Por: Fernando
Javier MARCOS
Publicación: Revista Argentina de
Derecho Societario
- Número 32 - Diciembre 2022. Fecha: 20-12-2022
Universidad Austral - IJ Editores,
Cita: IJ-MMMDCCCLXVII-966
Link: https://ar.ijeditores.com/pop.php?option=articulo&Hash=d922ec60e514dec9d71a999da19d5847
Sumario: I. Introducción al tema. Primeras consideraciones. II. Zona de
insolvencia o zona de crisis. III. Marco fáctico y legal donde se dirime la
responsabilidad de los administradores. IV. Zona de crisis y responsabilidad,
¿algo cambia? V. Algunas ideas finales para repensar.
I.
Introducción al tema. Primeras consideraciones
1. La escasez
que sobreviene y que paulatinamente se va agravando cuando un sujeto, en
especial, de una sociedad, ingresa en los sinuosos caminos que conducen a la
insolvencia, motoriza todo tipo de ideas direccionadas hacia el lógico objetivo
de tutelar su patrimonio y de lograr su recomposición, cuando es menester,
porque aquel constituye la garantía común de los acreedores, tal como lo
explicita actualmente el artículo 242 del Código Civil y Comercial, el cual se
encuentra integrado por los bienes presentes y futuros del deudor, según lo
indica el artículo 743 del mismo código.
Para poder materializarlo, además de las diversas
acciones previstas por el legislador para proteger la integridad del patrimonio
e intentar que los bienes regresen al redil del que no debieron salir, cuando
ello hubiese sucedido, otra forma de alcanzar esa meta, en parte, es mediante
la promoción de acciones de
responsabilidad para obtener la reparación del daño injustificadamente
causado al ente, a los accionistas e, incluso, a terceros, por parte —en el
caso que ocupa estas líneas— de los administradores de sociedades, reguladas estas
acciones, tanto por la societaria como por la ley concursal (artículos 276,
277, 278 y 279, ley 19.550 y artículo 173, ley 24.522).
En esa dirección, las cosmovisiones sobre este especial
capítulo del derecho societario de la responsabilidad de los administradores
son diversas y se acrecientan cuando el obrar de estos se evalúa frente a la crisis de la compañía que, vale aclarar antes
de avanzar, comprende necesariamente etapas previas a la insolvencia, identificada esta última en nuestra Ley de Concursos con
la cesación de pagos, o sea, “es el estado de un patrimonio impotente para afrontar las
obligaciones que lo gravan”[1].
La referencia a esa instancias anteriores al momento
en que se instala definitivamente la patología patrimonial antes destacada,
merece puntual cuidado y atención a la hora de analizar el comportamiento de
los administradores, quienes por su rol y a causa de la manda legal que les
impone el deber de obrar con la
diligencia y lealtad de un buen hombre de negocios, se ven obligados —deben— a tomar decisiones razonables y
oportunas para evitar dicha crisis, o para no agravarlas o para mitigar sus
consecuencias, según sea la instancia en la que la sociedad se encuentre pero,
fundamentalmente, para superarla si es posible.
Naturalmente que ello no solo compete a los
administradores, sino también y, en gran medida —aunque no siempre—, también a
los socios, pero aquí nos ceñiremos exclusivamente a la problemática que
propone el título de este ensayo.
2. Actuar
dentro de los parámetros legales que impone el artículo 59 de la ley societaria,
significa —en cuanto dependa de tales administradores— prevenir el daño,
decidir y obrar en consecuencia con el profesionalismo que se deriva de esa
responsabilidad agravada del buen hombre de negocios a la que hice mención
anteriormente, velando por el interés social, el de los accionistas y el de los
terceros que potencialmente se puedan ver perjudicados por la dificultades que provoque
el incumplimiento de las obligaciones a su cargo por parte de la sociedad
deudora.
Es común que esas dificultades para cumplir, comiencen
en la mayoría de los caso ―mas no necesariamente en todos―, asociadas a una
inadecuada gestión y, en ocasiones, también a una progresiva infrapatrimonialización causada por el
mayor, constante y, cada vez, más costoso endeudamiento que se va gestando ante
la imposibilidad sostenida de resolver el déficit con otras medidas o acciones económica
y financieramente más potables y superadora que solo tomar deuda para pagar cada vez más deuda, como tantas veces se ve.
Ahora bien, en particular, desde la sanción de la ley
26.994 que dio vida en nuestro ordenamiento jurídico al nuevo Código unificado
y, entre otras, a parciales reformas al texto de la ley 19.550 —ahora Ley
General de Sociedades—, los abordajes y los alcances de aquella
responsabilidad, básicamente de gestión y de administración de una empresa —esta última, característica constitutiva
impuesta a la sociedad por el artículo 1º de la ley 19.550— y, por cierto, de
un patrimonio ajeno —el de la
sociedad—, se han profundizado con importantes análisis y argumentos.
Se agrega a esto, la tendencia general a lo que se ha
dado en llamar el ensanchamiento de la
responsabilidad, a cuyo impacto no fue ajeno el campo del derecho en el que
transcurren los temas en los que se centran las cuestiones que se tratan en
estos párrafos.
3. Con
distintos matices, se encuentran aquellos que, con una perspectiva más
integradora de las normas especiales y del Código citado, arriban a
conclusiones que, con una apreciación menos rigurosa de los artículos 150 y
1709 y , definitivamente más amplia de los artículos 1º, 2º y 3º, todos del
Código Civil y Comercial, abren la posibilidad de extender la responsabilidad
de los administradores de sociedades sobre la base de reglas previstas para los
administradores de personas jurídicas privadas en general.
