LOS ADMINISTRADORES DE HECHO. LA NECESIDAD DE SU REGULACIÓN EN LA LEY GENERAL DE SOCIEDADES

 

Por: Fernando Javier MARCOS

Publicado en Diario La Ley del 27/3/2023

 

Sumario: I. Algunas consideraciones iniciales. II. Caracterización del administrador de hecho. Su acreditación. III. Algunas referencias implícitas a estos administradores en la legislación. IV. La utilidad de su inclusión en la ley 19.550. IV. Breves reflexiones finales.

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I. Algunas consideraciones iniciales

 

1. La figura del administrador de hecho o de facto de las sociedades aparece cada tanto en los debates, principalmente cuando se trata de organizaciones de conformación familiar o, simplemente, cerradas, mayoritariamente pymes, estructuras estas representativas de la mayoría de las firmas que operan la República Argentina, lo que no significa que queden excluidas otras de mayor envergadura.

Su estudio se reactivó, de alguna manera, con la sanción de la 27.349 conocida como “Ley de apoyo al capital emprendedor”, que a partir de su artículo 33 incorporó al sistema legal vigente a la sociedad por acciones simplificada (SAS) como un nuevo tipo societario regido por dicha ley especial, al que se le aplican con carácter supletorio las disposiciones de la Ley General de Sociedades 19.550, en la medida que estas se concilien o resulten compatibles con la previsiones que contiene la norma citada en primer término.

Entre las normas que la componen la ley 27.349 se destaca el texto del artículo 52, párrafo segundo, precepto que al ocuparse del órgano de administración de la sociedad por acciones simplificada (SAS), trata puntualmente a quienes sin ser administradores o representantes legales de la sociedad —de derecho o de iure —, participan en la gestión, administración y dirección de la compañía[2], o sea, a los denominados administradores de hecho.

Adelanto que, no cualquier tipo de actuación va a resultar idónea para calificar a un sujeto de esa forma, sino aquella que es propia de un administrador societario regular que, en este caso, es llevada a cabo por el agente al que se le adjudica esa calidad, de manera habitual y pública, siendo tal comportamiento aceptado, permitido o tolerado, también de facto, por los administradores de derecho e, incluso, por todos los socios o, al menos, por los controlantes.

 Específicamente, la norma a la que hice mención antes dispone que, “... [l]as personas humanas que sin ser administradoras o representantes legales de una SAS o las personas jurídicas que intervinieren en una actividad positiva de gestión, administración o dirección de la sociedad incurrirán en las mismas responsabilidades aplicables a los administradores y su responsabilidad se extenderá a los actos en que no hubieren intervenido cuando su actuación administrativa fuere habitual”.

El precepto transcripto reconoce como antecedente directo el artículo 27[3] (parágrafo) de la ley 1258/2008 de Colombia[4], norma que en materia de responsabilidad de los administradores remite a las disposiciones contenidas en el ley 222/1995 sobre el Régimen de Sociedades.

Pues bien, el propósito de estas líneas es plantear la utilidad y necesidad de dar a estos administradores de facto un reconocimiento expreso y un tratamiento similar al que les dio la ley 27.349, pero esta vez en la Ley General de Sociedades, porque su existencia es una realidad que se manifiesta en muchas organizaciones a las que he aludido con anterioridad, donde quien decide y lleva adelante la gestión cotidiana del ente es alguien —o algunos— que no conforman el órgano de administración formal, el cual puede ser también socio o, incluso, un socio oculto[5], aunque ninguna de las dos situaciones es condición esencial para que esta figura se configure en la práctica.

La doctrina también ha tratado bajo esta particular denominación al director suplente que continúa participando de las reuniones del cuerpo y votando una vez reincorporado el director titular al que aquel había reemplazado. Esto trae aparejado otro debate relacionado con la validez o no de las decisiones del órgano de administración, dado que si votaron los directores titulares en número suficiente para aprobar ese acuerdo será válido, mientras que si la mayoría se consiguió con el voto del director suplente que siguió actuando sin causa jurídica válida para hacerlo —el titular que había cubierto retomó sus funciones—, la decisión será nula[6].

En consecuencia, me permito traer algunas ideas sobre este particular administrador, en ocasiones, tan real e importante en la estructura de decisión, cuya informalidad y accionar, muchas veces, oculto, hace que las consecuencias de sus actos y decisiones no lo alcancen.

