Por: Fernando Javier MARCOS
(Publicado en "Revista de las Sociedades y
Concursos", Ricardo A. Nissen (dir), Año
18-2017-3, pp. 21-52, Ed. FIDAS)
Sumario: I. El
deber de prevención. Las reglas de
integración normativa como punto de
partida. II. La aplicabilidad de la teoría
general del derecho de daños al derecho societario. III. La función preventiva en el Código Civil
y Comercial. IV. Algunas notas sobre la responsabilidad del
ente y de quienes lo administran. V. El
deber de prevención y su impacto posible. Algunas conclusiones provisionales.
I. El deber de prevención. Las reglas de integración normativa como punto de partida
1. El derecho de daños, al igual que otras disciplinas
jurídicas, fue objeto de
importantes modificaciones como
consecuencia de la sanción del Código Civil y Comercial que, como era
imaginable, no resultaron inocuas para
otros ámbitos del ordenamiento legal donde ocupa la escena la temática que
provoca estas líneas, es decir, la responsabilidad.
Su repercusión en el
campo societario era inevitable, pues al igual que su antecesor, el actual
Código contiene bajo el clásico rótulo de “Responsabilidad Civil”[1], toda la normativa vinculada a su teoría
general —entre otros aspectos más específicos—, capítulo en el que abrevan las distinta ramas
del ordenamiento legal —como
siempre lo han hecho—, pues por lo general, aquellas solo contienen disposiciones
puntuales vinculadas con las distintas
áreas que regulan las leyes especiales, cuya
existencia como tales se justifica porque
atienden situaciones y relaciones, fácticas
y jurídicas, con caracteres y
fines particulares propios de su objeto.
En esta oportunidad
me ocuparé de presentar algunas primeras ideas sobre las implicancias que se
pueden derivar en el campo de la responsabilidad de los administradores y presentantes de las sociedades de la “función
preventiva” que, en materia de derecho
de daños, ha quedado definitivamente instalada a partir del texto del artículo 1710
del Código Civil y Comercial que dispone en forma expresa que toda persona tiene el deber jurídico de prevenir un daño
injustificado.
Desde esta
perspectiva, se puede comenzar señalando
que, si bien el abordaje del Derecho impone al intérprete la necesidad de
arribar a conclusiones o fórmulas para solucionar al caso concreto[2] que exhiban una cierta
y razonable armonía lógico-jurídica con el ordenamiento jurídico en su totalidad,
la plataforma normativa y también conceptual que hoy representan los artículos 1º y 2º el Código
Civil y Comercial, afirma la
inexorable existencia de un sistema legal, cuyas reglas deben superar, no solo el test de constitucionalidad
y convencionalidad[3], sino también, el tamiz que conforman “los principios y valores
jurídicos”[4],
pues solo así puede ser considerado justo.
Se trata, lisa y llanamente de la instalación de un mecanismo de valoración del Derecho, que por cierto, excede holgadamente el contenido
literal y sustancial de la propia norma.
Para lograrlo, se convoca a una
sana y razonable[5] integración de los distintos cuerpos
normativos específicos —también denominados microsistemas[6]—
con el propio Código, con la Constitución de la Nación y los tratados de derechos humanos en los que
la República sea parte (artículos 1º y 3º CCyCo.)[7].
Desde esta
perspectiva y para favorecer esa integración normativa, el propio legislador previendo la segura injerencia
del Código en los diversos campos
del Derecho regidos por mencionadas leyes especiales, estableció reglas puntuales
dirigidas a facilitar en un marco de seguridad jurídica la convivencia de los
distintos cuerpos legales, sobre la base de un esquema sustentado en dos principios hermenéuticos
rectores, uno que da preeminencia a la norma especial sobre aquella de carácter general —“lex specialis sobre la le x generalis”—, y el otro,
que dispone que la ley general no deroga a una anterior
ley especial —“lex posterior generalis non derogat legi priori speciali”—[8].
Parto de esta premisa sustancial, porque
particularmente en lo que
respecta al derecho de daños o de las responsabilidad civil[9],
se han presentado opiniones diversas relacionadas con la ley aplicable al caso,
en esta materia que se ocupa y regula el
deber de resarcir el daño injustamente causado (art. 1716 Cuyo.), más precisamente con los alcances de sus normas contenidas en el Código Civil y Comercial, cuando se
trata de valorar y decidir sobre la
responsabilidad de los administradores de las personas jurídicas
privadas y, en particular, de las
sociedades, que en su mayoría poseen un objeto
y actividades mercantiles[10].
2. No pretendo hacer aquí un análisis a fondo de esta cuestión[11]
pues no es el tema convocante, pero sí
entiendo necesario fijar una posición sobre el punto, para poder luego
avanzar sobre los aspectos cuyo comentario motivan estas líneas[12].
En relación a las personas jurídicas
privadas en general y a las sociedades reguladas por las ley 19.550, a la que se suma —entre otras— la nueva norma que crea la sociedad por acciones simplificada (SAS), es
decir, la ley 27.349, fundamentalmente
son dos las normas del Código que tienen
implicancias directas en la temática que
origina este breve trabajo.
Me
refiero al artículo 150 que trata sobre
la ley aplicable respecto a las personas jurídicas privadas y al artículo 1.709
que fija las reglas de prelación normativa
en el campo del derecho de daños.
Ambas cobran una fundamental trascendencia
para este análisis, pues de su adecuada
interpretación depende el criterio que se va a seguir para interpretar y,
finalmente determinar, como se debe producir la integración entre las normas generales y especiales, atendiendo
primordialmente al carácter de orden
público del que puedan estar estas revestidas.
De acuerdo a lo señalado, es sabido que el artículo 150 del Código
Civil y Comercial dispone que las personas
jurídicas privadas que se constituyen en el País — universo al que también
pertenecen las sociedades en virtud de lo expresamente indicado por el artículo
146 del mismo Código—, se van a regir en
primer término, “por las normas
imperativas de la ley especial o, en su defecto, de este Código;…”[13].
Sin lugar
a dudas, este precepto
no pasa inadvertido para el
derecho societario y concursal, porque trata temas que se tocan, en mayor o menor medida, con
aspectos específicamente regulados en las leyes 19.550 y 24.522
respectivamente, sobre responsabilidad societaria y concursal.
Por lo demás, su redacción es clara y, en
mi opinión, no genera dudas al
intérprete. Se advierte la adscripción
del Código al principio que da
prevalencia a la norma imperativa[14] especial por sobre la general (léase: del
Código Civil y Comercial), estableciendo “un orden lógico de prelación de
normas aplicables a las personas jurídicas privadas nacionales. Dada la
variedad de personas jurídicas privadas que pueden tener un régimen legal
especial, en primer lugar se aplican las normas imperativas dispuestas en cada
ley o, en su defecto, las del mismo carácter previstas en el Código”[15].
A su turno, el artículo 1709 del Código Civil y Comercial
también establece reglas de prelación
normativa[16]
en el puntual tema de la responsabilidad civil,
donde se reedita el estado de
cosas descripto en el párrafo anterior, aunque con mayor contundencia, porque
se trata en este precepto sobre las normas aplicables en materia de
derecho de daños y su interrelación con la que
contiene la legislación societaria en particular.
También aquí, siguiendo el criterio que
gobernó otros preceptos encaminados al mismo objetivo (véase también arts. 963, 1082, 1094 y 1834, todos del
Código Civil y Comercial), fijó como regla la aplicación de las normas
indisponibles de la ley especial y luego las del Código, al margen del error en
el que se incurrió al redactar el inciso “a” del mentado artículo 1709, el cual
no podría ser aplicado razonablemente si en la práctica se quisiera materializar su contenido
literal (la norma general nunca puede lógica y
razonablemente modificar la regla especial, de la misma forma que la condición
general no puede modificar la condición particular, sino viceversa)[17].
II. La
aplicabilidad de la teoría general del derecho de daños al derecho societario
Una vez establecidos estos puntos basales
para el análisis aquí propuesto, con sustento en los argumentos precedentes se puede afirmar que, de la misma manera que
siempre sucedió en el ámbito del derecho privado —también del público, aunque
ahora ha quedado excluido según lo disponen los artículos 1764, 1765 y 1766 del
CCyCo.)—, la teoría general de la responsabilidad
civil tiene plena aplicación en las áreas
jurídicas gobernadas por normas especiales, salvo que reglas concretas
contenidas en estas últimas dispongan o
regulen aspectos relacionados con la
responsabilidad y, eventualmente,
con todo aquello vinculado a la función
preventiva y punitiva propias del moderno derecho de daños.
Cabe resaltar que, por otra parte, esto
siempre fue así, dado que ninguna de las leyes que se ocupan de los
llamados microsistemas normativos
contienen una teoría general sobre la responsabilidad.
No es una novedad decir que todo lo que
hace a la regulación de los presupuestos de la responsabilidad
(antijuridicidad, factores de atribución subjetivos u objetivos, daño
resarcible y relación de causalidad),
entre otros temas relacionados
(responsabilidad directa, por el hecho de terceros, derivada de la intervención
de cosas y de ciertas actividades, responsabilidad colectiva, ejercicio de las
acciones, etc.), solo encuentran acogida en el Código Civil y Comercial, tal
como antes ocurría con el Código de Vélez.
Por este motivo, sorprende a veces la preocupación que esto ha generado, salvo aquella que se origina en ciertas
posturas frente al tema, que pretenden hacer
una interpretación, en mi opinión, no ajustada
a derecho, porque se confunde un necesario orden de prelación entre
preceptos especiales y generales de una materia concreta —al que únicamente se
debe acudir cuando se presenta un conflicto
normativo—, con una inexistente posibilidad de elegir la norma que
subjetivamente se entienda más favorable —para el deudor, el damnificado,
etc.—, aunque ello implique salirse del
esquema que establece la ley especial que rige el caso.
Ciertamente el llamado “diálogo de
fuentes” —que en ocasiones poco tiene de “diálogo”, o sea, de razonable
integración normativa y se parece más a un barullo— no debe perder de vista la
exigencia sustancial emanada de los
artículos 2º y 3º del Código Civil y Comercial, que obliga a interpretar la ley
“de modo coherente con todo el ordenamiento”, pues solo así se puede
arribar a una conclusión o decisión —en su caso— “razonablemente fundada”
(artículos 2º ý 3º del CCyCo.).
III. La función preventiva en el
Código Civil y Comercial
1. Para poder comprender mínimamente los alcance del deber de
prevención y la acción preventiva que de
este se deriva, efectuaré algunas consideraciones —menores porque mal podría en este limitado ensayo
tratar todos los pormenores— sobre el tratamiento que el Código da a este
instituto en su articulado (artículo 1710-1715), el cual es incorporado al
derecho positivo nacional como un deber
genérico y con un alcance amplio, con
injerencia en todo el derecho privado.
Comenzaré
por decir, que una verdadera transformación sustantiva en lo que a derecho de daños se refiere, fue
la que pretendió llevar a cabo la
Comisión Redactora[18]
del Anteproyecto del actual Código Civil y Comercial de la
Nación, continuando en gran medida los lineamientos del Proyecto de Código
Civil unificado con el Código de
Comercio de 1998 elaborado por comisión designada por decreto presidencial
685/95[19]
en sus artículos 1584-1588, al legislar sobre la función preventiva y punitiva
de la responsabilidad civil.
Sin
embargo, el texto sancionado por la ley
26.994, entre otros “retoques”, eliminó sorpresivamente el texto del original
artículo 1713 referido a la “sanción pecuniaria disuasiva” (punición), por lo
que esta figura quedó así relegada al Derecho del Consumidor que expresamente
contiene el instituto del daño punitivo en el artículo 52 bis de la ley 24.240.