Pero también están quienes se apoyan para definir
estas cuestiones en la ley societaria como norma especial y, por lo tanto, de
aplicación preferente frente a las normas del Código Civil y Comercial, tal
como lo disponen su artículos 150 y 1709[2] ya referidos, aunque sin
dejar de reconocer la vigencia y aplicación de los preceptos que informan la teoría general de la responsabilidad civil
regulada en el Código Civil y Comercial —y, anteriormente, en el Código Civil—,
en tanto no se opongan a las reglas del régimen societario —y concursal—,
grilla, adelanto, en la que me ubico.
Las distintas maneras de pensar, interpretar y aplicar
el derecho societario que he sintetizado anteriormente —con las limitaciones
que ello implica—, no solo se refleja en el campo de la responsabilidad, sino
también, en el estudio de diversos temas vinculados directamente con las
sociedades, como por ejemplo, el concepto y rol del capital social,
especialmente cuando se ingresa en la compleja —a la hora de establecerla en la
práctica— zona de insolvencia , o
sea, “aquel estado de la sociedad en la que se encuentra en dificultades para
atender normalmente su pasivo”[3], es
decir, que no puede cumplir con sus obligaciones exigibles en forma regular.
Fue por estas razones que he considerado relevante
hacer mención a dicho estado de cosas, dada su directa implicancia en el tópico
que aquí se analiza.
II. Zona
de insolvencia o zona de crisis
1. Desde la
perspectiva que he expresado en el punto anterior y para tratar el tópico bajo
estudio, personalmente prefiero referirme a esta particular situación o estado patrimonial
como zona de crisis, en lugar de zona de insolvencia.
Ello, no solo para evitar que se la pueda vincular
conceptualmente —al menos en el ámbito del derecho argentino— con la
insolvencia misma o cesación de pagos, sino para incluir dentro de esta
denominación a la pre-insolvencia, o
sea, esa instancia donde comienzan a vislumbrarse las dificultades económicas y
financieras con rasgos de generalidad sobre el patrimonio que, habitualmente, por
no decir casi siempre, preceden a la cesación de pagos —insolvencia económica—
que regula nuestra ley concursal, en muchas ocasiones asociada a progresivos
procesos de infracapitalización material
o de infrapatrimonialización, como se
los quiera denominar.
Al margen se dan situaciones sorpresivas que degeneran
en una insolvencia directa, motivada ello por algún evento grave que la
desencadena.
Yadarola, refiriéndose a la cesación de pagos, sostuvo
acertadamente que esta es un “estado económico del patrimonio”[4],
algo que es obvio, porque este hecho
económico precede y se identifica a la vez, con el presupuesto objetivo de
origen jurídico que habilita el acceso a las herramientas legales previstas
para evitar la quiebra o, en su caso, para liquidar la masa de bienes del
deudor cesante cuando la insolvencia es definitiva.
Sin
duda, esta idea del estado económico del patrimonio se puede extender a la crisis, como presupuesto más amplio que,
en el futuro, debería formar parte de nuestra legislación concursal, porque es
una obviedad que las dificultades previas o la pre-insolvencia, también
responden a esa conceptualización.
2. Entiendo
que hablar de zona de crisis es la
forma más adecuada de identificar realmente y en toda su dimensión, ese período
temporal que comienza cuando aparecen esas primeras alarmas o alertas que, por
su relevancia, reiteración o paulatino agravamiento, no pueden pasar
desapercibidas para un administrador que se desempeñe con el debido cuidado que
exige la responsabilidad profesional del buen
hombre de negocios, que aquel asumió al aceptar gestionar y administrar los
negocios societarios y el patrimonio de dicho ente.
Me refiero, entre otras, a señales como el
sobreendeudamiento de la compañía, la falta de liquidez o el insuficiente flujo
de caja para cumplir con las obligaciones asumidas y exigibles o para llevar
cumplir con el objeto social, o la infracapitalización y, en especial, la
infrapatrimonialización de la sociedad ya citadas.
De todas formas, se debe resaltar antes de continuar,
que determinar cuándo comienza esa zona de crisis no es tarea fácil, ni se
identifica necesariamente con el mero hecho del incumplimiento de una
obligación exigible. Es una tarea mucho más compleja que exige un tratamiento
prudente y realista, para no recrear situaciones que permitan sustentar
imputaciones de responsabilidad que desnaturalicen el principio que exige como
pauta esencial, que se verifique un daño que
denomino injustificado o injusto —como
condición para hablar de antijuridicidad—,
el cual se configura cuando es causado por una acción u omisión que no está
justificada (artículos 1717 y 1718, Código Civil y Comercial).
3. Hice hincapié
en la infrapatrimonialización,
porque, sin desconocer la función que la ley 19.550 da al capital social, es
definitivamente el patrimonio, o sea,
el conjunto de bienes que integran el activo de la sociedad la verdadera garantía para los acreedores,
algo que se desprende con precisión de los ya mencionados artículos 242 y 743
del Código Civil y Comercial.
La correcta dimensión y función del patrimonio impactó
favorablemente en las personas jurídicas
privadas, al disponerse que estos sujetos deben tener uno (artículo 154,
Código Civil y Comercial), dejando de lado la mención al capital, cuya calidad estática
denota su inutilidad como verdadera y real garantía frente a los acreedores
sociales.
A tal punto es el lugar que se da al patrimonio en el
Código, que como causal de disolución de una persona jurídica privada se
establece, no la pérdida del “capital” sino “el agotamiento de los bienes
destinados a sostenerla”, o sea, su ese patrimonio (artículo 163, inciso “i”,
Código Civil y Comercial.