 

2. Antes de avanzar, es preciso aclarar que, así como la existencia de un administrador de hecho no es siempre necesariamente sinónimo de ilicitud, ni genera de por sí, perjuicio real y concreto para la sociedad, para los socios o a terceros, su eventual consideración en el marco de la ley societaria tampoco significa que importe legitimarlos, sino todo lo contrario.

Esto significa que la antijuridicidad formal, o sea, su sola actuación al margen de lo que prevé el ordenamiento societario no es lo relevante en sí, sino las consecuencias que de ello se pueden derivar —antijuridicidad material—, como ser, la imputabilidad a la sociedad de los actos realizados por este administrador informal con terceros, los daños y perjuicios que pudiera haber ocasionado y la invalidez de actos societarios llevados a cabo con su participación como fue descripto antes, entre otros.

En síntesis, se persigue con esta propuesta de regulación, proteger a la sociedad, a los accionistas ignoran tal actuación promiscua y, por sobre todas las cosas, a los terceros que se pueden ver afectados por quien obra desde tal informalidad, de la cual éste se puede valer para evadir su potencial responsabilidad personal, cuando en rigor, el legislador ha querido todo lo contrario, es decir, que el administrador de una compañía actúe y gestione el ente asumiendo su cargo de manera legítima y pública.

Reitero, es una situación que se presenta y que no debe quedar al margen de las normas vigente y, en particular, del campo de la responsabilidad por sus potenciales implicancias dañosas que el ordenamiento no debe ignorar, máxime cuando se trata de la administración de sociedades, parcela sustancial y crítica de esta materia que, en estos casos, exige regularidad y transparencia para asegurar el correcto funcionamiento de estas en un marco de buena fe.

Su importancia, aunque no lo parezca, para nada es menor, al extremo de ser un fenómeno recurrente en las empresas familiares, donde muchas veces sus socios fundadores transfieren sus participaciones a las nuevas generaciones, pero se reservan el usufructo e, incluso, el ejercicio de los derechos políticos propios del socio, algo que implícitamente denota un estado de cosas distinto al que se aparenta.

Claro que reservarse el voto no implica ejercer la administración de hecho, pero en la mayoría de los supuestos, eso es lo que termina ocurriendo.

Señalo esto, porque si bien se transfieren cuotas o acciones, según en caso, para evitar futuros procesos sucesorios ―lo que no tienen nada de malo―, en los hechos, manda, administra, gestiona y deciden quienes, insisto, en apariencia, dejaron de ser socios y administradores de iure, para seguir operando de facto, desnaturalizando los institutos destinados por el legislador para ordenar adecuadamente el funcionamiento de estos entes en pos de su finalidad.  

 

 

II. Caracterización del administrador de hecho. Su acreditación

 

1. Definir aquellos caracteres, presupuestos o requisitos que se deben presentar y acreditar para poder atribuir a un sujeto —persona humana o jurídica— la calidad de administrador de facto de una sociedad no es una labor sencilla y exige proceder con particular cuidado y prudencia, principalmente si se pretende con ello extenderles la responsabilidad propia de aquellos que fueron legal y estatutariamente elegidos por los socios para ejercer la administración el ente.

Concretamente, lo que hace visible y caracteriza a este administrador no es la existencia de una atribución jurídica del cargo o una designación formal del mismo que, obviamente no tiene, sino las circunstancias fácticas que rodean su actuación en relación a la sociedad, interna y externamente.

De su comportamiento y de esos actos que lleve adelante, debe surgir de manera indudable o inequívoca, que se ha involucrado en la gestión, dirección y administración de la sociedad de manera constante, habitual, no esporádicamente, estado de cosas que, a su vez —como fue adelantado—, debe ser tolerado, ex professo o simplemente por negligencia, conjunta o indistintamente, tanto por la sociedad como sujeto, por sus órganos o por sus propios socios.

Adquiere, por lo tanto, fundamental significación lo que se ha dado en llamar “el hecho de la administración”[7], o sea, la propia y personal actuación del sujeto que se inmiscuye en la gestión de la sociedad, desarrollando actos típicos de una función administrativo-directiva de los negocios y de la operatoria social, a la par o suplantando a los verdaderos administradores y representantes del ente.