Como lo
señala Ubiría[20], “el Código carecía de una regulación
orgánica sobre la prevención, pues […]
la iusfilosofía del siglo XIX estaba marcada por la reparación, y además desde
una óptica sancionadora, de reproche de conducta”.
Recién
con la sanción de la ley 17.711 se incorporó al
Código Civil la figura de la denuncia de
daño temido, con el agregado de un último párrafo al artículo 2499, que
daba acción para reclamar la adopción de medidas cautelares oportunas cuando un potencial damnificado advertía que,
tanto desde un edificio o de otra cosas, se podía derivar un daño a sus
bienes.
La
aplicación concreta de esta regla se materializó en muchos casos acudiendo a la
útil figura del interdicto de obra nueva que regula el artículo 619 del Código
Procesal Civil y Comercial de la Nación,
de la misma manera que lo hacen otros códigos de rito en las
jurisdicciones provinciales, aunque no exclusivamente por este único camino.
Sucede
que Vélez, a pesar que no ignoraba la situación de amenaza de daño, en el
artículo 1132 del Código Civil había previsto todo lo contrario, pues
impedía al propietario de una heredad contigua a un edificio que
amenazare ruina, exigir alguna garantía al dueño frente a un eventual daño[21].
Pero
ahora las cosas son diametralmente distintas. Específicamente el artículo
1710 del Código Civil y Comercial consagra
el deber genérico de “adoptar las conductas positivas o de abstención
conducentes”[22]
para evitar causar un daño
injustificado o para evitar que dicho daño
se produzca, para disminuir
su magnitud o para no agravar sus consecuencias cuando el daño
se produjo.
En
definitiva, se reconoce de esta forma el deber de prevención y, con ello, la
función preventiva del derecho de daños[23].
De manera
significativa, este deber es impuesto a las personas en general —la
norma dice “toda persona tiene el deber …”—, lo que involucra no solo al sujeto
responsable, por ejemplo, de las cosas riesgosas o que pueden poseer
vicios, o de las actividades riesgosas o
peligrosas, sino de todas las personas,
involucrando también a la potencial víctima —acreedor—, a quien se
impone en deber de llevar a cabo las acciones necesarias que de él dependan, para disminuir la magnitud del daño y para no agravarlo.
Como todo
deber, impone a su destinatario —sueño o guardián de la cosa
riesgosa o de la actividad peligrosa o riesgosa, por ejemplo— el despliegue de un accionar que puede consistir en un hacer o en un no hacer —acción
u omisión—, fundamentalmente para
prevenir la causación de un daño
injustificado[24], pues solo este califica como efecto a ser
evitado o mitigado en cuento a sus consecuencias.
Del texto
legal mencionado se deduce que, el modo
de actuar exigible al sujeto —legitimado pasivo— de una eventual acción
preventiva puede ser realizar actos de
comisión (realización de un acto positivo),
actos de omisión puros —mera abstención— y de comisión por omisión, o
sea, cuando “el agente realiza positivamente el hecho prohibido y la omisión
sólo concierne a los medios empleados (o,
lo que es lo mismo, a las diligencias que exigiere la naturaleza de la
obligación incumplida…)”[25].
En
materia preventiva, este último caso se
verificaría si el sujeto que es requerido
no toma las medidas necesarias —se abstiene— para evitar que el daño
finalmente suceda. En resumidas cuentas, el resultado dañoso se alcanza como
consecuencia de un “no hacer”.
En esa
línea, el Código[26] instaura el deber que comprende la prevención
del daño injusto, sea evitando que suceda, adoptando medidas razonables para
que no se produzca o para disminuir su magnitud, o no agravando el daño ya
producido (mitigar), último supuesto que no solo está dirigido al autor
material o al responsable del daño, sino que también, puede involucrar a
terceros que por su situación en relación al evento dañoso se encuentren en
condiciones de desplegar acciones útiles y razonablemente exigibles para evitar
el agravamiento[27].
Claramente
este derecho de prevención tiene como fundamento esencial el principio de buena
fe (artículo 9º, Código Civil y Comercial), que obliga a las personas a obrar
con “lealtad y rectitud”[28],
y con el debido cuidado para evitar dañar a los demás. Es que los
sujetos se desenvuelven en la comunidad, no viven aislados, por lo que sus
conductas, su proceder, la gestión de
sus intereses, puede afectar y causar
daños injustificados a otros con quienes
interactúa en el marco de una relación jurídica obligacional —preferentemente contractual
o de origen legal— o, simplemente, por
el solo hecho de vivir en sociedad.
Precisamente la buena fe representa el fundamento del deber de prevención, constituyendo la previsibilidad del daño —entendida esta última como la posibilidad de
advertir anticipadamente lo que
razonablemente puede ocurrir si tal o cual evento se produce o no, y sus
consecuencias— “el parámetro objetivo de
análisis [es decir] la vara con la que se mide la conducta del sujeto para
determinar si debía desplegar medida de naturaleza anticipatoria”[29].
Claro está, que la exigencia de prevención se
debe considerar teniendo particularmente en cuenta la previsibilidad exigible a
cada sujeto, pues no se puede pretender de alguien aquello que no se encuentra
bajo su domicilio y posibilidades
lógicas de prever y de actuar. Precisamente,
este es el sentido que se debe dar al texto legal cuando dice que la persona
tiene el deber de prevención “en cuanto de ella dependa”.
En
síntesis, se deben considerar las
posibilidades ciertas de la persona, que resulte, insisto, razonablemente
exigibles y que no sean fruto de una pura especulación que carezca de un
fundado motivo que permita poner en
marcha los mecanismos legales para hacer efectiva la función preventiva.
Adquiere importancia para determinarlo la regla del
artículo 1725 del Código citado, aunque
en este caso utilizada en sentido inverso,
es decir, que cuanto mayor sea el
deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor será la diligencia exigible en la
prevención de eventuales daños.
También
acude en apoyo del deber de prevención,
otro principio general del derecho esencial en el derecho de daños, como es el que consagra el deber de no dañar
a otro —alterun non laedere—, receptado
ahora en forma explícita en el artículo 1716 del Código Civil y
Comercial, cuya raigambre constitucional había sido reconocida por la Corte
Suprema de Justicia en diversos precedentes[30].
Otras
normas constitucionales como las que emanan de los artículos 41 y 42 de nuestra
Carta Magna, por los especiales
derechos que tutelan, me refiero al
gozar de un ambiente sano, equilibrado y apto para el desarrollo humano y sus
actividades productivas, y a la defensa de consumidores y usuarios en la
relación de consumo, justifican y dan
jerarquía constitucional al derecho a la prevención[31].
2. Retomando el análisis de
las normas del Código, diré que coincido con Ossola[32] cuando
señala que, si bien no es necesaria la
causación de un daño efectivo para activar la función preventiva, sí lo es, que se presente una acción u omisión
antijurídica que visibilice a partir de
un análisis razonable la posible ocurrencia de un daño, su continuación o
agravamiento.
La norma
del artículo 1711 del Código al referirse a la acción preventiva, fija como presupuesto de admisibilidad de
esta particular tutela sustancial inhibitoria que persigue evitar el daño o
hacerlo cesar o mitigarlo, que se de una
“acción u omisión antijurídica” que haga previsible la ocurrencia de un daño,
su continuación o agravamiento.
Esta
antijuridicidad va a adquirir una fisonomía distinta según el supuesto de que
se trate. Así, en el caso del inciso a) —y
b), cuando habla de “evitar”— del artículo 1.710, la antijuridicidad va a estar dada por la
potencialidad dañosa no justificada de la conducta; mientras que en el caso de
los incisos b) y c) donde lo que se busca es no continuar causando o agravando
el daño ya producido, la antijuridicidad se ha materializado en la generación
previa de un daño injusto (artículo 1717
del Código Civil y Comercial).
Tal
acción se materializa en la práctica por la vía de diversas acciones.
Una de
ellas, las llamadas medidas autosatisfactivas[33],
excepcionales y que proceden en casos de real urgencia donde la necesidad de
contar con una decisión judicial necesaria no admite demora alguna. Estas se caracterizan porque su objeto
(cautelar) coincide con el sustancial,
por lo que su acogimiento torna abstracta la cuestión a resolver porque se
“consumió el interés jurídico (procesal y sustancial) del peticionante”[34].
La otra
herramienta procesal disponible es la tutela
anticipada, que posibilita el adelanto del resultado de la sentencia, cuando una persona no se encuentra en
condiciones o con posibilidades atendibles para aguardar el tiempo que demanda
el trámite de un proceso judicial.
El Código
también señala que se encuentran legitimados para promover la acción —en forma
individual o colectiva— aquellos que
acrediten un interés razonable en la prevención del daño, concepto impreciso y que parece ir más allá
de los límites que fijan las categorías de directos e indirectos.
Por
último, el artículo 1713 del Código
Civil y Comercial fija el contenido principal de la sentencia que se dicte en
el proceso donde se articule la acción preventiva, indicando que, sea
a pedido de parte o de oficio, en
forma definitiva o provisoria, se deben disponer las conductas exigibles según el caso (dar, hacer o no hacer), cuidando de no
provocar la menor restricción posible y definiendo el medio más útil e idóneo
para lograr la finalidad buscada y
asegurar las acciones dirigidas a
prevenir, a no agravar o a mitigar el daño cuando este ha tenido lugar.
3. Dicho esto es importante destacar que, la propia norma emanada del artículo 1713 del Código Civil y Comercial obliga al
juzgador a ser sumamente prudentes y
razonable a la hora de fijar los alcances de la tutela perseguida mediante la
acción preventiva, prudencia que también
debe guiar el razonamiento previo que
conduzca al fallo, para detectar
la real entidad de las peticiones que se
formulen, ya que estas pueden estar originadas en temores exagerados
o en “peligros” no justificados
seriamente.
Cobra relevante trascendencia el poder discrecional
del juez, quien deberá discernir con
razonabilidad (artículo 28 de la Constitución de la Nación y 3º del Código
Civil y Comercial) cuándo el caso
amerita la tutela prevista por el legislador y, evitar así, la afectación del derecho para
actuar libremente y para desarrollar actividades lícitas —de contenido económico o no—, cuya legítima concreción se encuentra
reconocida y garantizada por los
artículos 14 y 19 de la Constitución de la Nación.
Sin
duda, todos estamos habilitados a hacer
lo que la ley no prohíbe, criterio principal que como regla estatuye la libertad
de acción de los individuos que parados
frente al ordenamiento legal, pueden conocer el margen de libertad que poseen[35].
IV. Algunas notas sobre la responsabilidad del ente y
de quienes lo administran
1. Antes de
presentar las principales ideas y dudas —por cierto, más dudas e interrogantes
que soluciones— en torno al tema principal propuesto, algunas notas
mínimas pero determinantes para avanzar, sobre la responsabilidad de las sociedades y de sus
administradores.
Cuando es abordada la
responsabilidad civil de las personas
jurídicas privadas como es el caso de
las sociedades —entre otros sujetos
enumerados en el artículo 148 del Código Civil y Comercial—, es necesario
partir de la diferenciar aquella
que corresponde a estos sujetos de
derecho, de la que le cabe a quienes las
administran y representan, e incluso, a
personas que prestan tareas en relación
de dependencia o de quienes se valen para el cumplimiento de sus obligaciones.
En ese entendimiento
y, de la misma manera que antes lo hacían los artículos 42 y 43 del Código Civil, ahora tratan este tópico
los artículos 160, 1753 y 1763, todos del Código Civil y
Comercial, por una parte, y continúan haciéndolo los artículos 58, 59 y 274 de la ley 19.550 (Ley General de
Sociedades).