Lamentablemente, no corrió la misma suerte la ley
19.550 a pesar de su reforma, pues sigue sosteniendo el concepto de capital
social “nominal” (artículo 11, inciso 4º) y como causal de disolución “la
pérdida de capital social” (artículo 94, inciso 5º), con las graves y, en
principio, casi automáticas consecuencias que en la responsabilidad de los
administradores prevé el artículo 99, cuando es obvio que lo verdaderamente
relevante es el patrimonio de la sociedad y su suficiencia para responder por
el pasivo[5].
Lo cierto es que el debate sobre este punto se encamina
hacia aquello que sí es verdaderamente relevante como garantía, dejando atrás
una valoración del capital social que, en mi opinión, se desentiende de la
realidad, porque en los hechos, no termina siendo garantía cierta de nada.
Como lo enseñó Vivante hace años, “este capital nominal y abstracto (nomen juris) llena frente al patrimonio
o capital real, la función de un recipiente destinado a medir el grano, que ora
supera le medida, ora no llega a colmarla. La confusión entre estos dos
instrumentos de la vida social, el uno formal y el otro material, puede dar
lugar a muchos equívocos peligrosos para la interpretación de la ley, si no se
les tiene bien diferenciados”[6].
Todo lo expuesto, hace que, para evaluar adecuadamente
la responsabilidad de los administradores durante su gestión se deba hacer foco
en el estado del patrimonio social y su evolución, porque la sola pérdida de
capital nominal no recompuesto, existiendo un patrimonio real, no puede generar
una responsabilidad automática en los administradores e, incluso, en los socios
más allá de la propia del tipo social.
Deben acreditarse para que el deber de resarcir se
ponga en funcionamiento, todos los casos los presupuestos de la responsabilidad
civil, es decir, la antijuridicidad, un daño injustificado, un factor de
atribución de responsabilidad subjetivo
—en el caso de los administradores societarios, dada la especialidad de su
responsabilidad[7]— y una
relación de causalidad adecuada entre dicho daño y la conducta del agente.
En resumen, sin ingresar en un debate que supera el
objeto de estas líneas, aun cuando se pretenda sostener que el capital nominal
cumple una función de garantía, considero que ello es “una absoluta falacia
argumental impedida de cumplir fin tuitivo alguno”[8], porque el
valor que representa ese capital solo se mantiene invariable en la
contabilidad, dado que inmediatamente a la constitución de la sociedad esos
fondos pueden ser aplicados al giro del negocio, significando ello, en los
hechos, que puede ser consumido inmediatamente al día siguiente de ser
conformado el ente.
4. Ahora bien, hablar de zona de crisis
es importante, porque la solvencia de
un sujeto tiene diversas aristas que no se reducen a la mera cesación de pagos
como detonante de los problemas que lo van llevando hasta las puertas del
concurso o de su propia quiebra.
Los
bienes que conforman el patrimonio de una persona, la relación de su activo y
pasivo —solvencia económica— y la capacidad de aquel para pagar —repago— en
términos de liquidez, o más precisamente, “de poder satisfacer sus obligaciones
con los medios regulares disponibles”[9]
de acuerdo a su situación patrimonial —económica y financiera—, determinan su solvencia (in bonis) o, en caso contrario, su insolvencia (in malis),
supuestos reconocidos por el ordenamiento legal y que según la forma como se
manifiesten van a producir distintos efectos, siendo el último de ellos —la
cesación de pagos— conditio sine qua non
para dar paso a la apertura del concurso preventivo.
La
solvencia en sí, exige que se den dos requisitos que han sido calificados como estático y dinámico[10].
El primero, se presenta cuando el pasivo es
inferior al activo que debe atender, o sea, que se presenta como un mero
desequilibrio aritmético —solvencia
contable—, mientras que el restante, se configura cuando el deudor puede
cumplir regularmente sus obligaciones exigibles —solvencia económica—.
Contrariamente,
la sola insolvencia contable —desequilibrio
aritmético-estático, entre un activo menor que el pasivo— no alcanza para abrir
el concurso, sino que es necesario que se presente y exteriorice la insolvencia económica o cesación de
pagos —sinónimo jurídico de la insolvencia para la legislación argentina—, para
cuya conformación se prescinde de aquel desequilibrio estático entre activo y
pasivo, para materializarse ante el estado de impotencia del patrimonio para
hacer frente o cumplir con las obligaciones que lo gravan ante la exigibilidad
de las prestaciones adeudadas[11].
El
problema es que cuando ese estado adquiere tal relevancia para la ley
concursal, es porque ya se ha consolidado una deficitaria situación económica,
pero principalmente de orden financiero,
porque lo que se ve esencialmente afectada es la liquidez del deudor, quien no
cuenta ya con la disponibilidad de efectivo suficiente para atender sus
obligaciones, ni con otros recursos regulares para hacerlo, tales como el
acceso a la apertura de crédito bancario disponible o de otros bienes o
recursos financieros fácilmente liquidables.
De
ello se sigue la importancia de incluir como presupuesto objetivo en nuestro
sistema legal concursal a la crisis,
entre otros como el sobreendeudamiento, además de sistemas de alertas como lo hace le legislación
italiana, que sirvan para anticiparse a la insolvencia, siendo insuficiente la
posibilidad más amplia que habilita la ley en el caso del acuerdo preventivo
extrajudicial —APE— (artículos 69 y ss., ley 24.522).
5. Establecidas estas ideas básicas, se puede advertir que la crisis no es algo que se produce en forma repentina, sino que es un
proceso que se va dando, al menos en gran parte de los casos, de manera
paulatina, por lo que definir o advertir cuando se está ingresando en una zona
donde los problemas se van a generalizar o, si se trata de una situación
pasajera, estacional o específica que se va a poder sortear, no es tarea fácil.
