Todo lo relacionado anteriormente podría ser traducido como la admisibilidad de la prueba de la ausencia de culpa —no culpa— cuando el resultado comprometido no fue logrado, diligencia debida que se debe determinar en base al patrón de referencia o modelo del buen hombre de negocios —diligencia agravada—, para luego compararla con la conducta obrada por el administrador de la sociedad, que a su vez, va a ser tamizada a través de la realidad contextual donde este último opera habitualmente.

5. Promediando esta ponencia es útil destacar dos puntos que tienen que ver con todo lo que se viene señalando, tratados, entre otros de suma importancia, por el Proyecto de Reformas a la Ley General de Sociedades elaborado por la comisión creada por el DPP 58/2018 del Honorable Senado de la Nación[58].
En éste Proyecto, se reafirma la vigencia de los criterios clásicos contenidos en el artículo 59 de la ley 19.550, que prevé —como se dijo— una responsabilidad profesional y agravada de los administradores y representantes societarios y el carácter subjetivo de aquella, señalando en forma expresa para no dejar ningún margen de discusión, que “[l]a responsabilidad no es objetiva en ningún ámbito, ni son garantes de las obligaciones sociales” (artículo 59 quater).
Esta norma proyectada, aparece en escena como una suerte de reacción ante quienes pretenden extrapolar la responsabilidad y el factor de atribución objetivo de su ámbito natural y propio, hacia este apartado especial de la responsabilidad que hemos intentado describir y evaluar,  a pesar de tratarse aquellas, de herramientas jurídicas que, insisto, no son  idóneas para ser utilizadas en estos temas societarios,  dado que podrían dar  lugar a decisiones irrazonables, arbitrarias y potencialmente injusta,  por limitar, sin una razón seria y atendible, el derecho de defensa de los sujetos que integran la administración de una sociedad.
Incluye también el citado Proyecto una regla específica donde se dispone que los administradores o representantes de sociedades no van a responder por el resultado de los negocios —riesgo empresario—, en la medida que obren de buena fe, en post del interés social —sin interés personal—), con diligencia profesional y considerando la información disponible (artículo 59 quinquies).
Se trata de la inclusión  al sistema legal societario argentino —si en el futuro es  receptada por una  reforma legislativa— de la “regla de juicio empresarial, de los negocios o de discrecionalidad” —business judgment rule—, criterio este, similar al que  contiene  la Ley de Sociedades de Capital española[59],  como así también,  otros ordenamientos donde rige el derecho anglosajón.
Contar con estas normas, junto con el establecimiento de otras reglas generales sobre buen gobierno corporativo —gobernanza corporativa— para todas las sociedades[60], permitirían definir pautas de conducta y de prácticas de gestión y gobierno de las sociedades, algo que también daría seguridad y claridad a la actuación de los administradores y representantes —gerentes de SRL, directores de S.A.—,  quienes podrían  sí saber qué  hacer para cumplir con sus deberes —cuál son sus alcances y límites— y, de esta manera, quedar a salvo de cualquier atribución de responsabilidad que no se sustente en un incumplimiento de esas  reglas.
Naturalmente que ello también daría certeza a quienes están expuestos a su gestión —socios, terceros—, porque podrían contar con otros elementos de juicio para saber qué exigirles y cuándo hacerlos responsables por   los daños derivados de un eventual incumplimiento.
Pero estos importantísimos conceptos y criterios que se han instalado hace tiempo en la doctrina societaria, ameritan un estudio más cuidadoso que es imposible realizar aquí, aunque no quise dejar de mencionar estos tópicos por la transcendencia e impacto que pueden tener en el futuro en el área de la responsabilidad societaria si se incorporaran formalmente al régimen legal societario general.

6.  Para finalizar solo una reflexión. Creo que  nos está tocando  vivir y participar de  una época apasionante en lo que respecta al crecimiento, desarrollo y tutela de los derechos, tiempos donde se ha hecho patente “el derecho a tener derechos”[61].
Pero en algún punto de este derrotero,   un derecho racional y razonable, preocupado y ocupado necesariamente por la dignidad de la persona humana, se ha transformado —por lo menos en parte y desde ciertas perspectivas— en un derecho emocional y voluntarista, que por momentos se apoya en principios y fórmulas legales erigidos en una suerte de dogmas, desentendiéndose de la materia práctica y contingente que debe regular el ordenamiento jurídico, es decir, de esa realidad a la que debe dar cauce.