El principio rector
se encuentra actualmente en el mencionado artículo 1763 del Código Civil y
Comercial, el cual dispone que “la
persona jurídica responde por los daños que causen quienes las dirigen y
administran en ejercicio o con ocasión
de sus funciones”, lo que importa una
atribución inmediata y sin solución de
continuidad de lo actuado tales directores o administradores al ente, dando
lugar a una responsabilidad directa o
por el hecho propio de la última[36].
Se afirma esto,
porque la persona jurídica por su naturaleza,
requiere para actuar
jurídicamente en su faz externa y de acuerdo a la capacidad que como sujeto de
derecho le confiere el ordenamiento legal,
de la existencia de órganos que le permitan su desenvolvimiento.
Esa tarea se
encuentra a cargo de las personas humanas
que los integran —órgano de
administración—, determinando ello que
la voluntad de estos últimos “debe
considerarse jurídicamente como la voluntad del ente”[37].
Otro dato para
resaltar, es que la unificación reemplazó con una sola disposición —el artículo 1763—las que anteriormente traía el Código de Vélez, o sea, el artículo 42 que
se ocupaba de la responsabilidad contractual y del artículo 43 vinculado a la
responsabilidad aquiliana.
Por su parte, para
las sociedades se mantuvo incólume luego de la reforma de la ley 26.994, el precepto del artículo 58 de la ley 19.550
(Ley General de Sociedades) cuyo texto dice que, “el administrador o el
representante que de acuerdo con el contrato o por disposición de la ley tenga
la representación de la sociedad, obliga a ésta por todos los actos que no sean
notoriamente extraños al objeto social. Este régimen se aplica aun en
infracción de la organización plural, si se tratare de obligaciones contraídas
mediante títulos valores, por contratos entre ausentes, de adhesión o
concluidos mediante formularios, salvo cuando el tercero tuviere conocimiento
efectivo de que el acto se celebra en infracción de la representación plural…”.
Es decir, que la actuación del representante obliga al
ente por todos los actos que no resulten notoriamente extraños a su
objeto, significando esto que la ley
sigue la línea que emana de la doctrina ultra vires[38], que es una consecuencia del principio de especialidad que define la
capacidad la sociedad y de cualquier
persona jurídica, al fijar los límites de esta en su objeto social, a
diferencia de las personas humanas, cuya actuación solo encuentra sus límites
en el sistema legal vigente.
Sobre el factor de
atribución de responsabilidad que se deriva del artículo 1763, cuando atribuye
en forma directa a la persona jurídica
de las consecuencias dañosas de lo actuado por quienes la administran,
representan o dirigen, se afirma que es objetiva, siendo su fundamento es el riesgo creado para unos[39],
mientras que para otros, es la garantía[40],
porque no se puede predicar de estos entes la existencia de una imputabilidad
subjetiva atento a que carecen de
voluntad.
No obstante, esta conclusión admite variantes, pues si
bien cuando se trata de la responsabilidad derivada de la violación del deber
jurídico de no dañar —extracontractual o aquiliana— el factor objetivo es
viable en relación al ente, no sucede lo
mismo en todos los casos donde se
verifique un incumplimiento obligacional, con independencia que su fuente sea
el contrato, el estatuto o la ley misma.
Debe tenerse
presente que la índole obligacional o extracontractual del incumplimiento no
perdió relevancia con la reforma. Así, para
establecer el primer eslabón que se
requiere para construir la responsabilidad
civil —el incumplimiento objetivo
o material—[41],
el Código dispone que se debe
determinar antes si existe una
obligación preexistente no cumplida (incumplimiento obligacional) o si el daño injustificado es consecuencia de
la transgresión del deber de no dañar (fuente extracontractual).
Lo expuesto se desprende nítidamente del
artículo 1716 del Código Civil y Comercial,
cuando impone el deber de reparar
el daño injusto originado en el incumplimiento de una obligación o en la
transgresión del deber jurídico de no causar daño (alterum non laedere).
Efectuada esta importante aclaración previa, destaco nuevamente que la aplicación del factor objetivo cuando nos encontramos ante
cualquier incumplimiento obligacional representa un problema, aun reconociendo la ausencia de toda subjetividad en un sujeto de
existencia ideal o ficticia[42], pues eso son estas personas creadas por el
Derecho para posibilitar la actuación de las personas humanas en el mercado y
en la vida comunitaria en general, un
concepto —y recurso, agrego— técnico
jurídico[43]
Me explico: si en el marco de un contrato la sociedad
asumió una obligación de medios
(artículo 774 inciso a del CCyCo), inexorablemente se deberá analizar si
el proceder del ente ha cumplido con
la “diligencia apropiada” puesta en el cumplimiento de la prestación
comprometida, lo que es lo mismo que establecer si la sociedad —por ejemplo— a través de sus
representantes obró —o si estos han obrado— con la debida
diligencia, por lo que podrá demostrar
su ausencia de responsabilidad probando
el correcto desempeño frente al acreedor.
En cambio, si la
atribución siempre fuera objetiva, solo podría eximirse acreditando la causa
ajena —el casus, el hecho de la víctima o de un tercero por
quien no debe responder—, eximentes
inaplicables cuando de una obligación de medios se trata.
Seguramente no será
la conducta de la sociedad o de la persona jurídica la que se evaluará
—algo imposible porque materialmente el elemento subjetivo es inexistente—, sino
si lo actuado por quienes la administran ha exteriorizado un accionar
que demuestre el cumplimiento diligente de la obligación asumida frente al acreedor.
Finalmente, el
esquema de responsabilidad se completa con otras dos normas principales, los
artículos 1753 y 1757.
El primero de
ellos, regula la responsabilidad por hecho de los dependientes, o de las
personas de las cuales se sirve para el cumplimiento de las obligaciones,
cuando el evento dañoso también tiene lugar en ejercicio o con ocasión de las
funciones encomendadas, responsabilidad que es objetiva (garantía).
El restante
(artículo 1757), la responsabilidad derivada de la intervención de cosas y
actividades riesgosas, naturalmente también objetiva y con fundamento en el
riesgo creado.
2. Otro aspecto importante que no se puede dejar de
tener en cuenta, es el cambio de perspectiva
que trae el nuevo Código en materia de imputabilidad, pues “el acento en
orden a la imputación aparece ahora puesto en la autoría y no en la
culpabilidad. El causante del perjuicio
es como regla el responsable de indemnizar a la víctima”[44].
Empero, esto igualmente
no cambia las cosas a la hora de demostrar la imputabilidad del agente a
quien se le atribuye responsabilidad, sea esto a partir de la invocación de factor de
atribución de responsabilidad subjetivo
(culpa o dolo) u objetivo (cosas actividades riesgosas o peligrosas, la obligación
de seguridad, la equidad, obligaciones de resultado —artículo 1723 Código Civil
y Comercial—).
Así se deduce del texto del artículo 1721
del Código Civil y Comercial, el cual indica que “la atribución de un daño al
responsable puede basarse en factores objetivos o subjetivos. En ausencia
normativa, el factor de atribución es la culpa”.
3. Ahora bien,
por su trascendencia para el estudio de la responsabilidad civil de los
administradores de personas jurídicas privadas en general y, en especial, de
sociedades, creo conveniente detenerme
unos instantes en un tema sobre el que, si bien algo se dijo en párrafos precedentes, amerita otras
consideraciones.
Se trata de los cambios que la nueva
regulación trajo en relación a los
factores de atribución sobre las obligaciones de medios y de resultado[45],
algo que repercute decididamente en la carga de la prueba y en los mecanismos defensivos que puede invocar
el deudor frente al embate del acreedor que se considera afectado por un
incumplimiento.
Las obligaciones de medios —también
llamadas “de diligencia”— o de
resultado —“de fines”—, si bien no fueron incluidas como tales en la clasificación de
las obligaciones que contiene el actual
Código Civil y Comercial, su vigencia no solo es necesaria —según se verá a
continuación— sino que también está
reconocida implícita por sus artículos 774, 775 y 1.723.
Como se sabe, la diferencia entre ambas
clases de obligaciones radica en su objeto. Mientras que en las de medios adquiere relevancia el plan
prestacional a cargo del deudor consistente en la conducta diligente que debe
seguir en post de un resultado cuya concreción no asegura, en las de resultado
sí garantiza este último, pues representa el
objeto de este tipo de
obligación.
Lo cierto es que a raíz de un innegable y
justificado crecimiento del factor o criterio objetivo a la hora de atribuir responsabilidad al
agente que se considera responsable del daño injusto —aunque éste sigue
interviniendo por excepción y cuando la ley así lo admite, por ser aún hoy la
culpa la regla como factor de atribución (artículo 1721 CCyCo.)—[46],
en el artículo 1723 del Código Civil y
Comercial, manteniendo un criterios que me atrevo a calificar respetuosamente de
reduccionista, se estableció que “cuando
de las circunstancias de la obligación, o de lo convenido por las partes, surge
que el deudor debe obtener un resultado determinado, su responsabilidad es
objetiva”.
La norma deja expuesto así, que el incumplimiento de la obligación
preexistente —obligacional— en una sociedad puede ser de origen contractual,
estatutario, reglamentario o simplemente
legal, es decir, obligaciones ex lege[47].
Expresé anteriormente que el criterio empleado en el artículo 1723 era
“reduccionista”, porque creo que en su elaboración no se tuvo en cuenta el
amplio espectro que estas obligaciones tienen
y los diferentes contextos donde si originan y ejecutan.
Claramente se consideraron casos como aquellos donde la “garantía”
o la “seguridad” son el fundamento de la atribución objetiva. Por
ejemplo, el supuesto de los vicios ocultos o riesgo de los productos elaborados, la construcción de bienes muebles o inmuebles
en general, la prestación de servicios
en una relación de consumo (transporte, centros comerciales, espectáculos,
etc.) y tantos otros, cuyo gestación en todos los casos es de base contractual
o legal.
Y si bien su utilización podrá tener lugar
en forma directa cuando la responsabilidad se atribuya al sujeto de derecho sociedad, especialmente cuando el hecho dañoso se
encuentra dentro de la actividad propia de la empresa y forma parte del riesgo
esta ha creado y, que como tal,
asume al producción e intercambiar de bienes y
servicios de los que lícitamente obtiene un beneficio económico —riesgo provecho—[48], cuando de la responsabilidad del
administrador se trata, las cosas se complican,
no solo por la fuente esencialmente subjetiva de la responsabilidad de
estos, sino también, porque una imputación objetiva directa y sin más
defensas que la invocación de la causa ajena, podría dar lugar a situaciones
injustas por desentenderse del rol y
contenido de la función propia de estos sujetos.
Creo que dada la complejidad de las
prestaciones a cargo de los administradores y representantes de las sociedades
como administradores de patrimonio ajeno (de la sociedad), quienes —no se puede razonablemente ignorar—desempeñan
su función en una actividad caracterizada por el riesgo empresario, pero fundamentalmente por el propio de la
gestión, me lleva a sostener que cuando obligaciones a su cargo importen la obtención
de un “resultado determinado”, estas deberán ser entendidas y evaluadas como de resultado atenuadas[49], categoría que si bien da origen a una presunción de culpabilidad del
deudor, permiten a los agentes imputados
demostrar la ausencia de toda culpa[50]
de su parte.
Esto exige tener que analizar el contexto donde el incumplimiento
se verificó, es decir, considerar la naturaleza de la obligación y
las circunstancias de personas, el tiempo y el lugar (culpa en concreto) [51].