Es que las empresas tienen dificultades a lo largo de
su existencia, pero no todas son disparadoras de una crisis económica y
financiera patrimonial que sea relevante como para repensar si la
responsabilidad de los administradores debe sufrir algún tipo de cambio,
agravamiento o giro especial, especialmente cuando la dinámica de los negocios
lejos está de ser lineal.
Sin duda, insisto, muchas veces resulta complejo
determinar cuándo comienza o se manifiesta esa zona de crisis.
Autores como Junyent Bass, quien habla de “zona de
insolvencia”, la ubican siguiendo lo establecido por el artículo 174 de la ley
24.522 —que extiende la responsabilidad concursal que prevé el artículo 173 de
la ley concursal—, a los actos practicados hasta un año antes de la fecha
inicial de la cesación de pagos[12].
No obstante, en la práctica, los hechos económicos que
la desencadenan no siempre aparecen con la contundencia o claridad, algo que
complica su real determinación.
III. Marco
fáctico y legal donde se dirime la responsabilidad de los administradores de
sociedades
1. Sobre este
punto, la ley 19.550 da pautas delimitantes de la responsabilidad de los
administradores en sus artículos 59 y 274.
En el primero de ellos, como ya fue señalado, dispone
que “los administradores y los representantes de la sociedad deben obrar con
lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios”, para luego hacerlos
responsables ilimitada y solidariamente, por los daños y perjuicios que
resultaren de su acción u omisión cuando incumplan con tales deberes.
A su vez, el artículo 274 mencionado establece que,
“los directores responden ilimitada y solidariamente hacia la sociedad, los
accionistas y los terceros, por el mal desempeño de su cargo, según el criterio
del artículo 59, así como por la violación de la ley, el estatuto o el
reglamento y por cualquier otro daño producido por dolo, abuso de facultades o
culpa grave”.
Como lo describió en su oportunidad Otaegui, el artículo 59 mencionado, “incluye la
responsabilidad por las funciones de gestión operativa y empresaria sujetas a
las pautas de lealtad y diligencia, y la responsabilidad por la funciones de
representación y cogestión societarias reguladas por la ley o el estatuto, lo
que constituye la responsabilidad por la violación de la ley, el estatuto y el
reglamento, que explicita la LS, art. 274”[13].
Estas normas definen y delimitan la responsabilidad de
los administradores societarios de manera específica y por encima de cualquier
otra contenida en el Código Civil y Comercial, pues rige la prelación normativa
de la ley societaria frente al Código, tal como lo regulan los artículos 150 y
1709 de este último, en virtud del principio de la lex specialis que da preferencia a la norma especial frente a otra
de aplicación más general[14].
Y cuando nos adentramos en las reglas concursales, es
decir, las que regulan la situación patrimonial del deudor in malis, también adquieren trascendencia preceptos como el
artículo 142 y, en especial, el artículo 173 de la ley 24.522 que se ocupa de
la responsabilidad concursal propiamente dicha.
Esta última exige para su aplicación que se acredite
el dolo como único factor de
atribución admitido por la norma, concepto que fue remozado y reformulado por
el artículo 1724, segunda parte, del Código Civil y Comercial al definirlo como
“la producción de un daño de manera intencional o con manifiesta indiferencia
por los intereses ajenos”.
2. Tal como
lo he expresado en otros trabajos, la especialidad de la ley societaria y de la
ley concursal no significa excluir la aplicación de la teoría general de la responsabilidad
civil que contiene ahora el Código Civil y Comercial, al igual que lo hacía
antes el Código Civil, sino todo lo contrario.
Concretamente, sostengo que la responsabilidad administradores de sociedades
—y también de los socios, agrego— es de carácter especial y se encuentra
regulada exclusivamente por la Ley General de Sociedades —y por la ley 27.349
para las SAS—, razón por la cual, no son aplicables las reglas previstas por el
Código Civil y Comercial para las personas jurídicas privadas sobre el
particular, con excepción de las normas que en general regulan la
responsabilidad civil, en la medida que estas no se opongan o modifiquen las
disposiciones de la ley societaria (artículos 150 y 1709, Código Civil y
Comercial)[15].
3. Un aspecto
sustancial a tener en
cuenta es el riesgo empresarial que
caracteriza a los negocios y a la actividad de estas organizaciones con
independencia de su envergadura.
Los empresarios “se
desenvuelven dentro de un mercado de riesgo constante”[16],
circunstancia y contexto del que no se puede prescindir para efectuar un
diagnóstico útil y, principalmente, para proponer alternativas o salidas útiles
y de posible realización para superar la crisis.
La
visualización y comprensión de tal estado de riesgo cierto, deja expuesto que
el administrador no es responsable por el resultado de los negocios.
Es
así que, para evaluar el proceder de quien ejerce la administración de acuerdo
a los deberes legales a cargo, pero también, para también dar previsibilidad y
seguridad a estos, nace en el derecho inglés y luego se desarrolla en el
derecho norteamericano la denominada business
judgment rule —reglas de juicio empresarial, de los negocios, de
discrecionalidad—, que permiten deslindar responsabilidad a los administradores
societarios cuando estos obraron de buena fe, en pos del interés social —sin
interés personal—, con diligencia profesional y considerando la información
disponible[17].
Todas
estas reglas o pautas de actuación tienen presente el contexto donde se da la
actividad empresarial que no es otro que el mercado, el cual, si bien no puede
servir como excusa para justificarlo todo, representa ese marco donde se debe
medir y evaluar la dimensión del deber de cuidado y de previsibilidad para
confrontar conducta obrada con la debida —del buen hombre de negocios—.