Esto también se da en el derecho de daños, a partir de lo que se ha dado en llamar el ensanchamiento de responsabilidad, positivo indudablemente en muchos casos, pero que cuando se lo interrelaciona con el derecho de los negocios y, en especial, con la responsabilidad de los socios y  de los administradores y representantes de sociedades —in bonis o insolventes—, se exacerba, perdiéndose de vista un objetivo fundamental de justicia en materia de responsabilidad: que repare el daño injustificado aquél que mediante un pronunciamiento judicial justo deba hacerlo.
Acudir el factor subjetivo como lo hace la ley 19.550 para regular la responsabilidad de administradores y representantes sociales, no es una manera de eludir la responsabilidad o de complicarle las cosas a un eventual damnificado, sino de aplicar los principios y herramientas legales que se ajustan razonablemente  la naturaleza de la actividad  que rige esa ley especial y al contexto donde los potenciales agentes responsables operan y ejecutan el plan prestacional a su cargo, donde lo ajeno es el factor objetivo.  
Demás está decir, que estos deberán ajustar su conducta a los parámetros fijados por aquella norma societaria, pero por sobre todo, van a tener que ejercer su función de administradores y representantes, con buena fe, dentro de los límites que determina la ley y el ejercicio regular de sus derechos, razón por la cual, estos principios liminares y sustanciales de nuestro sistema legal  cuyo acatamiento ninguna persona puede eludir,  se transforman también  en  verdaderos criterios de validación  y  de apreciación de la conducta de los integrantes del órgano de administración de una sociedad.
No obstante, todo lo expuesto, la discusión necesariamente va a continuar porque no es para nada pacífico el estado de la doctrina en esta cuestión.
En algún momento, para este tema como para tantos otros, se encontré un razonable equilibrio que actualmente no se percibe, ante esta dificultosa interrelación que en diversas materia y casos se viene dando entre las normas que integran las leyes especiales y las del Código Civil y Comercial, esencialmente sobre el contenido, alcances y efectos que se le deben dar a las reglas sobre fuentes, aplicación e interpretación de la ley (artículos 1º, 2º y 3º del CCyCo.).
Cuando esto se logre, más allá de las posturas personales, podremos contar con un marco jurídico más estable que posibilite un mayor grado de previsibilidad para todos, lo que redundará en una más efectiva tutela de los derechos de todas las personas, y en su efectiva y concreta realización.
Y para alcanzar, en parte, esos objetivos, el desarrollo de los negocios y de la economía en general, afectados desde hace años por esa ausencia de previsibilidad e inestabilidad jurídica y económica, es fundamental e imprescindible.  



[1] MARCOS, Fernando J., “La responsabilidad societaria y concursal, frente al derecho de daños y los cambios generados por la unificación”, en Revista Código Civil y Comercial, Buenos Aires, Ed. Thomson Reuters La Ley, Año II, nº 10, nov. 2016, pp. 189-212.
[2] Véase trabajo citado en nota 2 y en el artículo de mi autoría “El deber de lealtad de los administradores y las actividades en competencia con la sociedad”, publicado en la Revista de Derecho Comercial y de las Obligaciones, Buenos Aires, Ed. AbeledoPerrot, año 2017, nº 286, pp. 1459-1473, entre otros.
[3] BETTI, Emilio, Interpretación de la ley y de los actos jurídicos, Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, 1975, p. 119.
[4] MARCOS, Fernando J., véanse trabajo citado en nota 1 y, entre otros, “El derecho de daños regulado por el Código Civil y Comercial y sus alcances en materia de responsabilidad de administradores societarios”, ponencia presentada en el “XIV Congreso Argentino de Derecho Societario y X Congreso Iberoamericano de Derecho Societario y de la Empresa”, celebrado en Rosario, 04, 05 y 06 de septiembre de 2019.
[5] BUSTAMANTE ALSINA, Jorge, Teoría General de la Responsabilidad Civil, Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1987, p. 327.
[6] PETIT, Carlos, Historia del Derecho Mercantil, Madrid, Ed. Marcial Pons, 2016, p. 35.