A su vez, todo este proceder del sujeto orientado a cumplir funciones administrativas constituyen actos propios jurídicamente relevantes —teoría esta aplicable al caso bajo estudio y que deriva del principio general de buena fe[8]— que permitirán imputarle tal calidad, a la sociedad sus actos y, como consecuencia de ello, hacerlo responsable —cuando resulte pertinente— por los daños que pudiera causar a la sociedad, a los socios y, principalmente, a los terceros, como así también, a los empleados en relación de dependencia de la firma, cuando estos estos se ven afectados en sus derechos por el obrar ilícito del administrador o representante de hecho, en todos los casos, siempre que se acredite una relación de causalidad adecuada entre el obrar del imputado y el daño injusto efectivamente causado.

Específicamente, se trata de un sujeto —o de sujetos— que actúa y opera como administrador y cuyo nombramiento puede presentar vicios formales, de fondo o, donde directamente no existe designación alguna[9].

Debe tenerse presente además que, no solo es habitual que los órganos de administración no estén integrados por quienes no detentan la propiedad de la sociedad —sus socios—, sino que en diversos supuestos se da la situación donde “la real gestión de la empresa” la llevan adelante “terceros ajenos, formalmente, a dichos centros de competencia”[10], tal como lo viene señalando.

Nuevamente y, para concluir con este punto, según fue expresado antes, lo que principalmente se debe tener presente, es que estas personas no ejercen su función a partir de un título jurídico que se la concede, “sino en base del hecho de la administración”[11] como elemento sustancial.

 

2. Ahora bien, para que se generen esos efectos externos e idóneos que posibiliten imputar a la sociedad los actos que el protagonista del presente análisis hubiera realizado, se deben dar simultáneamente, por una parte, la actuación de hecho de aquel a quien se atribuyen tales actos de administración y, por el otro, la ausencia de oposición del ente o la apariencia tolerada por la sociedad a tal accionar[12].

Es decir, el sujeto deberá exhibir un comportamiento concluyente y cierto que implique administrar la sociedad —realizar actos de administración societarios—, mientras que esta —la sociedad—, sus órganos formales —según ya fue señalado—, sin olvidar, a los socios y, sobre todo los controlantes, permitan o acepten tácitamente la materialización de tal “conducta administrativa”.

Por supuesto que no será un trabajo fácil demostrar con la seriedad y cautela que merece —por sus eventuales consecuencias— la situación fáctica de la administración de hecho, pues como lo señala Gagliardo, “acreditar que un sujeto ha obrado como administrador no es una tareas sencilla y el tema se complica cuando lo ha sido en su calidad de oculto”, entendiéndose por tal, a aquel que “controla la gestión social pero no actúa de manera directa sino a través de los directores de jure , ejerciendo sobre ellos una influencia directa y sistemática”[13].

Desde la perspectiva expuesta, como otros ejemplos útiles a los ya brindados, también entran dentro de esta “categoría” los administradores y representantes que no cumplen con las condiciones legales para ejercer el cargo —inhabilitados—, o que fueron electos en violación a las normas legales o estatutarias, o aquel que ostentando un poder general de administración reemplaza en la práctica a los directores designados por el órgano de gobierno de la sociedad incurriendo en conductas propias de la función de aquellos.

Pero la mayoría de los supuestos que se suelen presentar están relacionados con la actuación promiscua y dominante del socio mayoritario, o del controlante, del socio oculto, o del socio único que administra y dirige el ente sin integrar formalmente su órgano de administración en las sociedades anónimas y en las SAS, únicas que admiten la unipersonalidad en la legislación argentina.

O sencillamente, quienes cumplen de facto con funciones de gestión, administración y dirección propias de directores o gerentes, según el caso, sin serlo formalmente.

 

 

III. Algunas referencias implícitas a estos administradores en la legislación

Se encuentra una evidente e implícita referencia a estos administradores en la ley 19.550 cuando en sus artículos 18 y 19 se ocupa de las sociedades con objeto ilícito y con objeto lícito pero que realizan actividad ilícita, respectivamente.

En estos preceptos, se carga la responsabilidad por los perjuicios causados sobre los socios, los administradores y quienes hubieran actuado como si lo fueran en la gestión social.

La mención a quienes participaron en la gestión social en forma genérica y sin mayores condimentos, permite incluirlos y extenderles los efectos de estas normas, o sea, solo cuando se trate de una sociedad objeto ilícito o con objeto lícito y actividad ilícita, delimitando específicamente así los contornos de la antijuridicidad.

 

Lo propio sucede con el artículo 54 de la ley 19.550 que se ocupa del daño causado a la sociedad por dolo o culpa de socios o de quienes no siéndolo la controlen, situación que evidentemente alcanza a quienes administran de hecho, pero siempre que se den los presupuestos concretos fijados por la norma antes mencionada.