Para
ello, conforme lo establecía el artículo 512 del Código Civil, ahora replicado
básicamente por el 1724 del Código Civil y Comercial cuando da el concepto de
culpa, la medida de la omisión de la diligencia debida estará determinada por la naturaleza de la obligación y las
circunstancias de las personas, el tiempo y el lugar —culpa en concreto—. Puro
sentido común que se traduce en lo jurídico como razonabilidad.
Esta
señera norma que opera como soporte fundamental de un sistema que, a pesar de
los avances de la responsabilidad objetiva, continúa asentado sobre la base de
la culpa (véase artículo 1721, in fine, Código Civil y Comercial).
Tales
antecedentes me permite sostener que tales reglas de juicio empresarial son
conceptualmente aplicables actualmente en el derecho argentino aunque no
integren cuerpo normativo alguno, porque no hacen más que delinear para el caso
de la administración societaria, esas pautas contenidas en el citado artículo
1724 que obliga al intérprete a la hora de evaluar la conducta obrada por el
administrador, cual era la debida según
la ley, la índole de las obligaciones a su cargo, las circunstancias y el contexto
donde su accionar de despliega.
Prescindir
de todo esto restaría al análisis y eventual imputación dirigida a un sujeto,
todo sustento jurídico válido, porque la responsabilidad siempre se debe
evaluar en cada caso y en concreto, sin que ello reste importancia al patrón
abstracto del “buen hombre de negocios”, que hace referencia a una exigencia
mayor y profesional que la norma hace a quienes se desempeñan en la gestión
societaria.
En
con conclusión, sería jurídicamente irrazonable y absurdo, por ejemplo,
responsabilizar a un administrador que, a pesar de su diligencia, no puede
impedir la insolvencia de la sociedad si la empresa es condenada por “la ley
del mercado”[18].
IV. Zona de crisis y responsabilidad, ¿algo cambia?
1. Pues
bien, ingresando en el objetivo propuesto al inicio, se debe tener presente que
el deber de diligencia y lealtad del buen hombre de negocios que directamente
tiene como destinataria a la sociedad e, indirectamente, a sus socios,
inexorablemente lleva implícito, obviamente, el deber de obrar con buena fe, de
ejercer regularmente los derechos, sin incurrir en fraude a la ley y causar un
daño injustificado —violación del deber jurídico de no dañar—, razón por la
cual, tal accionar y dentro de esos parámetros, indirectamente va a redundar
inexorablemente en beneficio de los acreedores de la sociedad.
Afirmo esto, porque no sería jurídicamente admisible
y, menos aún, viable, administrar, gestionar y, a partir de ello, hacer
negocios en el marco del objeto social y en beneficio del ente —y, a la postre,
de sus socios—, sin cumplir a su vez, con los principios y preceptos que
instituyen los artículos 9, 10 y 12 del Código Civil y Comercial,
implícitamente contenidos en los artículos 59 y 274 de la ley 19.550.
Estos deberes legales condicionan y determinan el
contenido y alcances de esa conducta
debida que es exigible a los administradores de la sociedad, imponiendo a
estos fundamentales actores obrar con prudencia, previsibilidad, cuidado y
lealtad, además de motorizar las acciones necesarias para desempeñar
correctamente su cargo en beneficio de la sociedad y los socios.
2. Frente a
esto, corresponde ahora preguntarse, qué sucede si la sociedad ingresa en esa
zona de crisis patrimonial porque comienzan a surgir esas señales de alerta:
¿se produce algún cambio sustancial en la responsabilidad de los
administradores?
Ante ello se ha dicho que se produce un cambio de
dirección de los deberes fiduciarios de los administradores —deber de
cuidado/diligencia y de lealtad— hacia los acreedores sociales.
Lorente, señala
que “constituye un principio particular del sistema concursal norteamericano el
que los deberes fiduciarios de cuidado y lealtad que los administradores
sociales y gerentes deben a la sociedad y los accionistas, emanados ellos de
las leyes societarias locales (dictadas por cada Estado), cuando la entidad
ingresa en lo que denominan “zona de insolvencia”, entonces, tales deberes
fiduciarios sujetos a la regla de interpretación o juicio empresarial se
amplían (en lo que a sujetos beneficiarios de tales deberes) hasta alcanzar a
los acreedores”[19].
Otros entiende
que tales “deberes fiduciarios de los administradores sociales no mutan ni
deben mutar de beneficiario, aun cuando la sociedad se asome a la zona de
insolvencia”[20] o
de crisis, como la hemos designado en párrafos precedentes.
O, simplemente, que en nuestro medio, no es necesario
acudir a la noción foránea de zona de insolvencia para justificar la
responsabilidad de los administradores[21].
Si bien esto demanda un desarrollo más profundo que el
admitido por este comentario, ello no me impide establecer algunas pautas
útiles para aplicar a estos casos que, en modo alguno, invalidan los criterios
comentados en términos muy generales en los párrafos precedentes.
3. En primer
término, no creo necesario hablar en el derecho argentino de un desplazamiento
o mutación de deberes fiduciarios cuando la sociedad se encuentra en una
situación de crisis patrimonial, más o menos instalada o definida, como la
planteada.
Coincido con Julia Villanueva cuando sostiene que en
nuestro derecho argentino no es necesario recurrir a la noción de zona de
insolvencia para imputar responsabilidad a los administradores de sociedades, porque
como lo expondré, las normas que regulan esa responsabilidad, tanto en la ley
especial, como en el Código Civil y Comercial —en lo pertinente—, son
suficientes para tratar el accionar de estos y sus eventuales consecuencias, de
corresponder.
Aquí solo acudimos al concepto de zona de insolvencia o, como fue señalado, de zona de crisis a modo referencial y no porque sea necesario regular
nada nuevo.