Vale la pena destacar, que en uno de los principios de la responsabilidad civil
elaborados por el reconocido European Group on Tort Law, al referirse a la responsabilidad de la
empresa, afirma que si bien el empresario debe responder por “todo daño causado por
un defecto de tal empresa o de lo que en ella se produzca”, puede eximirse de dicha responsabilidad si
prueba “que ha cumplido con el estándar
de conducta exigible”[52].
En el sub examen, también se podría traducir en acreditar la ausencia de culpa cuando el resultado
comprometido no fue logrado.
Pero no se puede ignorar que dado el
contenido del artículo 1723 del Código
Civil y Comercial, seguir el criterio antes expuesto no va a ser fácil, por lo que por ahora, dependerá de las resoluciones que en cada caso
tomen los magistrados siguiendo las pautas que brindan los artículos 1º, 2º y
3º del mismo Código, para evitar
situaciones injustas a causa de una interpretación sesgada y dogmática del
instituto y de la apelación al factor objetivo sin más[53].
Insisto,
en que no es razonable desentenderse del contexto en el que los administradores se desempeñan para agravar
de esta manera y en forma desmedida su responsabilidad.
Como ya lo sostuve en alguna ponencia
anterior, este es un tema que va a generar futuros debates y consecuencias,
por cierto, especialmente cuando se comience a reflejar la aplicación del
artículo 1723 del Código Civil y Comercial en casos judiciales concretos.
4. Nos resta reseñar las principales
características de la responsabilidad de los administradores de las sociedades,
especialmente, frene a los cambios legislativos que vienen de la mano del
Código Civil y Comercial.
Adherir
al criterio hermenéutico que
impone atenerse a la ley especial frente a la general cuando se presenta un
conflicto normativo —naturalmente en la medida que se confronten normas de igual jerarquía—, me permite sostener la vigencia plena y principal
—entendido esto en análisis de prelación normativa— de la ley 19.550, cuando se trata de definir el régimen legal al que se debe acudir para
considerar la responsabilidad de los
administradores o representantes de las sociedades.
Según fue advertido aquí con
anterioridad, los principales
temas relacionados con la responsabilidad de estas personas humanas encargadas
de administrar y representar a las sociedades, encuentran
en los artículos 59 y 274 de la
ley 19.550 su real contención.
Si bien la última de las normas
citadas alude a los directores de las
sociedades anónimas, rige también a los
gerentes de las sociedades de responsabilidad limitada —artículo 157, ley
19.550— y es de “aplicación analógica
para los distintos tipos societarios”[54].
Aclarado esto, el artículo 59
citado[55]
“establece una pauta general a la cual
debe adecuarse la conducta de los administradores y representantes sociales,
sea cual fuere el tipo social”[56],
que exige estos el deber y obligación
—esta de fuente legal— de obrar con lealtad y con la diligencia de un
buen hombre de negocios[57],
responsabilizándolos en forma ilimitada
y solidaria por los daños y perjuicios
que se deriven del incumplimiento a lo allí estatuido.
O sea, deben desempeñar el cargo “persiguiendo los intereses de la
sociedad, con debida diligencia y lealtad”[58].
De ello sigue que, “no responden personalmente
frente a terceros por los actos
realizados en forma regular en nombre de
la sociedad”[59], aunque como ya fue destacado, sí obligan a la última cuando su actuación cumpla con las recaudos que fija el artículo 58
de la ley 19.550.
Otaegui señaló que, “el
administrador societario, al desempeñar las funciones no regladas de gestión
operativa empresaria, deberá obrar con la diligencia de un buen hombre de
negocios (LS art. 59), tomado como modelo, diligencia que deberá apreciarse
según las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar (Cód. Civ.,
art. 902). La omisión de tal diligencia […] hará responsable al administrador
societario por los daños y perjuicios causados, lo que constituye la
responsabilidad por la culpa leve in abstracto”, además de responder por
culpa grave y dolo[60].
Como lo he expresado en otros trabajos —y lo reitero aquí por su
importancia para el análisis que se está realizando aquí—, mucho se ha dicho respecto al parámetro abstracto
del “buen hombre de negocios”, el cual
denota una responsabilidad de tipo “profesional” distinto del “buen
padre de familia” del derecho
romano.
Este se presenta como una suerte de
atavismo del sistema de “apreciación de la culpa” —que también
supo seguir el derecho francés de la
etapa previa al Código de Napoleón— que,
a la hora de apreciar la responsabilidad del administrador, se impone como un criterio objetivo de valoración, cuyo
significado no es otro que reconocer que tales sujetos “se desenvuelven dentro
de un mercado de riesgo constante”[61], circunstancia esta que no se puede se obviar a la hora de analizar la conducta de aquel.
A pesar de ello,
no se aparta del sistema general que fija el Código Civil y Comercial, cuya normativa obliga a
confrontar la diligencia debida
por parte de ese administrador o
representante societario, con la
naturaleza de la obligación y las circunstancias de las personas, el tiempo y
el lugar (artículo 1724 del Código Civil y Comercial), como así también, con el
deber jurídico genérico de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las
cosas (artículo 1725 del Código Civil y Comercial).
Sucede que para poder apreciar en su justo término la conducta
obrada por el agente que se
considera responsable (administrador o representante) a través del criterio objetivo que como
paradigma fija el artículo 59 de la ley 19.550, es absolutamente indispensable determinar
cuál era la conducta debida. Esto
inexorablemente lleva a tener que considerar la naturaleza de la obligación y
las circunstancias de las personas, el tiempo y el lugar, tal como lo prescribía el artículo 512 del
Código de Vélez y hoy lo replica el artículo 1724 del Código Civil y Comercial.
Después de todo, resulta evidente que la aplicación del
criterio subjetivo y de la apreciación
de la culpa en abstracto, para poder evaluar adecuadamente la diligencia específica exigida al
administrador, requieren de su valoración en
concreto[62].
Lo que se ha indicado no es nada nuevo y ya
había sido destacado por Orgaz, cuando
al expedirse sobre la separación de estos sistemas de apreciación de la culpa,
señaló que era “más bien, puramente
verbal”, porque en la práctica, para
considerar y evaluar la culpabilidad de un sujeto, ni el sistema
objetivo o abstracto puede prescindir de la naturaleza de la obligación y
de las circunstancias de las personas, de tiempo y lugar (artículo 512 del Cód. Civil y artículo 1724 del Código Civil y Comercial),
ni el sistema subjetivo o concreto puede omitir la comparación de la conducta
del imputado con la del individuo de diligencia normal u
ordinaria[63].
En cuanto al artículo 274
de la ley 19.550, este establece
que “los directores responden ilimitada y solidariamente hacia la sociedad, los
accionistas y los terceros, por el mal desempeño de su cargo, según el criterio
del artículo 59, así como por la violación de la ley, el estatuto o el
reglamento y por cualquier otro daño producido por dolo, abuso de facultades o
culpa grave”.
La norma citada, dispone la responsabilidad
personal, directa, ilimitada y solidaria de los directores de las sociedades
anónimas por el mal desempeño de su cargo, conducta que debe ser evaluada según el criterio del artículo 59 de la ley 19.550, al que ya me he
referido.
Luego agrega que tales administradores
responderán por los daños ocasionados por su dolo, abuso de facultades o culpa
grave, lo que a juicio de cierta
doctrina, implicaría reeditar la
aplicación de criterios de graduación de
la culpa (levísima, leve y grave).
A fin de ser breves en este arduo
punto, me permito recordar que,
tal como lo explicó en su oportunidad
Otaegui[64],
la redacción del artículo 274 de la ley
societaria, dio lugar a tres
interpretaciones: a) una que a partir de
la inclusión de la culpa grave, consideró que los directores no debían
responder por la culpa leve[65]; b) otra, que consideró que los supuestos indicados quedan subsumidos por la regla general del artículo
59 de la ley 19.550[66][67] y c) aquella que sostiene que el artículo 274 citado, no
excluye la culpa leve, porque la última
parte de dicha norma al hacer referencia al daño causado con dolo, abuso de
facultades o culpa grave, “no está calificando la responsabilidad genérica,
sino agregando nuevas razones para hacer responder a los directores”[68]
A este última postura —continuando con el
razonamiento antes mencionado— adhirió el autor antes citado, al señalar que carecería
de toda justificación que el administrador
de una sociedad de personas tuviera que responder por dolo, culpa grave
y culpa leve in abstracto , mientras
que un director de una sociedad accionaria o el gerente de una sociedad de
responsabilidad limitada solo lo
hiciera por dolo o culpa grave.
Por lo demás, se debe recordar que tanto el Código de Vélez
como el actual, no participan de aquella clasificación de la culpa en
abstracto, sino que, por el contrario,
se afirman sobre el sistema de la culpa en concreto[69].
En síntesis, la posición de cualquiera de las dos últimas opciones
parecen ser las que representan el
significado que emana de la letra
y fin de la ley (artículo 274 ley 19.550) y conducen a sostener con
razonabilidad, que la transgresión
de la variable objetiva que fija el
artículo 59 de la ley 19.550 (buen
hombre de negocios) hace responsable al administrador de societario (director de S.A. o gerente de S.R.L.) por
los daños y perjuicios causados (por acción u omisión), lo que constituye la
responsabilidad de éste por culpa leve in
abstracto, sin que ello obste para que responda por los daños y perjuicios
causados por la omisión de los cuidados más elementales, lo que configura la
responsabilidad por la culpa grave y, obviamente, por el dolo[70].
Sobre el particular el Código Civil y
Comercial en su artículo 160, con un
criterio más llano y ajustado a las personas jurídicas privadas en general
dispone que “los administradores responden en forma ilimitada y solidaria
frente a la persona jurídica, sus miembros y terceros, por los daños causados
por su culpa en el ejercicio o con ocasión de sus funciones, por acción u
omisión”.
Como se puede apreciar, la norma antes transcripta posee una amplitud
conceptual distinta a la que prevé la ley societaria, que en su artículo 59 fija como pauta rectora el paradigma abstracto del “buen hombre de negocios”,
como así también, a la lealtad y la diligencia en el obrar.
5. Con relación
al origen contractual o extracontractual de la responsabilidad de los administradores
—distinción que no ha perdido vigencia, según se dijo, pues atañe al nacimiento
de la obligación y sus efectos—, la
mayoría de la doctrina entiende que la de aquellos frente a la sociedad
y los socios es contractual, mientras que frente a terceros es
básicamente extracontractual, aunque
también podría ser contractual, según la naturaleza del acto de la determina[71].
También se
ha sostenido que la responsabilidad de los administradores es
extracontractual por “resultar de la ley”[72] (ex lege), dado que esta última nacen importantes deberes y
obligaciones al margen de las que puedan
desprenderse del contrato social o del estatuto[73].
Garrigues y Uría, por su parte, señalaron que si bien la responsabilidad es
contractual, ello es así, “no porque
nazca de un contrato entre ellos y la sociedad, sino porque tiene su base en una obligación
preconstituida”[74], o sea, lo que denominamos un vínculo
obligacional cuyo incumplimiento genera
el deber de reparar (artículo 1716 CCyCo.).
En síntesis, es acertado sostener que la responsabilidad de los directores es contractual
y legal,
porque en ambos casos se le imponen el deber de cumplir obligaciones preexistentes que pueden nacer
de un contrato, del estatuto o de la ley misma, cuyo incumplimiento genera responsabilidad —incumplimiento obligacional—[75].
En cambio, si el daño que pueda provocar
el administrador, pero principalmente a terceros, es consecuencia directa de la violación del
deber genérico de no dañar a otro —alterum
non laedere—, su responsabilidad se
deriva de la obligación resarcitoria que nace a causa de la transgresión de
dicho deber jurídico —no es preexistente—.