 

Además, se encuentra alcanzado el administrador de hecho como legitimado pasivo de la acción de responsabilidad concursal[14] —artículo 173, ley 24.522—, si a partir de una conducta dolosa —único factor de atribución admisible por la ley— hubieren producido, facilitado, permitido o agravado la situación patrimonial del deudor o su insolvencia.

En cuanto a este tema, la reforma unificó el concepto de dolo (artículo 1724, Código Civil y Comercial) optando por una figura que se asimila más al llamado dolo obligacional que el Código de Civil regulaba en su artículo 506, dejando atrás definitivamente toda referencia a la inejecución maliciosa o a la intención de dañar —véanse artículos 521 y 1072, ambos del Código Civil—, razón por la cual, ahora solo es relevante la intención en la acción —incumplimiento intencional de una obligación o del deber jurídico de no dañar — que provoca el daño injustificado que se lleva adelante y no la voluntad de dañar.

No se debe olvidar que antes de la unificación, la opinión mayoritaria se inclinaba por aplicar a estos casos el dolo delictual (artículo 1072, Código Civil) que exigía un “acto ilícito ejecutado a sabiendas” —aspecto intelectual— que implicaba tener conocimiento de la antijuridicidad del acto y la “intención de dañar” —aspecto volitivo—, es decir, que el sujeto se representó las consecuencias dañosas que el acto que iba a llevar a cabo —por acción u omisión— e igual siguió adelante[15].

Pero no es todo, porque ahora, el concepto de dolo trae el artículo 1724 del Código, admite bajo este factor de atribución, no solo al daño causado “de manera intencional”, sino también, a aquel que es consecuencia de la “manifiesta indiferencia por los intereses ajenos”[16].

 

 

IV. La utilidad de su inclusión en la ley 19.550

 

1. Estas breves consideraciones que he formulado permiten vislumbrar lo útil que puede resultar contar con una regulación expresa de estos administradores de facto donde se establezcan los requisitos que deben reunir estos sujetos para ser calificados así, aspecto este, como lo destaqué, muy importante por sus potenciales efectos jurídicos, pues se debe evitar caer en el simplismo en el que muchas veces se suele incurrir, especialmente en estos tiempos donde impera la idea de ensanchar la responsabilidad, algo a lo que muchas veces se arriba con cierta y, no menos, preocupante facilidad.

De todo lo que se viene argumentando se desprende que una normativa adecuada serviría básicamente para: a) caracterizar a estos administradores, b) para que, a partir de ello, se puedan imputar a la sociedad los actos por estos llevados a cabo relacionados a dicho ente y sus consecuencias, c) la posibilidad de valorar su accionar como si fueran administradores legítimos bajo las premisas tales como la diligencia y lealtad del buen hombre de negocios, para exigirles una mayor diligencia y la valoración de la previsibilidad de las consecuencias, y d) extenderles la responsabilidad solidaria.

El camino a seguir en este campo de la responsabilidad de los administradores de hecho entiendo que lo da el texto del artículo 52 de la ley 27.349, precepto que alcanza tanto a las personas humanas como a las jurídicas que desarrollan o intervienen habitualmente desplegando un accionar positivo de gestión, administración o dirección de la sociedad, a quienes esa norma les extiende la responsabilidad en igual forma y con los mismos alcances que a los administradores de iure.

 

2. Aplicar a los administradores de facto las obligaciones y deberes que se exigen a los que ejercen de iure dichos cargos es valioso, porque esa asimilación los coloca en un mismo nivel de exigibilidad —en materia de deberes legales exigibles— al tener que valorarse su conducta en torno a la sociedad, los socios y terceros, a través del tamiz conformado por la diligencia y lealtad de un buen hombre de negocios y, con base en esta premisa, extenderles, si correspondiera, la responsabilidad solidaria que se imponen a los administradores societarios de derecho los artículos 59 y 274 de la ley 19.550.

 No se debe perder de vista que los supuestos tratados por la ley a los que me he referido antes —de los artículos 18 y 19, ley 19.550 y artículo 173, ley 24.522— solo abarcan casos específicos de solidaridad expresamente dispuesta por el ordenamiento, el cual, de manera alguna comprenden todos aquellos casos donde se debería activar la responsabilidad personal de los administradores de hecho.