Entiendo que, frente a la crisis, el deber de obrar
con diligencia y lealtad de un buen hombre de negocios que se viene comentando,
lo que hace es simplemente exigir de los administradores un mayor deber de
actuar con diligencia, previsibilidad y prudencia en la gestión de los negocios
sociales y del patrimonio de la sociedad que es la garantía de los acreedores, algo
que es jurídicamente una obviedad.
Solo luego de satisfacer las obligaciones sociales los
socios podrán percibir nuevamente —si correspondiere— dividendos.
Por lo tanto, si los administradores no cumplen con
tales deberes, particularmente, al no desplegar las acciones que de ellos
dependan para prevenir, no agravar, o disminuir los daños y perjuicios que el
estado de pre-insolvencia o la insolvencia pueda causar a los acreedores
sociales, se hará efectiva también su responsabilidad personal frente a estos
si, además de acreditarse los presupuestos generales de la responsabilidad
civil —antijuridicidad, daño, factos de atribución y relación de causalidad
adecuada— fundamentalmente se demuestra se ha transgredido, en todo o en parte,
lo dispuesto por los artículos 59 y 274 de la ley 19.550.
En tal caso, los acreedores cuentan a su favor —y
también de los socios— con las acciones individuales que prevé el artículo 279
de la ley 19.550.
Pero si los administradores han obrado con buena fe y
ejerciendo regularmente sus derechos como tales, ninguna responsabilidad les
puede caber ante un estado de crisis económica y financiera que afecte a la
sociedad.
4. Por qué
digo que no cambian de dirección o de destinatario los deberes fiduciarios que
se vienen considerando.
Simplemente porque solo existe una forma lícita de ser
diligente.
Me explico. Si el administrador obrara para favorecer
a los socios en perjuicio de los acreedores mal podría hablarse de que actuó
con diligencia, pues esta únicamente supone
un comportamiento lícito que en este caso no habría verificado.
No existe una diligencia “ilícita”.
Para hablar de lealtad y diligencia de un buen hombre
de negocios, se debe haber actuado y gestionado los asuntos y negocios
sociales, lícitamente y cumpliendo con tales deberes
Y si se lo hizo —especialmente en medio de una crisis—
tomando las medidas a su cargo y alcance, también habrá procedido correctamente
también respecto de los acreedores sociales —terceros—.
De ahí que no cambian de dirección o de norte los
deberes fiduciarios, sino que estos se mantienen enfocados en la sociedad e,
indirectamente en los socios.
Si se cumple lícitamente con ello, también se habrá
cumplido con los terceros acreedores de la sociedad.
Como lo expondré a continuación, en el derecho
argentino no hace falta redireccionamiento alguno, porque ciertas reglas en
materia de responsabilidad civil cuya aplicación es pertinente en este campo
societario dan la solución, determinando —adelanto— un incremento o mayor
exigencia en el cumplimiento de tales deberes fiduciarios a causa del cambio de
escenario, en orden a la razonable previsibilidad de las eventuales
consecuencias que se pueden derivar de una crisis, demandando de los
administradores decisiones acordes y tempestivas.
5. Dije antes que en nuestro ordenamiento no es
determinante evaluar si existe un cambio, redirección o mutación de los
llamados deberes fiduciarios.
Insisto en ello, porque contamos con un precepto, el
artículo 1725 del Código Civil y Comercial —versión remozada del artículo 902
del Código de Vélez—, que se conecta perfecta y armónicamente con el régimen de
responsabilidad que contiene la ley 19.550, sin alterar el contenido y alcances
de este último en absoluto, ni lo que he señalado en materia de responsabilidad
sobre la especialidad del régimen legal societario y concursal.
Desde la plataforma que brinda el citado artículo
1725, se puede sostener que lo único que cambia, sin necesidad de efectuar
complejos análisis de situación y de alternativas posibles, es la aparición de una
mayor exigibilidad y esmero en el cumplimiento efectivo de esos deberes
fiduciarios de diligencia y lealtad que, en lo relacionado con el deber de
diligencia propiamente dicho, la norma mencionada dispone como pauta de
valoración de la conducta obrada —por el administrador, en este caso— que,
“cuando mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las
cosas, mayor es la diligencia exigible al
agente y la valoración de la previsibilidad de las consecuencias”.
Perfectamente, esa mayor exigencia y, bajo tales
condiciones, o sea, ese mayor obrar con prudencia y pleno conocimiento que se
espera de un administrador societario, también puede ser aplicable a la
lealtad.
Por complejo que resulte, esto es lo que sencillamente
ocurre.
Cuando una sociedad ingresa en esa zona de conflicto
patrimonial generalizado —zona de crisis—,
lo que se agrava es el deber de cuidado y lealtad con el que deben actuar los
administradores, quienes deben obrar con buena fe, profesionalismo,
previsibilidad y prudencia al gestionar la crisis.
Esto es así, porque se agrava la valoración de su
conducta, lo que no significa exigirles aquello que no está a su alcance, sino
un accionar útil, oportuno y responsable ante la crisis y de acuerdo a lo que
razonablemente se espera de quien gestiona con cuidado y previsión.
Ello implica que, de ser necesario y de corresponder, “los
administradores tienen el deber de exteriorizar la insuficiencia patrimonial a
los socios”[22],
convocando a estos últimos para que tomen alguna decisión de índole
patrimonial, sobre la base de la ley societaria o, en su caso, para que sometan
a la sociedad al procedimiento concursal que corresponda, para tutelar a la
empresa, los bienes que la integran —el patrimonio social— y el crédito, lo que
implicara para estos ingresar en un régimen de mayor exigencia como es el que
regulan los artículos 16 y 17 de la ley 24.522.