6. Para concluir
con este acápite queda por decir que, de
conformidad con los términos que exhiben los artículos 59 y 274 de la ley
19.550, incluso, del artículo 160 del
Código Civil y Comercial, la
responsabilidad de los administradores es
fundamentalmente y, en principio, subjetiva[76],
por lo que solo se los podrá imputar
cuando el incumplimiento de la obligación
o la transgresión al deber jurídico de no dañar sea consecuencia de la culpa o
del dolo de estos agentes, además de acreditar el resto de los presupuestos
(antijuridicidad, daño y relación de causalidad adecuada).
La opción por la responsabilidad subjetiva
también se advierte en el artículo 160
del Código Civil y Comercial referido a
las personas jurídicas privadas.
Al margen de ello, cierto es que frente al
cambio gestado por el nuevo Código al
tratar al decidir por el factor de atribución objetivo cuando se está ante
obligaciones de resultado es necesario efectuar algunas precisiones.
Antes, destacar que los administradores y
representantes de las sociedades tienen a su cargo también el cumplimiento de
obligaciones de resultado o de fines, algo que es natural y propio de la
realidad y dinamismo de los vínculos
jurídicos[77].
Encontramos a primera vista diversas
obligaciones de este tipo, como por ejemplo, la de confeccionar la memoria, de
elaborar los estados contables en forma regular, de convocar a asamblea, la de
llevar libros, entre tantas otras.
La cuestión a dilucidar es, si el cambio de regla que trae el actual artículo 1723 del Código Civil y
Comercial ante la inexistencia de una norma expresa en la Ley de Sociedades que refiera a las obligaciones de resultado
—tema cuya regulación siempre estuvo ajena a dicha norma especial—, el
factor de atribución en estos casos es objetivo o, si por el contrario, cuando se está ante un administrador o
representante de un sociedad igualmente se mantiene la imputación subjetiva,
configurándose en tal caso, la excepción
a la regla que menciona puntualmente el artículo 1722 (factor objetivo) del
Código, cuando dice que “el
responsable se libera demostrando la
causa ajena, excepto disposición en contrario”.
Si bien esto requiere un mayor análisis al que en algún futuro
ensayo trataré de realizar,
inicialmente me inclino por
sostener que la “disposición en
contrario” a que hace referencia el artículo 1722 citado, son en
materia societaria, los artículos 59 y 274 de la ley 19.550 que
optan por el factor subjetivo, al igual que el mentado artículo 160 del Código
Civil y Comercial que legisla en la misma línea.
La consecuencia de esta postura, es
afirmar que sigue vigente la categoría de obligación de resultado atenuada que
ya fue objeto de comentario en estas líneas,
lo que provoca ante el incumplimiento de la obligación —siempre considerando la cuestión en el marco
obligacional, o sea, de la existencia de una obligación preexistente de origen contractual o
legal— que se active una presunción de
culpabilidad que el deudor podrá revertir probando su falta de culpa.
De no aceptarse esta interpretación, no quedará otra que modificar el régimen
legal reconociendo expresamente esta
categoría de obligaciones de resultado
atenuadas, que admiten la imputación subjetiva (culpa o dolo), con presunción de culpa para favorecer al
acreedor.
No se puede soslayar que esta es una solución
adecuada a la complejidad de las prestaciones a cargo de
los administradores, quienes —no se
puede razonablemente ignorar— desempeñan su función en una actividad caracterizada por el riesgo propio
de su gestión que ampara y califica su vez, el paradigma fijado por el artículo
59 de la ley 19.550
V.
El deber de prevención y su impacto posible. Algunas conclusiones
provisionales
1. El
conceptual y básico análisis que he
pretendido efectuar en los párrafos que
precedente este último capítulo, nos
prepara y, a la vez, nos deja frente al tema central que motiva estas
cavilaciones: el impacto de la prevención en el accionar y responsabilidad de los administradores y
representantes de sociedades.
Luego de comentar el
contenido del Código Civil y Comercial en lo tocante al deber de prevención y
de las acción prevista para hacer
realidad la tutela efectiva de los derechos de las personas que potencialmente se pueden
ver afectadas por la ocurrencia de daños razonablemente previsibles, se pueden comenzar a dar algunas primeras y
muy elementales “pinceladas” —como gustaba decir el maestro Augusto M. Morello en su magistrales
alocuciones— sobre el influjo que este instituto puede tener
en las sociedades —especialmente
cuando son titulares de empresas—y en aquellos que las dirigen y representan.
He titulado este
acápite con una suerte de final abierto aludiendo al “impacto posible” que esta
función preventiva puede tener, porque
su novedad como deber genérico cuyas implicancias y alcances se encuentran en pleno
estudio, obliga a advertir que cualquier idea o conclusión a la que se pueda ir
arribando, deberá ser considerada como
meramente provisional, máxime cuando no contamos con importantes
antecedentes emanados de la práctica
forense, por lo menos en nuestro país.
La inclusión en el
Código Unificado de la función preventiva del derecho de daños —o de responsabilidad civil, según se
prefiera— como parte integrante de
la teoría general que comprende esta
vasta materia, extiende
irremediablemente sus efectos a todo el
amplio mundo del derecho privado[78],
al que no escapan microsistemas como el
que regula la Ley General de Sociedades y la propia Ley de Concursos y
Quiebras, por citar los más cercanos y afines
a nuestra especialidad.
Luego de todo lo que
aquí he venido expresando, no encuentro
argumentos, ni razones me permitan apartarme de esta primera conclusión que he
descripto en el párrafo precedente, particularmente a la luz de lo que establecen
los artículos 1º, 2º y 1.709 del Código Civil y Comercial.
Precisamente, la aplicación del deber de prevenir el
daño no es para nada incompatible con el respeto por el régimen legal especial
que se deriva de la ley 19.550, Empero, creo prudente señalar, que en ciertos casos, especialmente cuando la acción preventiva esté relacionada con la
gestión de la empresa, su actividad y patrimonio, el juez deberá actuar con sumo cuidado para no
afectar el libre desempeño del ente, ponderando adecuadamente y con criterio
restrictivo los antecedentes en los que se pretenda apoyar el pedido de tutela,
especialmente si se encuentra acreditado que
la producción del potencial daño es razonablemente previsible.
2. Otro dato a tener muy presente, es que la prevención de daños es una consecuencia primordial del principio
de buena fe (artículo 9º del CCyCo.) al que se encuentra directamente
vinculado. Este precepto cardinal del
Derecho, además de exigir a las personas
obrar con rectitud, prudencia, cuidado y previsibilidad, es a su vez el fundamento, no solo del deber jurídico de no dañar, sino
de uno
anterior y no menos importante: el de prevenir
los daños, cuando su ocurrencia sea razonablemente previsible y posible,
y en la medida que ello dependa del sujeto al que se le requiere el comportamiento
preventivo.
En una sociedad
donde las personas se encuentran cada
vez más expuestas a riesgos y peligros, y con limitadas posibilidades para
lidiar con las consecuencias potenciales de esa exposición —muchas veces
involuntaria—, hablar de prevención de
daños tiene cada vez mayor importancia,
ya que lo deseable es que los
daños no sucedan o, que en caso de producirse,
se disminuya su magnitud o que no se agrave el mismo.
Además, porque la
reparación económica —indemnización— si bien representa un sustituto
patrimonial que persigue brindar una solución a la víctima, en rigor de verdad,
la experiencia indica que en muchas ocasiones —la mayoría— el daño es
difícilmente remediable, entendiendo por tal, volver las cosas al estado anterior
al evento dañoso.
En conclusión, “no
dañar a otro” es una regla esencial para la convivencia, pero antes, representar un valor universal y superior
que se deriva de la naturaleza humana.
Por ende, la buena
fe, el deber de no dañar a otro
—alterum non laedere— y la prevención del daño injusto (no
justificado), conforman un conjunto de
principios-valores jurídicos inescindibles que trascienden inevitablemente a todo el quehacer
comunitario, donde se vinculan lo social y el mercado.
3. Otro aspecto del tema es el de los costos de
la prevención.
Discutir sobre prevención, por lo menos en lo que
respecta a la responsabilidad empresarial que hace al objeto de este
comentario, aun cuando pueda parecer un
abordaje egoísta —lejos está de serlo,
por lo menos en el planteo que formula este autor—, lleva inevitablemente al tema de los costos que esa prevención demanda, aspecto que debe necesariamente ser evaluado adecuadamente —especialmente por el
juzgador— si no se quiere caer en
dogmatismos que terminen por hacer caer en saco roto cualquier intento útil y posible dirigido a prevenir.
Por eso, considerando esta cuestión desde la
particular pero útil óptica que nos brinda el análisis económico del
derecho, si se quiere alcanzar algún grado
de éxito razonable en este tema en post de la tutela de la vida, de la salud y,
en general, de la integridad de la persona humana, de sus derechos
personalísimos y de aquellos de orden patrimonial, no se puede perder de vista que,
“el productor maximizador de beneficios ajustará la seguridad hasta que
el costo de la seguridad adicional iguale el beneficio de la reducción de la
responsabilidad y una mayor demanda del producto por parte del consumidor”[79].
Es una sentencia
poco simpática, aunque como todo lo duro, aleccionadora.
El desarrollo y el
bienestar tienen riesgos y costos para todos,
no solo en dinero, sino
también como consecuencia de menoscabar
otros bienes, en ocasiones, mucho
más importantes, como el medio
ambiente, por ejemplo.
La cuestión es
definir qué parte de ese riesgos y de ese costo se asume socialmente y
se neutraliza —lo que hace a la
sustentabilidad del sistema socioeconómico— y dónde comienza la responsabilidad.
La función punitiva
del derecho de daños, actualmente
eliminada como deber genérico,
debidamente implementada y administrada en forma prudente y razonable, es una herramienta que sirve —en parte— para corregir los abusos, originados en la maximización de las ganancias como única justificación para no tomar decisiones
en materia preventiva.
Será para tener en cuenta esta función omitida en eventuales reformas legales e incluirla
como lo había hecho el Anteproyecto del 2012.
4. Pues bien, decir que una sociedad o cualquier
otra persona jurídica puede ser un sujeto pasivo de una acción preventiva es, a
esta altura, una obviedad, si colocamos la cuestión en términos de potenciales daños originados por la
intervención de cosas riesgosas, de productos elaborados, de actividades
riesgosas o peligrosas, de eventuales daños al ambiente, riesgos laborales o en
materia de defensa del consumidor.
Si el empresario
—persona humana o jurídica— “es responsable de todo daño causado por un defecto
de tal empresa o de lo que en ella se produzca, a no ser que se pruebe que ha
cumplido con el estándar de conducta exigible”[80], con mayor razón debe actuar a tiempo en la prevención de los daños cuya producción
debió prever dada su condición de actor calificado (profesional) del mercado, tema
que adquiere singular importancia para hacer efectiva la protección de los
derechos del consumidor y del usuario.
Cobra un rol
importantísimo como herramienta preventiva, la obligación de seguridad que se
encuentra en cabeza del empresario y que se complementa con la garantía para
tutelar los derechos de la víctima.
Sin embargo, la obviedad
a la que hice referencia antes, no aparece con tanta lozanía cuando los
riesgos en juego son económicos o financieros,
campos donde los parámetros para determinar esa “previsibilidad” en la
producción del daño que exige la norma
(artículo 1711 CCyCo.) admiten un mayor nivel de debate y opinión, propio de las ciencias económicas y de la ciencia jurídica.
5. A partir
de esta premisa, no se puede eludir la duda que surge inmediatamente y que nos
lleva a plantearnos cuáles son los límites
que en materia empresaria puede encontrar la acción preventiva.