Se suma a ello que la solidaridad no se presume, sino que debe surgir expresa e inequívocamente de la ley o del título constitutivo de la obligación (artículo 828, Código Civil y Comercial), status jurídico que hoy claramente no se encuentra normado.

Por esta razón, su implementación impone la existencia de normas concretas porque dadas las características de la solidaridad, esta no puede ser extendida por analogía.

 

3. De acuerdo a lo expresado anteriormente, considero importante que exista una norma o normas propias que los reconozca a estos administradores de hecho como tales expresamente, los caractericen, que les imponga los deberes legales de diligencia y lealtad, y que les extienda a estos sujetos la responsabilidad solidaria e ilimitada, de la misma forma que a los administradores formales del ente, efecto que, para no generar controversia alguna, debe ser dispuesto específicamente por la ley positiva, según fue mencionado.

Otro tanto sucede con la imputación de los actos obrados por estos y sus efectos a la sociedad, tal como lo dispone el artículo 58 de la ley 19.550 “para el administrador o el representante que de acuerdo con el contrato o por disposición de la ley tenga la representación de la sociedad”, fundamentalmente cuando los afectados son los terceros quienes merecen especial tutela, pues no se debe olvidar que es conditio sine qua non para que una persona pueda ser considerada administrador de hecho que su obrar como tal sea tolerado, permitido o aceptado por el resto de los integrantes del órgano de administración o por los socios, tal como fue expresado en párrafos anteriores.

Precisamente, una regulación posibilitaría valorar la conducta tales administradores —y las consecuencias de esta (artículo 1725, Código Civil y Comercial)—, siempre bajo el factor de atribución subjetivo (artículos 59 y 274, ley 19.550)[17], asimilándolos con tal objeto, a quienes integran legítimamente el órgano de administración, razón por la cual, su conducta también debería ser apreciada en el marco que delimitan los deberes legales fiduciarios a cargo de aquellos —de iure—, es decir, de lealtad y de diligencia de un buen hombre de negocios.

 

4. Por otra parte, no sería razonable que la responsabilidad únicamente se impute a quien posee título suficiente —administrador de derecho—, si ambos han ejercido y realizado actividades igualmente ilícitas e imputables[18], solo por no contar con “la investidura formal”[19].

Adicionalmente, razones de seguridad jurídica llevan a sostener que “la responsabilidad del que obra de hecho, cuanto menos, es similar al director legalmente designado”[20], pues se debe evitar que aquellos que carecen de legitimidad o legitimación jurídica para actuar en el ámbito societario, escapen a la responsabilidad por los daños que han causado, cuando han desempeñado —de facto— la función de administrar, dirigir y gestionar los negocios corporativos.

Es que si mediante elementos de prueba objetivos, apreciados de acuerdo a las reglas de la sana crítica, se arriba a la conclusión de que se está ante un administrador de hecho, su accionar debería inexorablemente ser evaluado de acuerdo a la naturaleza de las obligaciones y de las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar que caracterizan el marco concreto en el que se desenvuelve la actividad societaria, ámbito donde tiene un lugar singular y trascendente la temática de la administración o gestión del ente que, en el caso que aquí nos ocupa, alguien asumió voluntariamente y de facto.

Y aun cuando su responsabilidad en ciertos casos podría ser fundamentada sobre las bases de las normas de la responsabilidad civil en general en la medida que se acrediten los presupuestos exigibles para que esta se haga efectiva —antijuridicidad, factor de atribución, daño y nexo de causalidad adecuada—, incluso, y de corresponder, aplicar el régimen de las obligaciones concurrentes si fuera el caso (artículo 850, Código Civil y Comercial), por ser un típico supuesto de responsabilidad especial societaria entiendo que debe ser tratado por la ley 19.550 por ser el marco adecuado para su consideración.

Asimismo, su reconocimiento —no su legitimación— por la ley en forma directa y sin tener que acudir a interpretaciones sobre si es o no considerado tal en algún supuesto específico, facilitaría la tarea a la hora de imputar a la sociedad los actos realizados por aquel bajo la apariencia de una representación que formalmente no tienen, para proteger así a los terceros que, de buena fe, entendieron haber contratado con aquella a través de su “representante” o de quien aparentó serlo.

 

 

IV. Breves reflexiones finales

 

1. Como lo destaqué en otro apartado de este trabajo, si algo es determinante para califica a este sujeto —que, tal como bien lo reflejó el artículo 52 de la ley 27.349 puede ser una persona humana o jurídica—, no es un título jurídico por el cual se es administrador, sino “el hecho de la administración, que puede ocurrir independientemente del título y de la investidura”[21].