Comprende este menú de opciones que, destaco, no
obliga a los socios con responsabilidad limitada a recomponer el patrimonio
siempre que hubiera actuado lícitamente como tales, es decir, con buena fe y ejerciendo
regularmente sus derechos, también el pedido de la propia quiebra de la
sociedad, decisión que tomada oportunamente representa un verdadero obrar de
buena fe en el marco de los negocios.
Pero lo que no puede pasar es la ausencia de un
accionar razonable, diligente y oportuno frente a la crisis.
No hacer nada, no es una opción lícita, especialmente
cuando la insolvencia provoca aquello que Satta describió con total claridad,
al decir que entre los acreedores del fallido se termina dando “una natural
solidaridad en las pérdidas”[23].
Esto significa que, todos deben obrar con buena fe y
celo, tutelando el patrimonio de la sociedad, cuya, insisto, integridad y
protección es vital, porque ahora esos bienes sí tienen un principal
destinatario si la insolvencia no se puede superar: la masa de acreedores.
Como se puede apreciar, las reglas de la
responsabilidad civil aplicadas con razonabilidad y con la coherencia que manda
el artículo 2º, in fine, del Código
Civil y Comercial, en este caso, el artículo 1725 mencionado, se ajustan
perfectamente y permiten modalizar los alcances de la conducta esperada de los
administradores quienes, ante la crisis, deberán, como lo he destacado antes,
con una mayor diligencia y previsibilidad para proteger el patrimonio de la
sociedad que es la garantía final de los acreedores.
V. Algunas
ideas finales para repensar.
Corolario
de todo lo que se viene exponiendo y planteando, es que cuando la sociedad
ingresa en una zona de crisis
patrimonial, los mentados deberes fiduciarios de los administradores no cambian
de destinatario en el régimen legal argentino, es decir, de la sociedad e,
indirectamente, los socios.
No
obstante, cuando las dificultades económicas y financieras comienzan a dar
muestras de cierta persistencia y, en especial, de un constante agravamiento
que deja a la vista que no se trata de algo circunstancial y pasajero que no
amerita acciones de mayor envergadura, se activa el deber de obrar con mayor
cuidado y pleno conocimiento de las cosas que prevé el artículo 1725 del Código
Civil y Comercial, agravando así, la responsabilidad de los administradores, quienes
ante un panorama de tal complejidad deberán llevar a cabo todos los actos y
gestiones para superar la crisis y , en especial, para prevenir, no agravar o
mitigar el daño que la pre-insolvencia o la insolvencia puedan causar a la
sociedad, a los socios y, principalmente a los acreedores sociales, siempre, en
cuanto de ellos dependa (artículo 1710, Código Civil y Comercial).
Todo
esto lleva al operador jurídico a tener que considerar necesariamente la
naturaleza de las obligaciones a cargo de los integrantes del órgano de
administración, como así también, la circunstancias de las personas, del tiempo
y del lugar, es decir, el contexto ―como ya fue expresado―, que no es otra cosa
que evaluar la responsabilidad sin prescindir del ámbito propio donde se llevan
a cabo la gestión y negocios societarios, cuyas características llevan a
sostener que el riesgo empresarial y sus consecuencias no generan deber alguno
de resarcir cuando la administración se ha llevado adelante dentro de los
parámetros legales vigentes (artículos 59 y 274, ley 19.550 y artículo 1725 del
Código Civil y Comercial).
Esta
responsabilidad, especialmente regida por los artículos 59 y 274 de la ley
19.550, no se altera en absoluto ante la crisis, entendida esta última con la
amplitud expuesta[24].
No
obstante, obliga a los administradores societarios a proceder en casos como el
que se vienen analizando, con mayor cuidado, celo y buena fe, desplegando toda
acción a su alcance para sortear las dificultades y, principalmente, para evitar
perjudicar a los acreedores, cuyos créditos deber ser satisfechos previamente,
como ya se dijo, para que luego los socios puedan volver a percibir sus
dividendos legítimamente.
De
no cumplir con el mandato legal de obrar con la diligencia y lealtad de un buen
hombre de negocios al detectar problemas que pueden afectar la situación
patrimonial de la sociedad, es decir, si no proceden con ese mayor cuidado y
profesionalismo que la situación razonablemente demanda, quedarán expuestos a
las acciones de responsabilidad social y concursal y, cuando corresponda, a las
acciones previstas por el artículo 279 de la ley 19.550 les concede a tales
acreedores y también a los socios.
En
síntesis, el sistema legal argentino provee todas las reglas y herramientas
para evaluar y atender las derivaciones que generen responsabilidad de los
administradores de sociedades por su accionar en medio de una zona de crisis, quedando en claro que
sus deberes fiduciarios no mutan o cambian de destinatario, sino que solo es
necesario aplicar los preceptos de la ley especial y, en su caso, de la teoría
general de la responsabilidad civil en lo que fuera pertinente.
[1] FERNÁNDEZ, Raymundo, Fundamentos
de la quiebra, Buenos Aires, Ed. Cía. Impresora Argentina S.A., 1937, p.
274.
[2] Sobre el precepto del artículo 1709 del Código Civil y Comercial,
medular para este análisis, destaco que en su inciso a) presenta un evidente
error de redacción al indicar que se deben aplicar primero “las normas
indisponibles de este Código y de la ley especial”.
Afirmo esto,
porque no es razonable que “lo general” modifique “lo especial”, sino al revés.
Ese orden
lógico antes mencionado, es el mismo que sigue el Código en diversos preceptos
dirigidos a establecer reglas de prelación, siendo claros ejemplos de ello,
además de los ya indicados, el artículo 963 para los contratos, los artículos
1094 y 1095 para las relaciones de consumo y el artículo 1834 para los títulos
valores cartulares.