No tengo dudas que
las decisiones que hacen a la gestión
de la sociedad que no se aparten
notoriamente del objeto social y que se relacionen fundamentalmente con su giro
ordinario, son ajenas a este tipo de medidas de prevención.
Los negocios imponen
asumir cierto margen de riesgos propios y naturales del mercado, que es el ámbito donde aquellos se celebran
y desarrollan.
La actividad
empresarial en sí, es económica y
financieramente riesgosa para todos los que se encuentran involucrados, lo que
trae aparejado la posibilidad de daños eventuales, muchas veces calculados o
estimados, cuando no asumidos.
De allí que habilitar la vía de la acción
preventiva en favor de un acreedor voluntario, de un socio, de un trabajador,
por el solo hecho que exista la
posibilidad de un daño previsible no es
suficiente.
Optar por la posición opuesta, podría afectar
el normal funcionamiento y desarrollo de la empresa y la libre iniciativa del empresario, todo
ello garantizado por la Constitución de la Nación en sus artículos 14 y
19, que establecen como principio
general o regla, la libertad para trabajar y ejercer toda industria lícita,
en la medida que una ley no disponga alguna limitación razonable a ese derecho.
6. Otro tema
que surge en esta línea es la prevención frente a la crisis de la empresa
cuando esta lleva a su insolvencia
potencial.
Dado que nuestra
legislación concursal no prevé ni un plazo para que el deudor se presente en
concurso preventivo o solicite su quiebra un vez detectada la cesación de pagos
y, menos aún, la posibilidad de activar una solución preventiva si no se
origina en la voluntad del deudor; la
pregunta que corresponde formular
es, si le cabe a la acción preventiva algún rol frente a este particular estado de
situación cuando es advertida, por ejemplo, por un proveedor, por un trabajador o por el Estado (por
ejemplo, cuando detecta un macado y reiterado incumplimiento con las
obligaciones tributarias).
Conservar la
actividad de la empresa como un valor jurídico, económico y hasta social, ¿puede justificar que sujetos ajenos a la
propiedad y gestión de una compañía, vía una acción dirigida a “prevenir un
daño”, se inmiscuyan indirectamente en su
funcionamiento, alterándolo y con
el riesgo de poder afectar la estrategia
de producción o de comercialización pensada por los administradores y socios?
Soy consciente que
estos temas pueden dar lugar a
respuestas de todo tipo, a favor, en contra, con posturas extremistas y
moderadas.
A pesar de ello,
de algo sí estoy seguro: tenemos que
comenzar a pensar en este crítico tema, porque si no se lo hace desde los
ámbitos especializados, las cosas van a terminar mal o, por lo pronto,
complicadas, tal como ya sucedió, en
mayor o menor medida, con la situación de accionistas y directores en materia de responsabilidad laboral, donde
se presentan conflictos sumamente delicados a causa de la aplicación de
criterios que, muchas veces, se
desentienden de la realidad societaria.
Por mi parte, mi opinión es contraria a la utilización de
la acción preventiva como herramienta
frente a la crisis económica y financiera de una sociedad.
No solo porque lo
advierto como una violación al derecho de propiedad y a ejercer toda industria
lícita (artículos 14 y 17 de la Constitución
de la Nación), sino también, porque
utilizada por sujetos inescrupuloso,
puede transformarse en una herramienta para presionar e, incluso, manipular a una
organización determinada en favor de sus propios intereses.
Creo que avanzar en
ese sentido, puede resultar sumamente peligros,
además de dañar o afectar la actividad
de una empresa, con escasas
posibilidades de recuperación.
Precisamente ante la
insolvencia, la ley tutela a todos los
acreedores, otorgándoles el derecho a
peticionar nada menos que la quiebra de su deudor, precisamente para que se lo
desapodere y se liquide el patrimonio
que sirve de garantía, con intervención
de la sindicatura y bajo la dirección
del juez.
7. Por lo
demás, no se puede ignorar que definir
cuándo es “previsible” que el daño
ocurra para activar el deber de evitar
“causar” o de evitar que “se produzca” tal menoscabo, no está exento de un alto margen de subjetividad y de
discrecionalidad judicial, el cual deberá ser administrado por el juez siguiendo la pauta ordenadora brinda el
artículo 3º del Código Civil y Comercial.
Las cosas se
facilitan más, cuando se trata de “adoptar, de buena fe y
conforme a las circunstancias, las
medidas razonables para […] disminuir la magnitud del daño” o para “no agravar el daño, si ya se produjo”
(artículo 1710 inc. 2º y 3º del CCyCo.),
que hace foco en el “acreedor-víctima”
a quien se impone especialmente ese “deber de prevención”, porque en este caso el daño ya se produjo.
8. El ámbito de las relaciones intrasocietarias
es otro campo de actuación de la prevención, aunque para ello, la propia legislación societaria prevé
mecanismos que, sin duda acrecentados por el deber preventivo genérico del
artículo 1710 del Código Civil y Comercial,
permiten tutelar a los socios frente a potenciales daños generados por
los administradores, cuando estos ponen en riesgo a la sociedad.
En el ámbito de las
relaciones laborales existen disposiciones
específicas, al margen de las que
se derivan de la Ley de Contrato de Trabajo
(20.744), como las normas que
integran el Sistema de Riesgos del Trabajo
con la ley 24.557, a la que se debe agregar la ley 19.587 —ya
mencionada— de Seguridad e Higiene en el Trabajo, cuerpos legales que sin
duda, fueron pioneros en el campo de la
prevención del daño.
La experiencia y,
principalmente, una rica e
importante labor jurisprudencial dan
cuenta de ello, incluso, de la
traslación de la responsabilidad de loa
daños a los administradores y representantes de la sociedades cuando
9. Luego de
estas breves consideraciones, es necesario definir si existe algún punto de
contacto entre la función preventiva a cargo de una sociedad y la
responsabilidad de las personas que las administran o representan.
Resulta evidente que
cuando se active una acción preventiva contra una sociedad, en definitiva,
serán los encargados de su gestión y
administración (administradores,
gerentes —SRL—, directores, representantes legales), quienes deberán acatar y ejecutar las medidas
preventivas que debieron haber tomado
antes, obrando con buena fe (diligencia,
cuidado, previsibilidad en la gestión),
pero que ahora les son exigidas por vía judicial.
Por ejemplo, imaginemos una situación concreta donde
los trabajadores de una empresa exigen “preventivamente” a quienes dirigen
una sociedad que, frente a problemas económicos y financieros comprobables que
han demorado el pago de salarios, aportes y otras remuneraciones, tomen medidas dirigidas a recomponer
patrimonialmente a la compañía (evitar la insolvencia o para superarla), o para
impedir la pérdida de fuentes de empleo
o, directamente, para no terminar en la
quiebra cuando esta se avecina.
Si ante un planteo
semejante y, suponiendo para este análisis que el mismo se encuentra
justificado, si los encargados de la gestión se desentiende de ello o toman
medidas erradas que no se esperan de un “buen hombre de negocios”,
¿puede ello dar lugar a la responsabilidad personal de los administradores
o representantes de acuerdo a las pautas que informan los artículos 59 y 274 de
la ley 19.550, por los daños que de ello se deriven?
En principio y, admitiendo que se pueden dar muchas
situaciones cuyo análisis excede ampliamente el objeto de este trabajo, la respuesta que se impone es la afirmativa.
Lo mismo sucedería
si ante una acción preventiva dirigida a
evitar un daño a consumidores o
usuarios, o a la integridad física de los trabajadores o al ambiente, los
administradores hicieran caso omiso de ello o incumplieran con tales medidas
prevención, o si el daño causado es consecuencia directa de no haberlas tomado
oportunamente cuando se imponía
razonablemente lo hicieran.
De la misma manera
que no se puede hacer responsables a los administradores por los incumplimientos y riesgos naturales de la
gestión social y de la actividad empresarial, en cambio y como excepción, sí
deben responder cuando los daños no son prevenidos —cuando estos eran
razonablemente previsibles— y luego se
producen, porque actuaron en violación
de la ley o del estatuto o, porque en
definitiva, no obraron con la debida
previsión y diligencia (buena fe, en definitiva) propia de un buen hombre de negocios, que es
lo mismo que decir, de un profesional
que tiene un mayor deber de obrar con cuidado y pleno conocimiento de las cosas
(artículo 1725 del Código Civil y Comercial).
También sería
posible hacer personalmente responsable
a los administradores, si la falta de prevención del daño finalmente producido,
es consecuencia de su dolo, sea este directo o que se configure por a raíz de
un manifiesta indiferencia por los intereses ajenos —dolo indirecto— (artículo
1724, CCyCo.)
Pero insisto, todo esto no puede ser fruto de pretensiones dogmáticas o voluntaristas. Cada
caso exige un adecuado análisis y aplicación del derecho adecuado, considerando
como hemos dicho hasta el
cansancio, la naturaleza de los deberes
y obligaciones comprometidas, como así también, las circunstancia de las
personas, de tiempo, modo y lugar, es decir, el contexto donde se han sucedido
los hechos de manera concreta.
Igualmente, en estos
temas que he tratado de exponer, solo estamos comenzando a pensar algunas pocas ideas, con el único objetivo que
disparen futuras reflexiones sobre un tema donde todavía queda mucho camino por
delante que debe ser recorrido con prudencia
y razonabilidad.
***
[1] OSSOLA, Federico A., Responsabilidad Civil, Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 2017, p. 13. El autor destaca que “[t]radicionalmente ese nomen juris se reservó de manera
exclusiva para el fenómeno resarcitorio. La notable evolución que experimentó
la cuestión en estas últimas décadas,
llevó a los juristas más destacados a proponer una nueva denominación,
Derecho de Daños, entendiéndola como más abarcativa, en el sentido de que
además de lo estrictamente resarcitorio (su función esencial), debe comprender
también la función preventiva y la sancinatoria de las conductas dañosas”.
[2] Nótese que es el propio
Código Civil y Comercial en su artículo
3º que impone al juez el deber resolver el caso
“mediante una decisión
fundada” que debe ser fruto de
una interpretación “coherente con todo el ordenamiento jurídico” de la ley
aplicable (artículo 2º CCyCO.).
[3] MIDON, Mario A. R., Control
de Convencionalidad, Buenos Aires, Ed. Astrea, 2016, pp. 71 y ss.
[4] ZAGREBELSKY,
Gustavo, El derecho dúctil, Madrid, Editorial Trotta, 2011, p. 122. El autor al reflexionar sobre
este tema destacó que, “la concepción
del derecho por principios tiene, por cuanto, los pies en la tierra y no la
cabeza en las nubes. La tierra es el punto de partida del desarrollo del
ordenamiento, pero también el punto al que éste debe retornar. Naturaleza
práctica del derecho significa también que el derecho, respetuoso con su
función, se preocupa de su idoneidad, para disciplinar efectivamente la
realidad conforme al valor que los principios confieren a la misma”.
[5] LINARES, Juan Francisco, Razonabilidad
de las leyes, Buenos Aires, Ed.
Astrea, 2010, p. 12-13: El autor se
refiere a la “la garantía del debido
proceso legal en su aspecto sustantivo, es decir, como patrón o standard axiológico de
razonabilidad”.
[6] La RAE define a la palabra sistema como
un “conjunto de reglas o principios sobre una materia racionalmente
enlazados entre sí”. Con base en ello,
se puede definir al microsistema
normativo, como el conjunto de reglas o de principios
razonablemente enlazados entre sí y
contenido en leyes
especiales, que ordenan y regulan
situaciones y relaciones, fácticas y jurídicas,
con caracteres y fines particulares propios de su objeto.