Esta realidad práctica denota la complejidad del asunto bajo análisis, porque expone las dificultades que presenta determinar en un caso concreto y desde un plano puramente fáctico la existencia de estos particulares administradores, pero también, el razonable objetivo de evitar la impunidad de aquellos que, a causa de su accionar, provoquen un daño injustificado a otros, resultado este que transforma a tal conducta obrada en antijurídica (artículo 1717, Código Civil y Comercial).

Se puede apreciar que, todo lo que se viene argumentando en estas líneas, no es otra cosa que una derivación lógica de la aplicación de los principios que gobiernan la responsabilidad societaria —en particular— y civil en general, de los que es inevitable deducir que, aquel que “se inserta en la administración y gestión de la empresa no puede quedar inmune por el solo hecho de no mediar designación, porque ello parece tanto como invertir el fundamento mismo de la razón profunda que inspira el régimen de la responsabilidad de los administradores”[22].

 

 2. Otro punto a tener en cuenta en pos de la regulación que aquí se propone es que, más allá de las pocas situaciones atendidas por una norma legal a las que ya me referí y que hacen alusión implícita al administrador de hecho, lo cierto es que ningún precepto lo contiene en forma directa y expresa.

Esta orfandad normativa hace que, por ejemplo, en virtud del principio de tipicidad que exige un necesario ajuste entre la conducta tipificada y la obrada por el sujeto, no sea posible imputarles el delito de defraudación la administración fraudulenta (artículo 173 inc. 7º, Código Penal), porque para ello, se debe dar una directa e inexorable vinculación jurídica del imputado en lo que hace a la administración o cuidado de bienes ajenos —v.g. de la sociedad—, la que debe estar dispuesta por la ley, la autoridad o por un acto jurídico, no por una mera situación fáctica.

Empero, ello no representa un obstáculo para que pueda quedar comprendido como un partícipe del delito antes mencionado o como autor penalmente responsable de otra de las especies de defraudación reguladas por la legislación criminal.

No obstante, como ya se dijo antes, el abordaje por la legislación de este instituto adquiere utilidad para definir qué requisitos se deben reunir y probar para caracterizar a estos administradores, la imputación de sus actos de administración —y efectos jurídicos— a la sociedad, la imposición de los deberes de diligencia y lealtad, como la responsabilidad solidaria e ilimitada por los daños y perjuicios que resultaren de su acción u omisión, ambos previstos por el artículo 59 de la ley 19.550.

 

3. Naturalmente que su expresa recepción en el articulado de la ley societaria a partir de una futura y eventual reforma, debería incluir, según ya fue destacado, ciertos recaudos específicos de acreditación obligatoria para que se pueda tener por configurada razonablemente la existencia de tal administrador de hecho.

 

A tal fin, se advierten como elementos definitorios a demostrar, la habitualidad en el ejercicio de la gestión y la realización constante de actos de administración de la sociedad los principales, además de esa tolerancia o aceptación tácita por los administradores regulares y socios —no necesariamente de ambos—, extremos todos estos que deben ser probados acabadamente en base a evidencias objetivas apreciadas bajo las reglas de la sana crítica, y sin aceptar ningún atajo legal o principio protectorio para dar por sentada fácilmente la existencia de un administrador de hecho con el objeto de alivianar la carga de la prueba de aquel que demanda a quien considera resposnable.

Insisto en esto último, para evitar que, bajo el pretexto de la realización de ciertos actos propios de la gestión, muchas veces cumplidos aisladamente e, incluso, con cierta frecuencia, por diversos socios no administradores, o por empleados o mandatarios formalmente constituidos, entre otros, se cargue injustamente sobre las espaldas de sujetos inocentes responsabilidades que no le son propias, a causa de valoraciones o apreciaciones apresuradas de los hechos y de la prueba.

Entiendo, por lo tanto, inaplicables a este tópico principios tales como el in dubio pro operario o el in dubio pro consumidor, dado que la determinación de la condición de administrador siempre le corresponde a la ley especial societaria (artículo 150, inciso 1º y 1709, Código Civil y Comercial), con un criterio restrictivo y desde la perspectiva que dicha normativa establece —o que en el futuro fije, si esta figura que estudiamos fuera incorporada a la ley—, atento a que esta responsabilidad especial tiene en cuenta las circunstancias y el contexto donde se desenvuelven los negocios y actividad societarios[23].