[7] ORGAZ, Alfredo, La Culpa, Córdoba, Ediciones Lerner, 1970, p. 17. 
[8] BUSTAMANTE ALSINA, J., op. cit., pp. 217 y ss.-  UBIRÍA, Fernando A., Derecho de Daños en el Código Civil y Comercial, Buenos Aires, Ed. AbeledoPerrot, 2015, p. 136.
[9]BUSTAMANTE ALSINA, J., op. cit., p. 327.
[10] OSSOLA, Federico A., Responsabilidad Civil, Buenos Aires, Ed. AbeledoPerrot, 2017, p. 123
[11] ALTERINI, Atilio Aníbal, AMEAL, Oscar José y LÓPEZ CABANA, Roberto M., Derecho de Obligaciones Civiles y Comerciales, Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1996, p. 181.
[12] UBIRÍA, Fernando A., Derecho de Daños en el Código Civil y Comercial, Buenos Aires, Ed. AbeledoPerrot, 2015, pp. 203-4.
[13] OSSOLA, F. A., Responsabilidad Civil, p. 125.
[14] Ibídem, p. 125.
[15] UBIRÍA, F. A., op. cit., p.208. El autor encuentra el sustento legal de la seguridad como factor objetivo, en el artículo 1723 del CCyCo., al que me referiré más adelante a considerar si es o no aplicable a los administradores de sociedades, 
[16] OSSOLA, F. A., Responsabilidad Civil, p. 129
[17] Ibídem, p. 125.
[18] ALTERINI, A.A., AMEAL, O. J. y LÓPEZ CABANA, R. M., op. cit., pp.  500-501. Se arriba a esta posición desde la perspectiva que da diferenciar “el objeto de la obligación (el bien sobre el que recae la expectativa del acreedor) y su contenido (la conducta o comportamiento del deudor tendiente a satisfacer aquella expectativa)”.    
[19] OSSOLA, Federico A., Obligaciones, Buenos Aires, Ed. Abeledo Perrot, 2017, p. 419. El autor cita como sostenedores de esta postura a Alberto J. Bueres, a Ramón Pizarro y Carlos G. Vallespinos; además de enrolarse el mismo (véase p. 422) al considerar que el objeto de la obligación “está integrado estructuralmente por la conducta del deudor y el interés del acreedor, elementos que coexisten en delicada interacción”. 
[20]  MESSINEO, Francesco, (trad. Santiago Sentís Melendo), Manual de Derecho Civil y Comercial, Buenos Aires, E.J.E.A., 1955, T. VI, p. 440.
[21] MESSINEO, Francesco, (trad. Santiago Sentís Melendo), Manual de Derecho Civil y Comercial, Buenos Aires, E.J.E.A., 1955, T. IV, p. 9.
[22] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA (RAE) y Consejo General del Poder Judicial, Santiago Muñoz Machado (dir.), Diccionario del Español Jurídico, Barcelona, ESPASA LIBROS, 2016, p. 1121.    A su vez, en dicha obra se define al “deber”, como “aquello a lo que las personas están obligadas bien sea por razones de orden moral, bien por determinación en las leyes, o como resultado de las obligaciones contraídas o los contratos que han podido celebrar”, p. 581.
[23] TRIGO REPRESAS, Félix A., “Los factores de Atribución. El rol otorgado a la culpa”, en Revista de Derecho de Daños, Santa Fe, Ed. Rubinzal-Culzoni, T. 2015-2, pp. 55-56.
[24] CAZEAUX, Pedro N. y TRIGO REPRESAS, Félix A., Derecho de las Obligaciones, Buenos Aires, Ed. La Ley, 2010, T. I, p. 307.
[25] ZANNONI, Eduardo A.,   Las denominadas obligaciones contractuales de resultado y el incumplimiento sin culpa en el Proyecto de Unificación de la Legislación Civil y Comercial, Buenos Aires, Ed. Thomson Reuters, Cita Online: 0021/000413.-    ALTERINI, A.A., AMEAL, O. J. y LÓPEZ CABANA, R. M., op. cit., 53. 
[26] ALTERINI, A.A., AMEAL, O. J. y LÓPEZ CABANA, R. M., op. cit., p. 498.