[7] ROSATTI, Horacio, El Código
Civil y Comercial desde el Derecho Constitucional, Santa Fe, Ed.
Rubinzal-Culzoni, 2016, p. 138. El autor señala en relación al principio de
razonabilidad que, éste “se traduce en la elección de la alternativa más
racional (aspecto técnico) y más justa o equitativa (aspecto valorativo) de
todas las posibles para obtener […] El fundamento del principio de
razonabilidad radica en la comprobación social de que la convivencia o el
bienestar social pueden requerir la
limitación relativa de los derechos de
unos para salvaguardar el de otros y permitir la armonía de todos”.
[8] BETTI, Emilio, Interpretación de la ley y de los actos jurídicos, Madrid,
Editorial Revista de Derecho Privado, 1975, p. 119.
[9] Frente a la unificación
vigente, si no se quiere acudir a la
designación de “derecho de daños”,
ciertamente más adecuada por referir al eje del sistema, o sea, al
“daño” y por abarcar bajo esa denominación a las tres funciones
que esta rama del derecho tiene
(preventiva, resarcitoria y punitiva), se debería hacer mención al “derecho de la responsabilidad” a secas y no solo civil,
porque el deber de responder por el daño causado no es patrimonio de
especialidad o rama jurídica alguna.
[10] Utilizamos los términos mercantil o comercial en el sentido que podría denominarse
“clásico”, tal como era entendido antes
de la unificación y que lamentablemente fue omitido como tal en el Código Civil
y Comercial a pesar de su utilidad real y práctica, o sea,
para designar a la actividad económica
organizada (de los factores y medios de producción y de
comercialización), realizada por una persona humana (empresario, otrora comerciante) o jurídica
(sociedad), a partir del aporte de capital (inversión), para aplicarlo con
ánimo de lucro, a la producción o
intercambio de bienes o servicios en el
mercado, soportando las pérdidas y beneficiándose con las utilidades.
[11] Sobre este tema es muy
recomendable la lectura de la ponencia de los Dres. Marcelo
BARREIRO, Carolina FERRO otros,
“La prelación normativa del artículo 150 del Código Civil y
Comercial”, en El Derecho Societario y
de la Empresa en el Nuevo Sistema de Derecho Privado, XIII Congreso Argentino de Derecho Societario
y IX Congreso Iberoamericano de Derecho de la Empresa, Mendoza, Ed. Advocatus,
2016, T. 1, pp. 41-50.
[12] Me he referido con más detalle a este tema en un trabajo de
titulado “La responsabilidad societaria
y concursal, frente al derecho de daños y los cambios generados por la unificación”, publicado en la Revista Código Civil y Comercial, Buenos Aires, Ed. Thomson Reuters La
Ley, Año II, nº 10, nov. 2016, pp.
189-212.
[13] Art. 150 CCyCo. Leyes aplicables. Las personas jurídicas privadas
que se constituyen en la República, se rigen:
a) por las normas imperativas de la ley especial o, en su defecto, de
este Código; b) por las normas del acto constitutivo con sus modificaciones y
de los reglamentos, prevaleciendo las primeras en caso de divergencia; c) por
las normas supletorias de leyes especiales, o en su defecto, por las de este
Título. Las personas jurídicas privadas que se constituyen en el extranjero se
rigen por lo dispuesto en la ley general de sociedades.
[14] Sobre el concepto de “norma imperativa”, adhiero al concepto de orden público brindado
por LLAMBÍAS (v. Tratado de Derecho
Civil. Parte General, Buenos Aires, Ed.
Perrot, 1984, T. I) quien lo definió
como el ”conjunto de principios eminentes —religiosos, morales, político y económicos— a los cuales se vincula la digna
subsistencia de la organización social”.
Vale recordar que en cambio, BORDA entendía que una “cuestión es de orden público, cuando responde a un interés
general, colectivo, por oposición a las cuestiones de orden privado, en las que
solo juega un interés particular” [de lo que se sigue que] “toda ley imperativa
es de orden público” (v. Tratado de
Derecho Civil, Parte General, Buenos Aires, 1955, T. I, p. 59). Como señalé,
desde la visión del maestro Llambías,
se puede colegir que nuestro
ordenamiento legal se encuentra integrado por normas imperativas que no
siempre son indisponibles por no comprender preceptos propios del orden
público, algo que no podría tener lugar si este último se configurara por el
solo hecho de encontrarse comprometido el interés público o colectivo (versión
de Borda)—. A partir de esto, es
razonable concluir que existen normas de
orden público como las citadas que, por ser tales, resultan indisponibles, otras imperativas y, finalmente, normas supletorias, que pueden ser dejadas de lado por la voluntad de
las partes o, que en ausencia de acuerdo expreso, la suplen.
[15] LORENZETTI, Ricardo L. (dir) y CROVI, Daniel
(autor), Código Civil y Comercial de la Nación – Comentado, Santa Fe, Ed.
Rubinzal-Culzoni, 2015, T. I, pp.
597-598
[16] CALVO COSTA, Carlos A. y SÁENZ, Luis
R. J., Incidencias del Código Civil y Comercial – Obligaciones. Derecho de
Daños, Alberto J. BUERES (dir), Buenos Aires,
Hammurabi-José Luis Depalma Editor, 2015, n° 2,
p.111.
[17] GALDÓS, al comentar el artículo 1709, destacó que si bien este no mantiene el mismo orden de prelación del artículo 963 del Código Civil y Comercial, que en su inciso a)
establece primero la aplicación de las normas indisponibles de la
legislación especial y luego las indisponibles generales —el precepto citado en
primer lugar lo hace en sentido inverso también en su inc. a)—, se debe entender que en ambos casos se aplica
primero la ley especial para responsabilidad civil y para los contratos, y luego las normas generales de cada materia
(las generales de la responsabilidad civil y las generales de los contratos),
pues esa es la interpretación correcta y armónica que se impone
(véase LORENZETTI, Ricardo L.
(dir) y GALDÓS, Jorge M. (autor), Código Civil y Comercial de la Nación –
Comentado, Santa Fe, Ed. Rubinzal-Culzoni, 2015, T. VIII, pp. 292-3.).
[18] Creada por decreto presidencial
191/2011 e integrada por los Dres. Ricardo Luis Lorenzetti, como
presidente y Elena Highton de Nolasco y
Aída Kemelmajer de Carlucci, cuyo secretario fue el Dr. Miguel Federico De
Lorenzo. Reconociendo la existencia
tanto en el derecho comparado como en nuestro país sobre si la prevención y la
punición integran la noción de responsabilidad,
el Anteproyecto había optado por integrar a la materia las funciones resarcitorias,
preventiva y punitiva. (véanse los Fundamentos del Anteproyecto elaborados por
la Comisión).
[19] Esta Comisión estuvo integrada por los Dres. Héctor Alegría, Atilio
Aníbal Alterini, Jorge Horacio Alterini, María Josefa Méndez Costa, Julio César
Rivera y Horacio Roitman.
[20] UBIRÍA, Fernando Alfredo,
Derecho de Daños en el Código Civil y
Comercial de la Nación, Buenos
Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 2015, pp 52 y
ss.
[22] GALDÓS, Jorge M., LORENZETTI, R. L.
(dir.), op cit, T. VIII, p. 294.
[23] La función preventiva reconoce
también algún antecedente, aunque más acotado, en la ley 17.418 de Contrato de Seguro, en la
ley 19.587 de Seguridad e Higiene
en el Trabajo, en la ley 24.457 de
Riesgos del Trabajo, en la ley 24.240 de Defensa del Consumidor, en la ley
General de Medio Ambiente que lleva el número 25.675 y en normas relacionadas
con la manipulación, tratamiento y disposición final de residuos industriales, peligrosos o no, tanto en el orden nacional como provincial.
[24] El Código Civil y Comercial incluye en el
artículo 1718 como supuestos de daño justificado a la legítima defensa, al
estado de necesidad y al ejercicio regular de un derecho.
[26] Artículo 1710, CCyCo. “Deber de prevención del daño. Toda persona
tiene el deber, en cuanto de ella dependa, de: a) evitar causar un daño no
justificado; b) adoptar, de buena fe y conforme a las circunstancias, las
medidas razonables para evitar que se produzca un daño, o disminuir su
magnitud; si tales medidas evitan o disminuyen la magnitud de un daño del cual
un tercero sería responsable, tiene derecho a que éste le reembolse el valor de
los gastos en que incurrió, conforme a las reglas del enriquecimiento sin
causa; c) no agravar el daño, si ya se
produjo”.
[27] Por ejemplo, si en un centro comercial, un tercero dueño o locador de un local lindero a otro donde se produce
un incendio, cuenta en su negocio con un matafuego, cuya oportuna utilización
podría haber disminuido los efectos del daño causado por dicho siniestro.
[28] RIVERA, Julio C. y CROVI,
Luis D., Derecho Civil, Parte General,
Buenos Aires, Ed. AbeledoPerrot, 2016,
p.190.
[29] UBIRÍA, F. A., op. cit., p. 54.
[30] CSJN, en diversos
precedentes como “Santa Coloma” (Fallos:
308:1160) y “Gunther” (Fallos:
308:1118), ambos del año 1986, sostuvo con apoyo en el artículo 19 de la
Constitución de la Nación, que “el
principio del alterum non laedere,
entrañablemente vinculado a la idea de reparación, tiene raíz constitucional y
la reglamentación que hace el Código Civil en cuanto a las personas y las
responsabilidades consecuentes no las arraiga con carácter exclusivo y
excluyente en el derecho privado, sino que expresa un principio general que
regula cualquier disciplina jurídica.
[31] GALDÓS, J. M. y LORENZETTI,
R. L. (dir.), op. cit., T VIII, p. 297.
[33] PEYRANO, Jorge W., Medidas Autosatisfactivas, Santa Fe, Ed.
Rubinzal Culzoni, 2008. Sugerimos esta
obra de consulta, donde se tratan las distintas expresiones de estas medidas en
las distintas ramas del derecho, incluso, en la societaria y concursal.
[35] LEGAZ y LACAMBRA, Luis, Filosofía del Derecho, Barcelona, 1970, p.
293. El autor expresa que: “Mediante la
existencia de un ordenamiento jurídico, cada cual sabe a qué atenerse: conoce
el margen de libertad que posee, dentro del cual no puede ser impedido ni
obligado, y sabe que hay una serie de acciones de las que tiene obligación
precisamente de abstenerse, así como hay otras que tiene obligación de
hacer; cada cual, en suma, conoce su
derecho y si deber”.
[36] LEONARDO, Marcelino, “Responsabilidad
patrimonial de las personas jurídicas en el Código Civil y Comercial”, en Revista Código Civil y Comercial, Buenos Aires,
Ed. Thomson Reuters-La Ley, 2016
(julio), 06/07/2016, p. 105. También
UBIRÍA, F. A., op. cit., p. 488.
[37] DÍEZ-PICAZO, Luis y GULLÓN, Antonio, Sistema de Derecho Civil,
Madrid, Ed. Tecnos, 1994, Vol. I,
p. 629.
[38] NISSEN, Ricardo A., Ley de Sociedades Comerciales, Buenos
Aires, Ed. Astrea, 2010, T. I, p. 636.
[39] UBIRÍA, F. A., op. cit. p. 488,
[40] OSSOLA, F. A. op. cit. p. 380,
CALVO COSTA, C. A. y SÁENZ, L. R. J.,
op. cit. P. 180.