Solo desde esta plataforma fáctica y jurídica específica, en mi opinión, debe ser evaluada esencialmente la responsabilidad de los administradores de sociedades, sean estos de derecho o de hecho.

 

2. Esto último nos conduce al ámbito del derecho de daños, el cual establece, como fue adelantado ut supra, diversos presupuestos que también deben ser probados debidamente y en su totalidad para que el deber de responder de estos sujetos pueda ser exigido, porque sin dejar de hacer hincapié en la especialidad de la ley societaria, las normas que informan la teoría general de la responsabilidad civil que contiene el Código Civil y Comercial, son plenamente aplicables en la medida que estas no se opongan o modifiquen las disposiciones de la Ley General de Sociedades[24].

Estos presupuestos legales, como se sabe, son la antijuridicidad, la prueba del daño injustificado, la demostración de la culpa o el dolo del administrador —factor de atribución subjetivo— y una relación de causalidad adecuada entre el obrar del agente y el perjuicio causado a la sociedad, a los socios y, principalmente, a terceros.

Hago mención también a los socios, porque aun cuando estos hubieran tolerado el proceder de aquél, ello no justifica eximir de responsabilidad a quien ejerce la administración de hecho por los daños injustamente causados, salvo que tales socios hubieran obrado con mala fe o fuesen co-responsables por la producción de esos perjuicios.

 

3. También considero importante señalar una vez más que, la sola demostración de la existencia de dicho administrador de facto no es causa generadora, en principio, de acto ilícito alguno, ni genera obligación de responder por el solo ejercicio de esa administración, si no se han acreditado los presupuestos de la responsabilidad civil apuntados anteriormente. La antijuridicidad formal por sí misma no es suficientemente relevante. Debe existir un daño injustificado que guarde relación de causalidad con tal proceder informal.

Por lo demás, tampoco su tratamiento legal implica legitimarlo como administrador, siendo prueba de ello el ya referenciado texto del artículo 52 de la ley 27.349, que solo los asimila a los administradores de iure en lo que respecta a la responsabilidad solidaria e ilimitada.

Indudablemente, su inclusión en el ordenamiento societario a los fines de extenderle —cuando ello jurídicamente corresponda— la responsabilidad que pesa sobre aquellos que administran legítimamente la sociedad, permitiría cubrir esa situación actualmente no tratada en forma explícita por la ley 19.550 y dar cobertura legal a potenciales perjuicios que se pueden derivar de su actuación.

De esta forma, el administrador de hecho, por un lado, respondería en forma personal, ilimitada y solidaria frente a la sociedad, los socios y terceros por los daños que ha causado a cualquiera de estos, por el hecho o en ocasión de su actuación como tal —de facto—; mientras que el o los de iure, también lo harían, pero por haber permitido que aquel —el “de hecho”— actuara cuando carecía de legitimación para hacerlo, circunstancia que los coloca en un evidente supuesto de negligencia —por lo menos— sancionada por el artículo 59 de la ley 19.550[25].

 

Concluyo así estas simples reflexiones que solo representan algunas pocas ideas nada originales, lanzadas al debate para reavivarlo y poder repensar la utilidad de la inclusión en nuestro ordenamiento positivo y de manera expresa, de una temática con la que es común enfrentarse en ámbito jurídico empresarial.



[1] Este trabajo reconoce como antecedente una ponencia titulada “Zona de crisis y responsabilidad de los administradores”, que he presentado en el “XV CONGRESO ARG. DE DER. SOC. - XI CONGRESO IBEROAMERICANO DE DER. SOC. Y DE LA EMPRESA”, Córdoba, 2022, Libro de Ponencias, T. IV, p. 129 y ss.

[2] VÍTOLO, Daniel. R., Ley 27.349 comentada, Buenos Aires, Ed. Thomson Reuters La Ley, 2017, p. 216.

[3] Art. 27, ley 1258/2018 de Colombia sobre “Sociedad por acciones simplificada”: “Las reglas relativas a la responsabilidad de administradores contenidas en la Ley 222 de 1995, les serán aplicables tanto al representante legal de la sociedad por acciones simplificada como a su junta directiva y demás órganos de administración, si los hubiere.

PAR. Las personas naturales o jurídicas que, sin ser administradores de una sociedad por acciones simplificada, se inmiscuyan en una actividad positiva de gestión, administración o dirección de la sociedad, incurrirán en las mismas responsabilidades y sanciones aplicables a los administradores”.