Al respecto, es interesante la opinión de
Galdós en tal sentido (LORENZETTI, Ricardo L. (dir) y GALDÓS, Jorge M. (autor),
Código Civil y Comercial de la Nación –
Comentado, Santa Fe, Ed. Rubinzal-Culzoni, 2015, T. VIII, pp. 292-3.
[3] LORENTE, Javier,
“Pautas de conducta de los administradores sociales cuando la sociedad se
encuentra en ‘zona de insolvencia’. Responsabilidad hacia terceros
(acreedores)”, ponencia presentada en el IX Congreso Argentino de Derecho
Societario. V Congreso Iberoamericano de Derecho Societario y de la Empresa”,
libro de ponencias, p. 468.
[4] YADAROLA, Mauricio, “El concepto técnico-científico de Cesación de
Pagos”, en Homenaje a Yadarola,
Héctor Cámara (Coord.), Ed. Universidad Nacional de Córdoba, 1963, T. II, p.
211 (Publicado originariamente en “Jurisprudencia Argentina, octubre de 1939).
[5] VIVANTE, Cesar, Tratado de Derecho Mercantil, Madrid,
Ed. Reus, 1932, Vol. II, p. 207: “El patrimonio de una sociedad es el conjunto
de todas las relaciones jurídicas de que ella es titular, relaciones de
propiedad, de goce y de garantía sobre cosas corporales e incorporales. Dicho
patrimonio es esencialmente mudable según las vicisitudes de la industria, pero
conserva constantemente los caracteres jurídicos de una universalidad de
derecho, inscripta y perteneciente al ente social. ... En contraposición al
patrimonio o capital efectivo, esencialmente mudable, existe el capital nominal
de la sociedad, fijado establemente por una cifra contractual, que tiene una función
contable y jurídica, una existencia de derecho y no de hecho. Todos los
esfuerzos legislativos tienden a hacer coincidir el valor del patrimonio social
con el importe del capital en el momento en que se constituye la sociedad;
después de esa momentánea coincidencia desaparece favorable o
desfavorablemente, según las vicisitudes económicas de la sociedad”.
[6] Ibídem, p. 208.
[7] MARCOS, Fernando J.,
“La responsabilidad societaria y concursal, frente al derecho de daños y los
cambios generados por la unificación”, Revista
Código Civil y Comercial, Buenos Aires, Ed. Thomson Reuters La Ley, Año II,
nº 10, nov. 2016, pp. 189-212).
[8] LÓPEZ TILLI, Alejandro,
Financiamiento de la empresa, Buenos
Aires, Ed. Astrea, 2010, p. 43.
[9] GEBHARDT, Marcelo, Prevención de la insolvencia, Buenos
Aires, Ed. Astrea, 2009, p. 9.
[10] PORCELLI, Luis A., Régimen Falencial – Análisis Metodológico, Buenos Aires, Ed. Hammurabi S.R.L., 2010,
p. 45.
[11] BERSTEIN, Omar R., Inminente Cesación de Pagos – Necesaria
ampliación del presupuesto objetivo del concurso preventivo, Buenos Aires,
Ed. Astrea, 2018, pp. 17-24.
[12] JUNYENT BAS, Francisco,
conferencia dictada en el marco de la Jornada sobre “Disolución por pérdida de
capital social y concurso”, organizada por los Institutos de Derecho Concursal
y de Derecho Comercial, Económico y Empresarial del Colegio de Abogados de San
Isidro, realizada 8/6/2022, donde también disertó el Dr. Ariel A. Dasso.
[13] OTAEGUI, Julio C., Administración Societaria, Buenos Aires,
Ed. Ábaco de Rodolfo Depalma, 1979, p. 389.
[14] NINO, Carlos S., Introducción al Derecho, Buenos Aires,
Ed. Astrea, 1984, p. 275.
[15] MARCOS, Fernando J., “La
vigencia de la especialidad de la responsabilidad societaria”, ponencia
presentada en el “XV CONGRESO ARG. DE DER. SOC. - XI CONGRESO IBEROAMERICANO DE
DER. SOC. Y DE LA EMPRESA”, Córdoba, 2022, Libro de Ponencias, T. IV, p. 137 y
ss.
[16] DOBSON, Juan Ignacio, Interés Societario, Buenos Aires, Ed.
Astrea, 2010, p. 144.
[17] Proyecto de Reforma de
la Ley General de Sociedades 19.550, año 2019, elaborado por la Comisión
integrada por los doctores Rafael N. MANÓVIL, Guillermo R. RAGAZZI, Alfredo L.
ROVIRA, Gabriela S. CALCATERRA y Arturo LIENDO ARCE. Véase su artículo 59 quinquies.
[18] SEGAL, Rubén, Acuerdos Preventivos Extrajudiciales,
Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1998, p. 21.
[19] LORENTE, J., op. cit., p. 470.
[20] DUPRAT, Diego A. J. y
PALAZZO, Carlota, “Deberes fiduciarios de los administradores de sociedades en
zona de insolvencia. ¿Deben mutar a los acreedores?”, La Ley, 6 de junio de 2022, p. 4.
[21] VILLANUEVA, Julia, “La responsabilidad de los administradores frente a
la insolvencia social”, en Diario La Ley, 20/08/2019, p. 1.
[22] SCHNEIDER, Lorena R., Responsabilidad
del directorio y el riesgo empresario, Buenos Aires, Ed. Marcial Pons,
2022, p. 376.
[23] SATTA, Salvatore, Instituciones
del Derecho de Quiebra, Rodolfo O. Fontanarrosa (trad.), Buenos Aires, Ed.
EJEA, 1951, p. 32.
[24] Véaase cap. II de este
trabajo.
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