[41] ALTERINI, A. A., AMEAL,
O. J. y LÓPEZ CABANA, R. M., Derecho
de Obligaciones Civiles y Comerciales,
Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1996, p. 159 y ss. El incumplimiento
“consiste en la infracción de un deber; su carácter objetivo deriva de que
resulta de una observación previa y primaria del acto, ajena a toda
consideración de la subjetividad del agente” […]. (ilicitud
objetiva contractual —incumplimiento del contrato, art. 1197 Cód.
Civ.— e ilicitud objetiva extracontractual —ilicitud del acto, art. 1066
Cód. Civil).
[42] NISSEN, R. A., op. cit., T. I, pp. 613-617.
[43] RIVERA, J. C. y CROVI, L. D., p. 451.
[44] MOSSET
ITUTRASPE, Jorge, “Responsabilidad Civil en el Proyecto de 2012”, en Revista de Derecho Privado y Comunitario,
Santa Fe, Ed. Rubinzal-Culzoni, 2013, p. 452. Sin embargo, no compartimos la opinión
del prestigioso maestro, quien sostiene la necesidad de desplazar el concepto
de culpa como fundamento del sistema de responsabilidad o de derecho de daños.
Más allá de la trascendencia que los factores objetivos adquieren en el nuevo
Código, ello no es argumento suficiente para
desplazar “el principio de la culpa”.
[45] ALTERINI, A.A., AMEAL, O. J. y LÓPEZ CABANA, R.
M., op. cit., p. 499. Los autores recuerdan que si bien esta
clasificación tuvo su origen en el Derecho Romano, fue como consecuencia de los debates
sobre la prueba de la culpa que se avivó
el interés en las obligaciones de medio y de resultado, siendo su “primer expositor
integral” Demogue en el año 1925.
[46] MOSSET
ITURRASPE, J., op. cit., p. 454 y ss. El autor ha sido crítico de esta
solución que, en nuestro parecer se presenta como razonable.
[47] MESSINEO, Francesco, (trad.
Santiago Sentís Melendo), Manual de Derecho Civil y Comercial, Buenos Aires, E.J.E.A., 1955, T. VI, p. 440. El autor destacó que cuando se habla de obligaciones legales o ex lege,
“se quiere hacer referencia a los casos en que la obligación,
considerada en sí, nace exclusivamente por voluntad de la ley, que es por lo
tanto, fuente directa”
[48] ALTERINI, A.A., AMEAL, O. J. y LÓPEZ CABANA, R. M., op. cit., pp. 828-829.
[49] TRIGO REPRESAS, Félix A., op. cit.,
p. 58.
[50] ALTERINI, A.A., AMEAL, O. J. y LÓPEZ
CABANA, R. M., op. cit., p. 188.
[51] TARABORRELLI, José Nicolás, “El Rol de la culpa en las obligaciones
de medios y de resultado”, publicado en LA
LEY, Buenos Aires, T. 2014-E, Sec. Doctrina, p. 825.
El autor, sin dejar de citar la doctrina opuesta en la materia, reconoce la existencia de una clasificación tripartita de estas
obligaciones de medios y de resultado: “a) Obligaciones que tienden a la
obtención de un resultado determinado que deberá lograrse, por lo que la
frustración del logro final genera la presunción de culpa del deudor, cuando el factor de
atribución de responsabilidad es subjetivo y su cumplimiento depende de la
exteriorización de una conducta o comportamiento humano, salvo la prueba de la
no culpa o la causa ajena. b) Otras obligaciones de resultado s o de fines determinados
que deberán lograrse y que, frente a la frustración de ese logro final,
presumen la responsabilidad del deudor, cuando el factor de atribución de
responsabilidad es objetivo y el mero
incumplimiento es el que genera esa responsabilidad, estando afuera de todo
análisis el concepto de culpa, salvo la acreditación de la causa ajena como
eximente de responsabilidad. c)En otras obligaciones —en las de medio
ordinarias—, producido el incumplimiento contractual, le incumbe la carga de la
prueba de la culpa del deudor al acreedor damnificado y víctima del daño”.
[52] EUROPEAN GROPU ON TORT LAW,
Principios de derecho europeo de la responsabilidad civil, art. 4:
202, en Revista de Derecho Privado de la Universidad Externado de
Colombia, http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=417537584011, fecha de captura: 15-10-2017.
[53] RIVERA, J. C. y CROVI, L. D., op. cit., pp 478-479. Los autores, contrariamente a lo que
exponemos, se inclinan por la aplicación del factor objetivo en estos casos, pero si entrar en mayores
consideraciones, lo que justifica la
preocupación que explicitamos.
[54] NISSEN, R.
A., op. cit., T. 1, p. 654.
[55] HALPERÍN, Isaac (edición actualizada y ampliada por Julio C. OTAEGUI), Sociedades
Anónimas, Buenos Aires, Ed. Depalma, 1998, p. 547-548: Al referirse al artículo 59 de la Ley 19.550 el autor dijo que, “con este criterio de apreciación la ley
ha fijado un cartabón o estándar jurídico para apreciar la debida
diligencia” de los administradores, para
poder valorar adecuadamente su conducta y la previsibilidad de sus
consecuencias. Pero aclaró que “este cartabón establece un criterio
objetivo de comparación pero no una responsabilidad objetiva” .
[56] VÍTOLO, Daniel R., Reformas a la Ley General de Sociedades
19.550, Santa Fe, Ed. Rubinzal-Culzoni, 2015, T. II, p. 442-443.
[57] ZALDIVAR, Enrique,
MANOVIL, Rafael M., ROVIRA, Alfredo L., RAGAZZI, Guillermo E. y SAN
MILLAN, Carlos Cuadernos de Derecho
Societario, Buenos Aires, Ed.
Abeledo-Perrot, 1980, Vol. I, p. 304.
[58] DOBSON, Juan Ignacio, Interés Societario, Buenos Aires, Ed. Astrea, 2010, p. 97.
[59] ZALDIVAR, Enrique,
MANOVIL, Rafael M., ROVIRA, Alfredo L., RAGAZZI, Guillermo E. y SAN
MILLAN, Carlos, Cuadernos de Derecho Societario,
Buenos Aires, Ed. Abeledo-Perrot, 1976, T.II, Segunda Parte, p.525.
[60] OTAEGUI, Julio César, Administración Societaria, Buenos
Aires, Ed. Ábaco de Rodolfo
Depalma, 1979, p. 133.
[61] DOBSON, J. I., op. cit., p. 144. ,
[62] OTAEGUI, J. C., op. cit., p. 133;
RICHARD, Efraín Hugo, Insolvencia
Societaria, Buenos Aires, Ed. Lexis Nexis, 2007, p. 291; NISSEN, Ricardo
A., op. cit., T. I, pp.653-659; BORETTO, Mauricio, Responsabilidad
Civil y Concursal de los Administradores de las Sociedades Comerciales,
Buenos Aires, Ed. Lexis Nexis, 2006, pp. 143-144, entre otros.
[63] ORGAZ, Alfredo, La Culpa, Córdoba, Ed. Lerner, 1970, p. 133.
[64] OTEEGUI, J. C., op. cit., p. 397.
[65] DOBSON, J. I., op. cit., p. 149. No compartimos esta posición.
[66] HALPERÍN, Isaac, op. cit., p. 553.
[67] MORO, Emilio F., Culpa en la administración de sociedades comerciales, Buenos Aires, Ediciones La Rocca, 2013, p. 423.
El citado autor, también
sostiene que a tenor del texto del
artículo 274 y de la remisión al 59, ambos de la ley 19.550 los directores responden por la culpa grave y
por la culpa leve, expresa sobre el
particular, “que la referencia a la culpa grave es una inclusión
sobreabundante”.
[68] ZALDIVAR, E., MANOVIL, R. F., ROVIRA, A. L., RAGAZZI, G. E. y SAN MILLAN, C., op, cit., T.II, Segunda Parte, pp. 527-528. Los autores agregan, que una interpretación
distinta de la indicada, sería ilógica y conduciría al absurdo de que los
demás tipos societarios, en los que los
socios tienen, por su carácter
personalista, un control directo sobre la administración […] la responsabilidad
sería más grave que en la anónima —y en la sociedad de responsabilidad
limitada, a la que el régimen también le es aplicable— en la que aquel control es más remoto e
indirecto y respecto de la que siempre debe darse el equilibrio de una mayor
responsabilidad frente a una autonomía orgánica también mayor”.
[69] NISSEN, R .A., op. cit., T. 1, p 657: Al referirse a la mención de la culpa grave que contiene el
artículo 274 de la ley societaria, el autor sostuvo que ello no
autoriza a sostener la exclusión de la
leve y levísima, porque la clasificación de la culpa en grados, de raigambre
romana, fue abandonada en su momento por nuestro Código Civil (criterio,
agrego, que también sigue el Código Civil y Comercial en su artículo 1724), pues
se ha adoptado un sistema de individualización que tiene en cuenta el
caso concreto y que debe ser analizado a la luz de la circunstancias en que el
administrador debió actuar (antes
artículos 512 y 902 del Código de Vélez y
, actualmente, artículos 1724 y 1725 del Código Civil y Comercial) .
[70] C.Nac.Com., sala B,
05/11/1993, autos “Paramio, Juan
M. c.. Paramio, Pascual E. y otros s/ Sumario” (Fuente: Abeledo-Perrot on line
n°: 941133).
[71] NISSEN, R.
A., op. cit., T. 3, p. 266-267; BORETTO, M., op. cit., p. 107, HALPERÍN, I., op. cit. p.550; ZALDIVAR, E.,
MANOVIL, R. F., ROVIRA, A. L.,
RAGAZZI, G. E. y SAN MILLAN, C., op,
cit., T.II, Segunda Parte, p.526-527,
entre otros.
[72] OTAEGUI, J. C., op. cit., p. 380.
[73] MARTORELL, Ernesto E., Sociedades Anónimas, Buenos Aires, Ed. Depalma, 1988, p. 376.
[74] GARRIGUES, Joaquín y URÍA,
Rodrigo, Comentario a la ley de
sociedades anónimas, Madrid, Ed.
Instituto de Estudios Políticos, T. II,
p. 124.
[75] LLAMBÍAS, Jorge J., Tratado de Derecho Civil. Obligaciones, Buenos Aire, Ed. LexisNexis Abeledo Perrot,
2006, T. III, p. 483. El autor al
referirse a las órbitas contractual y extracontractual, caracteriza a la
primera porque la conducta culpable se
manifiesta “con respecto a una
obligación preexistente”.
[76] SCBA, autos “Fisco de la Provincia de
Buenos Aires contra Raso, Francisco s/ Sucesión y otros. Apremio” (02/07/2014.
C 110369. Fuente: JUBA): El tribunal decidió que: “la responsabilidad de los
directores de una sociedad anónima se encuentra regulada en los arts. 59 y 274
de la Ley de Sociedades Comerciales, 19.550, es decir que no hay
responsabilidad de los directores si no puede atribuírsele un incumplimiento de
origen contractual o un acto ilícito con dolo o culpa en el desempeño de su actividad.
El factor de atribución es subjetivo”.
[77] MORO, E., op. cit.: Sobre este tema, véase la opinión del autor
en pp. 336-338.
[78] Excluyo al público, porque los artículos 1765 y 1767 del Código Civil y Comercial se apartaron de las normas de dicho código en
materia de responsabilidad civil.
[79] COOTER, Robert D. y ULEN,
Thomas, Derecho y Economía, México,
Fondo de Cultura Económica, 2016, p.
16.
[80] EUROPEAN GROPU ON TORT LAW,
Principios de derecho europeo de la responsabilidad civil, art. 4:
202, en Revista de Derecho Privado de la Universidad Externado de
Colombia, http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=417537584011, fecha de captura: 15-10-2017.
Interesante articulo
ResponderEliminarReconocimiento facial
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