[27] CAZEAUX, P. N. y TRIGO REPRESAS, F. A., op. cit., T. I, p. 306.
[28] BORDA, Alejandro (dir.), Carlos A. Fossaceca, autor del capítulo, Derecho Civil y Comercial – Obligaciones, Buenos Aires, 2017, p. 158 
[29] OSSOLA, F. A., Obligaciones, pp. 422 y 426.
[30] Ibídem, p. 426.
[31] BUERES, Alberto J., “Responsabilidad contractual objetiva”, Revista de Responsabilidad Civil y Seguros, 2013, XI, p. 257. 
[32] ALTERINI, A. A., AMEAL, O. J. y LÓPEZ CABANA, R, M., op. cit., p. 501.
[33] MORO, Emilio F., Culpa en la administración de sociedades comerciales, Buenos Aires, Ediciones La Rocca, 2013: Sobre este tema, véase la opinión del autor en pp. 336-338.
[34] UBIRÍA, F. A., op. cit., p. 208.
[35] TRIGO REPRESAS, Félix A., op. cit., p. 58.
[36] ALTERINI, A.A., AMEAL, O. J. y LÓPEZ CABANA, R. M., op. cit., p. 188.
[37] ALTERINI, Jorge H. (Dir. gral.), Pascual E. Alferillo, autor del comentario al artículo 1735, entre otros, Código Civil y Comercial Comentado – Tratado Exegético, Buenos Aires, Ed. Thomson Reuter La Ley, 2016, T. VIII, p. 183.
[38] VÍTOLO, Daniel R., Reformas a la Ley General de Sociedades 19.550, Santa Fe, Ed. Rubinzal-Culzoni, 2015, T. II, p. 442-443.
[39] ZALDIVAR, Enrique, MANOVIL, Rafael M., ROVIRA, Alfredo L., RAGAZZI, Guillermo E. y SAN MILLAN, Carlos Cuadernos de Derecho Societario, Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1980, Vol. I, p. 304.
[40] ZALDIVAR, Enrique, MANOVIL, Rafael M., ROVIRA, Alfredo L., RAGAZZI, Guillermo E. y SAN MILLAN, Carlos, Cuadernos de Derecho Societario, Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1976, T.II, Segunda Parte, p.525.
[41]  DOBSON, Juan Ignacio, Interés Societario, Buenos Aires, Ed. Astrea, 2010, p. 97.
[42] HALPERÍN, Isaac, edición actualizada y ampliada por Julio C. OTAEGUI, Sociedades Anónimas, Buenos Aires, Ed. Depalma, 1998, p. 547-548.
[43] OTAEGUI, Julio César, Administración Societaria, Buenos Aires, Ed. Ábaco de Rodolfo Depalma, 1979, p. 133.
[44] DOBSON, J. I., op. cit., p. 144.
[45] SCBA, autos “Fisco de la Provincia de Buenos Aires contra Raso, Francisco s/ Sucesión y otros. Apremio” (02/07/2014. C 110369. Fuente: JUBA).
[46] VÍTOLO, Daniel R., Ley 27.349 comentada, Buenos Aires, Ed. Thomson Reuters La Ley, 2017, p. 219-220.
[47] NISSEN, Ricardo A., Ley de Sociedades Comerciales, Buenos Aires, Ed. Astrea, 2010, T. 3, p. 79.
[48] CALVO COSTA, Carlos A. y SÁENZ, Luir R. J.,    Incidencias del Código Civil y Comercial.  Obligaciones, Buenos Aires, Ed. Hammurabi de J.L. Depalma, 2015, pp. 156-157.  
[49] MORO, Emilio, “Un horizonte otrora impensado y que hoy es una realidad palpable: La responsabilidad objetiva (parcelaria) de los administradores societarios”, en Revista de Derecho Comercial y de las Obligaciones, Buenos Aires, Ed. AbeledoPerrot, pp. 997-1037. Recomiendo especialmente la lectura de este trabajo, donde el autor presenta argumentos muy interesantes y útiles para ampliar el debate, más allá que arribe conclusiones distintas a las que aquí propongo.        
[50] Ibídem, p. 1036.
[51] Ibídem, p. 1019. 