[4] VÍTOLO, op. cit.. p. 216

[5] GAGLIARDO, Mariano, Responsabilidad de los directores de sociedades anónimas, Buenos Aires, Ed. AbeledoPerrot, 2011, T. II, pp. 830-832.

[6]SASOT BETES, Miguel A. y SASOT, Miguel P., Sociedades Anónimas – El órgano de administración, Buenos Aires, Ed. Ábaco de Rodolfo Depalma, 1980, p. 75.

 

[7] MARTORELL, Eduardo E., Los directores de las sociedades anónimas, Buenos Aires, Ed. Depalma. 1990, p. 193.

[8] BORDA, Alejandro, Teoría de los Actos Propios, Buenos Aires, Ed. AbeledoPerrot, 2017, p. 41

[9] FILIPPI, Laura L., El administrador de hecho en la sociedad anónima, Córdoba, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, 2006, p. 54 (www.acaderc.org.ar, fecha de captura 05/3/18).

[10] FARGOSI, Horacio P. y FARGOSI, Alejandro, “Nota sobre los directores de hecho”, en La Ley, T. 1987-E, p. 578.

[11] SASOT BETES, M. A. y SASOT, M.P., op. cit., p. 73.

[12] FILIPPI, L. L., op. cit., p. 240.

[13] GAGLIARDO, Mariano, op cit., pp. 830-831.

[14] JUNYENT BAS, Francisco y FERRERO, Luis F., Acciones de Responsabilidad en la Quiebra, Buenos Aires, Errerius, 2016, p.49.

[15] LORENZETTI, Ricardo L. (dir. y autor), GALDOS, Jorge M. (autor —artículos 1724-1725, entre otros), Código Civil y Comercial de la Nación – Comentado, Santa Fe, Ed. Rubinzal-Culzoni, 2015, T. VIII, p. 409.

[16] MARCOS, Fernando J., “Las acciones de responsabilidad concursal: sus alcances y la aplicación preferente de la ley 24.522”, publicado en la “Revista de Derecho Privado y Comunitario, Insolvencia II”, Santa Fe, Ed. Rubinzal Culzoni, T. 2019-3, pp. 431-482.  En este trabajo he abordado, entre otros aspectos, la cuestión del factor o criterio de atribución subjetivo dolo, antes y después de la reforma.

[17] Véase ponencia que he presentado en este congreso titulada “La vigencia de la especialidad de la responsabilidad societaria”: “La responsabilidad de los socios y administradores de sociedades es de carácter especial y se encuentra regulada exclusivamente por la Ley General de Sociedades —y por la ley 27.349 para las SAS—. Por esta razón, no son aplicables las reglas previstas por el Código Civil y Comercial para las personas jurídicas privadas sobre el particular, con excepción de las normas que en general regulan la responsabilidad civil, en la medida que estas no se opongan o modifiquen las disposiciones de la ley societaria (artículos 150 y 1709, Código Civil y Comercial)”. En este trabajo sostengo la aplicación excluyente del factor de atribución de responsabilidad subjetivo en la responsabilidad de los administradores de sociedades.

[18] JUNYNET BAS, F. y FERRERO, L. F., op. cit., p. 49. Los autores tratan la cuestión, pero en relación a la legitimación pasiva en el marco de la acción de responsabilidad concursal.

[19] MARTORELL, E. E., op. cit., p. 196.

[20] GAGLIARDO, M., op. cit. p. 834.

[21] SASOT BETES, M. A. y SASOT, M. P., op. cit., p. 73.

[22] FARGOSI, Horacio P. y FARGOSI, Alejandro E., op. cit. p. 584.

[23] MARCOS, Fernando J., “La responsabilidad societaria y concursal, frente al derecho de daños y los cambios generados por la unificación”, Revista Código Civil y Comercial, Buenos Aires, Ed. Thomson Reuters La Ley, Año II, nº 10, nov. 2016, pp. 189-212).

[24] MARCOS, Fernando J., “La vigencia de la especialidad de la responsabilidad societaria”, ponencia presentada en el “XV CONGRESO ARG. DE DER. SOC. - XI CONGRESO IBEROAMERICANO DE DER. SOC. Y DE LA EMPRESA”, Córdoba, 2022, Libro de Ponencias, T. IV, p. 137 y ss.

[25] SASOT BETES, Miguel A. y SASOT, Miguel P., op. Cit., pp.75-76.