[52] TARABORRELLI, José Nicolás, “El Rol de la culpa en las obligaciones de medios y de resultado”, publicado en LA LEY, Buenos Aires, T. 2014-E, Sec. Doctrina, p. 825.  El autor, sin dejar de citar la doctrina opuesta en la materia, reconoce la existencia de una clasificación tripartita de estas obligaciones de medios y de resultado: “a) Obligaciones que tienden a la obtención de un resultado determinado que deberá lograrse, por lo que la frustración del logro final genera la presunción de  culpa del deudor, cuando el factor de atribución de responsabilidad es subjetivo y su cumplimiento depende de la exteriorización de una conducta o comportamiento humano, salvo la prueba de la no culpa o la causa ajena. b) Otras obligaciones de resultados o de fines determinados que deberán lograrse y que, frente a la frustración de ese logro final, presumen la responsabilidad del deudor, cuando el factor de atribución de responsabilidad es objetivo y el mero incumplimiento es el que genera esa responsabilidad, estando afuera de todo análisis el concepto de culpa, salvo la acreditación de la causa ajena como eximente de responsabilidad. c)En otras obligaciones —en las de medio ordinarias—, producido el incumplimiento contractual, le incumbe la carga de la prueba de la culpa del deudor al acreedor damnificado y víctima del daño”.  
[53] C.N.Com., sala E, 13/12/2011, autos “Romano, Carlos A. v. Ramundo Jorge y otro”, Cita Online:   AP/JUR/840/2011. (Thomson Reuters).
[54] Véase referencia en nota 45 de este trabajo.
[55] GIULIANI FONROUGE, Carlos M. y NAVARRINE, Susana C., Procedimiento Tributario y de la Seguridad Social, Buenos Aires, Ed. LexisNexis, 2005, p. 133.  Los autores señalan, entre otros recaudos que describe el artículo 8º de la ley 11.683, que “el incumplimiento le sea imputable a título de dolo o a título de culpa”. Agregan que “la solidaridad de este artículo no es objetiva sino subjetiva, pues requiere la imputabilidad de la conducta determinante de la responsabilidad del tercero”. 
[56] EUROPEAN GROPU ON TORT LAW, Principios de derecho europeo de la responsabilidad civil, art. 4: 202, en Revista de Derecho Privado de la Universidad Externado de Colombia, http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=417537584011, fecha de captura: 15-10-2017.
[57] Ibídem, artículo 4: 102. 
[58] La Comisión estuvo integrada por los Dres.  Rafael Mariano Manóvil, Guillermo Enrique Ragazzi, Julio César Rivera, Alfredo Lauro Rovira, Gabriela Silvina Calcaterra y Arturo J. Liendo Arce, encontrándose la secretaría de dicha Comisión a cargo de la Dra. Liuba Lencova Besheva.
[59] Real Decreto Legislativo 1/2010, modificado por la Ley 31/2014 (España): “Artículo 226. Protección de la discrecionalidad empresarial. 1. En el ámbito de las decisiones estratégicas y de negocio, sujetas a la discrecionalidad empresarial, el estándar de diligencia de un ordenado empresario se entenderá cumplido cuando el administrador haya actuado de buena fe, sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con información suficiente y con arreglo a un procedimiento de decisión adecuado.  2. No se entenderán incluidas dentro del ámbito de discrecionalidad empresarial aquellas decisiones que afecten personalmente a otros administradores y personas vinculadas y, en particular, aquellas que tengan por objeto autorizar las operaciones previstas en el artículo 230”.  
[60] Actualmente incorporadas en la ley 26.831 de Mercado de Capitales, que, sobre esta materia, reconoce como antecedente en la República Argentina el decreto 677/2001 derogado por la ley antes referida.  También, mediante la Decisión Administrativa 85/2018 de la Jefatura de Gabinete de Ministros, se dictaron los que se denominaron “Lineamientos de Buen Gobierno para Empresas de Participación Estatal Mayoritaria de Argentina”.
[61] RODOTÀ, Stefano, El derecho a tener derechos, Madrid, Ed. Trotta S.A., 2014, p. 15.  “El derecho a tener derechos implica la dimensión misma de lo humano y de su dignidad, se erige en salvaguarda contra cualquier forma de totalitarismo”.